miércoles, 18 de diciembre de 2013

Kafka apasionado

por Andrés G. Muglia


Es curioso el modo en que Kafka es un apellido que me suena familiar desde la infancia. Mientras mis contemporáneos de séptimo grado se perdían por los jueguitos del Atari yo entretenía mis horas leyendo "América", ok lo recuerdo con cierta jactancia. Ignoro si en ese momento entendí cabalmente la múltiple simbología del texto que leía, ignoro también si soy capaz de desentrañarla ahora mismo. La obra completa de Kafka fue siempre una presencia destacada de nuestra biblioteca. Mi padre era un gran admirador del escritor checo-alemán. Hoy día esta colección es una de las pocas herencias materiales que guardo de él. Me resulta sugestivo que esta literatura que tanto tuvo que ver en su gestación con los conflictos entre un padre y un hijo, me haya llegado a través del mío con el que no tuve, y eso es quizás lo extraño, mayores conflictos. Aunque no venga a cuento, o tal vez sí, al menos para mí, mi padre fue lo opuesto al de Kafka, aquel sólido y obtuso Hermann. Mientras que Kafka padre jamás comprendió la vocación de su hijo por ser escritor, el mío fogoneó la mía por ser artista de las más diversas y conmovedoras maneras. 

Cuando mi facilidad como dibujante se hizo patente, me traía fotografías de sus compañeros de trabajo para que hiciera sus retratos, que él se encargaba de cobrar puntualmente a modo de improvisado marchand. Hasta tuvimos una especie de bizarra pyme que enmarcaba lo que yo dibujaba, lo cual me reportó mis primeras ganancias en el mundo del arte; que para un adolescente de quince años no estaba mal. Como sea, en contra de las historias de artistas torturados que nadan contra la corriente del deseo familiar y de futuros de corbatas estrechas y oficinas sombrías, mi familia y mi padre no hicieron más que empujar mi vocación. Y cuando mi padre ya no estuvo ahí, vamos que se murió, mi madre me bancó (estudios, comida, ropita, salidas) hasta que me recibí de una licenciatura de arte de la que, paradójicamente, nunca extraje un centavo.

Como sea, uno ve las cosas desde su propio punto de vista, por eso a veces me parece doblemente cruel el destino de ciertos artistas que tuvieron que luchar por imponer su vocación al prejuicio de su entorno, de su época y de su familia. Sin embargo, después de leer la biografía de Kafka de Nicholas Murray titulada "Kafka, literatura y pasión" uno no puede sino quebrar una lanza a favor de Hermann Kafka. Kafka escribió una larga carta a su padre, obra famosa hoy en día, muy visitada por freudianos y lacanianos de toda laya, echándole la culpa de todo sus desaciertos. Es de esperar que Hermann no haya leído esa carta que Kafka nunca le envío, pues leer algo así debe ser el peor golpe que un padre pueda recibir de un hijo. Kafka mismo aceptó que en la construcción de ese texto había echado mano a muchas de sus "astucias de abogado". Pero veamos quién era este monstruo llamado Hermann Kafka.

El padre de Kafka era un judío de origen checo. Había tenido una dura niñez de pobreza y privaciones que nunca, al parecer, se cansaba de narrar a sus hijos. Hermann, que en esa misma niñez se había ganado la vida en los duros inviernos nevados de su terruño, empujando un carro repleto de leña y vendiendo su contenido puerta a puerta en diversas aldeas, era un self made man que había logrado superar con su propio esfuerzo ese pasado de estrechés para emigrar a Praga y convertirse en un próspero comerciante. Alto, atlético, saludable, era lo opuesto a su hijo, que cuando iban a nadar juntos sentía aquel cuerpo como un subrayado de su propia debilidad. Al parecer la relación padre e hijo siempre fue tirante, aunque Kafka pasó casi toda su vida viviendo con sus padres, lo cual no era necesario ya que por su trabajo bien remunerado podría haber roto fácilmente ese círculo infernal mandándose a mudar. Kafka odiaba sin embargo esa vida familiar, el ruido de sus hermanas y más tarde el de sus sobrinos; hasta la visión de los pijamas de sus padres preparados sobre la cama antes de dormir le daba una especie de asco (!).

Esta aparente relación imposible, no condicionó el hecho de que los estudios de Kafka fueran enteramente pagados por sus padres y que Kafka no tuviera que trabajar hasta egresar con su título de abogado. Finalmente consiguió un puesto en un instituto especializado en seguridad laboral, del que se quejaba permanentemente como una especie de plomada que tiraba hacia abajo de su verdadera vocación y le impedía ser un escritor de tiempo completo. Sin embargo Kafka trabajaba hasta la dos de la tarde, después daba paseos con su amigo y escritor Max Brod, almorzaba, dormía la siesta, en suma dedicaba un buen tiempo de su día a boludear. Hasta que después de las diez, tras la cena familiar y cuando todos dormían y por fin conseguía su preciado silencio, comenzaba a sacarle punta a sus demonios y escribía hasta la madrugada. Eso en el mejor de los casos, porque pasaba largos períodos sin anotar una palabra o destruyendo todo lo que había escrito.

A veces, su compulsión por escribir cartas diezmaba su literatura, le ganaba el espacio a escribir ficción. Sus relaciones con mujeres fueron principalmente epistolares. La más larga, con Felice Bauer, duró cinco años. Bauer vivía en Berlín y durante esos años se vieron un puñado de veces en las que Kafka se sintió invariablemente incómodo. Sin embargo escribía a Felice todos los días largas cartas explicándole con pelos y señales sus tormentos internos, sus enfermedades imaginarias y las razones de por qué no tendría que casarse con él. Se comprometió dos veces con Bauer y nunca se casó. Kafka mantuvo varias de estas relaciones imposibles, donde el deseo de casarse se veía siempre saboteado por su miedo. Sin embargo, para muchos como su incondicional Max Brod, Kafka era un tipo simpático, reservado, muy inteligente y agradable. Hay pruebas de que gustaba a las mujeres y no rehuía una prostituta si se le presentaba la ocasión, aunque después sintiera remordimientos.

Es bastante claro que el problema de Kafka no era su padre; ni el Instituto donde era un empleado muy apreciado y en donde se le toleraban largas licencias con goce de sueldo a raíz de sus problemas de salud; ni las mujeres con las que nunca podía concretar su anhelado matrimonio. El problema de Kafka era el propio Kafka y, como él finalmente los bautizó, sus demonios interiores. Hasta la tuberculosis que terminó con su vida fue recibida por él como una extraña forma de alivio, algo concreto donde focalizar todos sus temores.  

Es difícil imaginar de qué modo podía juzgar o entender Hermann Kafka a este treintañero que no dejaba el nido, que vivía de noche para una literatura que él jamás podría comprender y que mantuvo una ¿novia? durante cinco años casi sin verla.

La fatal conclusión de la vida de Kafka tiene mucho de estas paradojas que a veces nos quieren pasar por moralejas y no son más que oscuras demostraciones de que eso que llamamos vida no tiene sentido, explicación o parábola. Por fin Kafka encontró el amor en una mujer más joven llamada Dora Diamant que sin ser una intelectual supo comprenderlo a él y a su vida literaria. Convivió con ella en Berlín, enfermo, en la estrechés económica pues su jubilación no era suficiente como para vivir en la galopante hiperinflación alemana, en contra de la moral de la época pues no estaban casados, pero feliz. Se dio cuenta además que su literatura no era incompatible con la vida matrimonial (su gran temor) y que podía escribir tranquilamente en presencia de su querida Dora. Tras comprobar todo esto durante algunos meses y acallar los viejos temores y escribir un poco, se murió a los treinta y nueve años en un sanatorio de Kierling luego de pedirle a Dora que le trajera lirios del campo.

La ironía de todo esto, digna del culebrón más retorcido y melodramático, es que aquellas relaciones de ficción a las que se veía impulsado Kafka, aquellos amores hechos de literatura epistolar e idealización que lo alejaban de las relaciones reales, se vinieron abajo junto con su miedos cuando por fin pudo experimentar, como postrero manotazo de un ahogado consciente de que se estaba ahogando, las delicias menudas y a veces imperceptibles de la vida matrimonial. Kafka comprobó, tarde, dolorosamente tarde, que había dedicado su vida a huir de un monstruo que vivía solamente en su imaginación.

Después vendrán las polémicas de si le dijo a Max Brod que destruyera todos sus escritos y si su amigo hizo bien o mal en no hacerle caso. Brod arguye que Kafka era muy ambiguo es ese sentido y se agarra de eso para publicar las obras de Kafka, que en pocos años cobraría una celebridad mundial. Brod estaba equivocado seguramente, como estaba equivocado cuando atribuía a los escritos de Kafka una intención religiosa. Kafka, a pesar de sus esfuerzos por introducirse en el misterio de la fe judía, no era un hombre de fe, y sus escritos son simbólicos pero no en el sentido que Brod les confería. Del mismo modo, la mitología que indica que Kafka nunca publicó es inexacta. Kafka tenía editor y publicaba regularmente en revistas especializadas. Si bien era exigente con la perfección de sus escritos, y quemó buena parte de su obra, mucha con la ayuda de Dora Diamant; también era un escritor reconocido en un reducido grupo de iniciados (como por ejemplo los artistas expresionistas) y de ninguna manera inédito. El siglo XX insufló a su figura una notoriedad que tal vez lo hubiese horrorizado, el existencialismo aplaudió su obra como una anticipación de la mirada pesimista sobre el mundo que su filosofía difundiría, y la posteridad lo consagró como uno de los escritores más influyentes del siglo pasado. No se si Hermann se llegó a enterar de eso. No se si a Franz Kafka le hubiese importado. Calculo que sí.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Palabras y fotografías, Alexander Solschenitzin por Andrés G. Muglia Palabras y fotografías, Alexander Solschenitzin
por Andrés G. Muglia

"Los que sobrevivimos a los campos de concentración no somos verdaderos testigos. Esta es una idea incómoda que gradualmente me he visto obligado a aceptar al leer lo que han escrito otros supervivientes, incluido yo mismo, cuando releo mis escritos al cabo de algunos años. Nosotros, los supervivientes, no somos sólo una minoría pequeña sino también anómala. Formamos parte de aquellos que, gracias a la prevaricación, la habilidad o la suerte, no llegamos a tocar fondo. Quienes lo hicieron y vieron el rostro de la Gorgona, no regresaron, o regresaron sin palabras".
Primo Levi (escritor, Italia). (1)

Alexander Solschenitzin, escritor ruso de apellido imposible que fue premio Novel de literatura en el año 1970. Temeroso de no poder volver a su patria (de que no lo dejaran entrar), Solschenitzin demora hasta el año 1974 para buscar su galardón. Había sido preso político del régimen stalinista durante ocho años. Víctima, pero con voz, y la suerte justa para poder contar en sendos y desgarrados libros los abusos a los que fueron sometidos millones de seres humanos encarcelados y enviados a los campos de concentración del Archipielago Gulag; tal como bautizó lúcidamente a la red de prisiones a la que aplicaba un término topográfico.  

Solzhenitsin crece en medio de la revolución rusa, en 1925 es un niño fotografiado, inocente, con una escopeta de juguete en la mano.


Para 1938 la fotografía lo muestra con la mirada de un estudiante, idealista, esperanzada, puesta en el futuro; ya se insinúa el mentón adelantado y orgulloso.


En 1942 es un soldado, el rostro más delgado, marcado por los pocos años, la mirada firme y el mentón más aún.


En la foto de marzo de 1943 es el teniente Solschenitzin, comandante de la batería de reconocimiento sonoro, su rostro es duro, desafiante, aventurero; un hombre de acción, tal vez un violento.


La fotografía de junio de 1946 nos deja, sencillamente, sin palabras. Ensayemos una explicación.


En 1943, en plena guerra mundial, Solschenitzin participa de la batalla de Kursk, la mayor batalla de tanques de la historia; y que sería el último intento de Hitler por sostener el frente este. En febrero de 1945, en pleno avance del ejército rojo hacia Berlín, Solschenitzin es arrestado en Prusia, por supuesta conspiración contra el régimen. La conspiración consistía en una serie de cartas intercambiadas con un amigo de la infancia, también en el ejército, donde se atrevían a criticar al gobierno. Solschenitzin es condenado a ocho años de trabajos forzados, pena considerada como leve en la Rusia de la época.

La fotografía de junio de 1946 nos muestra a Solschenitzin después de diez y seis meses de estar en cautiverio. La imagen es la de un hombre al que le han quebrado el alma.

En ese período de tiempo, el joven Solschenitzin comprendió que en un instante la vida puede cambiar para siempre. Fue sometido a torturas y vejámenes. Jamás tuvo un juicio en el cabal sentido de la palabra. Se lo trasladó constantemente de un lugar a otro del "archipiélago" sin una explicación ni ninguna garantía. Allí conoció cientos de destinos como el suyo. Compartió con ellos las celdas, algunas en las que se hacinaban de tal modo que tenían que turnarse para dormir o dormir de pie. Viajó en los trenes para presos, hacia la basta Siberia, donde se sacaban de los vagones, en las sucesivas paradas, los cadáveres de los que no soportaban el viaje.

Todo eso retrata una simple foto. La foto de alguien derrotado por la vida. Temeroso. Perdido para el mundo y para sí mismo. Que ha conocido un feroz castigo sin sospecharlo, sin verlo venir, confiado tal vez en el aura que había grajeado como héroe de la batalla de Kursk.

Una fotografía más, en el destierro, en el año 1954. Casi tan elocuente como la anterior, el rostro atravesado de marcas de sufrimiento que ya no se borrarán. La mirada parece estar pidiendo auxilio. No importa que en el 2009 el primer ministro Putin lo recibiera con honores, las fotografías dan testimonio de alguien que bajó al infierno y que volvió para contarlo, pero que dejó parte de sí en ese viaje. Volvió después con imágenes, con sensaciones, con pesadillas recurrentes y miedos irracionales. Cosas que vivirán emboscadas y siempre latentes. Cosas que no podrán borrar los apretones de manos ni las palmadas en la espalda de los políticos.


(1) Citado en Hobsbawn, Eric: "Historia del Siglo XX", Crítica, Grijalbo Mondadori, Buenos Aires, 1999; pág. 11.

jueves, 12 de septiembre de 2013

El placer de escribir y el placer de pintar

por Andrés G. Muglia  / *imágenes del autor


Durante años fui víctima de una vocación compulsiva por dibujar. Una facilidad innata, tal como los que tiene inclinación por las matemáticas o por la costura, me facilitó el camino que casi, ya estaba trazado frente a mi. Desaprovechar la oportunidad de estudiar arte, con mis condiciones (repito, innatas nada por lo que jactarse) hubiese sido poco menos que un pecado. A los siete años escribía con la soltura de un troglodita, desparejas letras que parecían golpeadas por el lápiz antes que trazadas. Pero dibujaba con la pericia de un chico mucho mayor. No sería aventurado decir que para mi era más fácil dibujar que escribir, al menos en el concreto acto físico. Cuando dibujaba no poseía inventiva, ni creatividad, era sencillamente una fotocopiadora humana que copiaba todo lo que se le ponía adelante.
 
 
Cuando ya mayor salí del secundario se hizo natural, facilitado el hecho porque vivía en una ciudad sede de una de las mayores universidades públicas del país, que entrara a estudiar artes plásticas en la Facultad de Bellas Artes. No puede decirse que me haya ido mal. Al contrario, lo bien que me fue prefiguró quizás la engañosa ilusión de que cuando saliera de allí mi inserción en el mundo del arte sería algo sencillo. Lo cual, rotundamente, nunca ocurrió. En la universidad aprendí lo que iba a buscar: un cúmulo de técnicas y prácticas que desconocía. Entré dibujante y salí, tal vez pintor, no se si artista.


En paralelo a eso y desde la infancia fui, quizás por criarme en una casa de lectores en donde no faltaban libros (fui socio de una biblioteca casi antes de aprender a leer), ávido lector. Lo que, paradójicamente, no ayudaba a que mi letra y mi ortografía (que todavía es deplorable) mejorara. Como el que ve jugar al fútbol o cualquier otro deporte y desea automáticamente ponerse los cortos y salir a correr, la lectura provocó el deseo de escribir. Comencé, como empiezan todos, por el primer paso de la literatura (y puede que el último), la poesía. Mis primeros poemas en verso remedaban a los de Becquer, cuyas Rimas me sabía prácticamente de memoria. Cuando descubrí a Apollinaire en una biblioteca, y transcribí a máquina todo Alcoholes (ignoro por qué no lo fotocopié), me convertí en un poeta moderno y tiré por la ventana métrica y rima. Hasta hace pocos años tuve la saludable costumbre de escribir poesía, un modo muy puro de hacer literatura directo desde el sentimiento y sin la mediación de ideas lógicas, personajes, argumentos, escenarios, etc.
Las vueltas de la vida quisieron que unos amigos diseñadores crearan una revista y fue casi natural que me pidieran colaborar como "escritor". Allí, el poeta y apenas cuentista, se convirtió en articulista de arte y diseño. Tocaba la tecla que sabía tocar, la del arte, pero en un lenguaje inesperado, el de la escritura. Sumado a ello, con poco más de veinte años, ver lo que había escrito (¡CREADO!) impreso en una revista, y sobre un papel que no fuese de descarte y con el membrete de la administración pública en el reverso, era una sensación parecida a la de morder la manzana de Eva.

Creo que aquí se bifurcó un camino que con los años fue dividiendo sus ramas, hasta que las alejó tanto que ya no era posible transitarlas al unísono. El escritor comenzó a luchar con el pintor. Quizás tratar de describir (aunque el intento sea probablemente estéril) las diferencias que advierto entre la creación plástica y la literaria, pueda ayudar un poco a comprender la diversidad de estos dos caminos.

Cuando uno dibuja tiene la sensación placentera de estar siguiendo una melodía que dicta la cabeza, con la asistencia tersa y colaboradora de articulaciones y músculos. La línea: ondulada, quebrada, gruesa y expresiva o fina y sugerente, es una amiga que se mueve a nuestra indicación. Existe un placer físico y melodioso en el acto de dibujar. Existe un placer casi intenso en el acto de dibujar rápido. El boceto exige el movimiento decidido del que domina una herramienta. Eso se consigue con algo innato y mucha práctica, algunos pueden confundir esa suma con el talento; a esta altura no se si hacen bien o mal.


Si el dibujo es como la melodía de un ejecutante solista, la pintura es como tener la batuta de un director de orquesta. No sólo tenemos un color (o en realidad la total ausencia de color que es el negro) con qué jugar a los contrastes y las formas, sino que todos los colores del universo nos son presentado para que gocemos de ellos. El cambio es conmocionante y el haber dominado las artes del dibujo no nos convierte por fuerza en un pintor igual de efectivo. Por el contrario dominar la línea puede llegar a traer dificultad con los planos, que es en realidad de lo que se compone una pintura. Podría decirse que el dibujo y la pintura son expresiones o artes complementarios; podría decirse con la misma justicia que son opuestos.

Creo que nunca me convertí en pintor. Siempre fui un dibujante que pintaba. Con todo, con el mucho oficio de dibujante lograba (a juicio mío) resultados (no le pongamos calificativo). Pero en la pintura descubrí que ese placer casi físico que se obtiene al dibujar, crecía en intensidad cuando pintaba.

Como en la música, en el acto de pintar se adquiere un ritmo. En la música está preestablecido y en la pintura surge con la obra. Cuando la pintura es expresiva, como la que yo frecuentaba, ese ritmo puede hacerse intenso y llevar al cuerpo y la mente a un lugar muy diferente al que estaba en el punto de partida. Puede que esto (y soy peyorativo) sea difícil de entender para alguien que gasta ocho horas al día cargando planillas de Excel en una computadora, o que su trabajo sea aplicar una ley escrita hace cien años a un tipo que no le hizo caso o sencillamente la ignoraba, pero el acto de la creación plástica y especialmente el de la pintura, cuando la obra llega a su punto culminante (no necesariamente cuando se concluye) entrega un placer al pintor parecido a una suerte de éxtasis, de agotamiento, de explosión de la percepción (que se intensifica por el continuo y a veces tortuoso acto de componer con formas y colores) adentro del cuerpo.

Pero lo que la pintura da es directamente proporcional a lo que pide. Y este pacto a lo Fausto es difícil de pagar, pues exige algo de lo que a mi no me sobraba: creatividad. Si bien no estaba al principio de la línea, era algo más que una fotocopiadora humana, el acto de la creación plástica me exigía soltar a volar una imaginación que, puede que demasiado atenazada por los conocimientos académicos que había incorporado, o sencillamente (no vamos a andar buscando culpables) porque no estaba allí, me costaba encontrar. Creo que llegué a ser un pintor con estilo pero nunca un artista. El acto de la pintura cobra un peaje, y si uno no tiene con que pagarlo además de placentero se vuelve traumático. Yo creía que eso era ser artista, no se si estaba en lo cierto, pero elegí no seguir en ese tren. Tal vez algún día vuelva a retomarlo.

Paralelo a esto crecía mi vocación como escritor. Como si algo me dijera que tenía que proteger esa faceta de la educación formal, jamás tomé un curso, asistí a un taller literario ni pedí el menor consejo a alguien que pudiera parecerse a un docente en la materia. Esta tozuda y casi obtusa (lo reconozco) permeabilidad a la educación formal, hacen de lo que soy como escritor una pura y exclusiva responsabilidad mía. Soy un autodidacta de una punta a la otra de todas las líneas que he escrito, publicado o sin publicar; eso me da, es honesto confesarlo, una especie de orgullo atolondrado.

Es tanto el contraste entre mi formación en uno y otro campo, que no puedo sino atribuir a eso los resultados que he obtenido en cada uno y mi manera de experimentarlos. Tengo una nebulosa conciencia, casi una intuición, de que mi amor por la escritura surge por el hecho de que, en contraposición con mi expresión plástica, la escrita explota de creatividad. Creo que jamás he tenido el problema del temor a la hoja en blanco. Cuando me siento frente al teclado la palabras surgen y se concatenan como si me estuviesen siendo dictadas desde algún punto donde ya estaban escritas y esperando.


Todo esto puede sonar muy raro y fumado. Pero es exactamente así. Toda la constipación creativa que sufría de pintor, se ha convertido en esta logorrea escrita que me hace anotar a veces frases tan desafortunadas como esta última.

Me dispongo aquí a anotar la particularidad del acto creativo de la escritura tal como yo lo experimento, que se puede contrastar a lo que he comentado sobre la pintura.

A la hora de escribir podemos pensar de antemano un argumento, o una idea, o hasta tener anotado un bosquejo de lo que escribirá; lo cual es incluso recomendable en el caso de afrontar géneros como el de la novela. De cualquier modo, cuando el acto de la escritura se concreta surgen nuevas "ideas" que se irán sumando a lo planeado, agregando a una vez solidez y frescura al conjunto. El comillado en torno a la palabra ideas es a propósito de no encontrar un sustantivo que exprese qué es aquello que ocurre en el acto de la escritura, para que de pronto, casi sin haberlas pensado y mucho menos planeado, surjan frases enteras, perfectamente concebidas y estructuradas que poco o nada tengan que ver con el proyecto inicial. Incluso algunas de estas frases se vuelven base de un texto, un eje que nadie había calculado (ni el propio autor) y que puede dar un volantazo definitivo a una obra y dar al traste con todo el plan inicial.

Yo supongo que de esta experiencia, evidentemente reiterada en todos quienes se dedican a la escritura, deviene aquel mito griego de las musas. Porque no se puede entender bien este fenómeno desde el plano de la pura y dura lógica; no está mal, en un mundo que gobernaban señores que consultaban oráculos y pitonisas, inventar unas bellas doncellas celestes e inefables que dictaran sus canciones al oído del poeta. Mucho más ilógico es pensar que no hay nadie allí, ni siquiera el autor que desconoce donde se conciben tales hijos que él pare. Lo cierto es que de la propia mecánica de la escritura, de ese diálogo rápido que establece el escritor con el texto que surge de él, de ese oscuro y nebuloso lugar que media entre su cabeza y aquello que escribe (que no es todavía texto pero tampoco es ya pensamiento puro); de allí nace, cuando aparece, el verdadero arte (crudo, espontáneo, original y valioso) de la literatura. Así lo concibo y así creo que, aún siendo franco opositor a toda pretensión de verdad absoluta en cualquier terreno, ES.

Y en ese lugar o en esa acción que no se sabe dónde reside y que media entre escritor y escrito, reside el placer de la escritura. Es un placer diferente al que brinda la pintura. Menos físico y sensorial, más cercano a lo mental, pero no por ello menos excitante y satisfactorio. Es un placer de otro signo pero tan intenso como aquel. Tal vez más burgués. Tal vez menos de la materia y más del pensamiento. No lo se bien. Y tan mal lo se que ni siquiera puedo ser peyorativo o prejuicioso al respecto y pensar que el pensamiento está sobre la materia o viceversa. Todo esto que edifico en torno a algo que no se definir, es tan provisional y abstracto que sólo se puede salvar de la crítica (por un pelo) al considerarlo como una apreciación de índole MUY personal. 


Lo cierto es que en ese terreno que yo imagino salvaje, baldío pero no estéril sino por el contrario, pletórico de frutos jugosos, ese al que entró sólo la educación que yo mismo supe procurarle, de ahí surge lo que escribo. No se si el resultado es bueno o malo. A veces lo sospecho original, otras ni siquiera eso. A veces considero que la originalidad no es una virtud per se. Lo único que se. Lo concreto. Lo seguro. Es que cuando me siento frente a un teclado una fiesta comienza. Y estoy invitado yo solo. Yo y nadie más. Y está bien así.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Miles Davis la autobiografía

MILES DAVIS, LA AUTOBIOGRAFIA, Miles Davis y Quincy Troupe
MILES DAVIS, LA AUTOBIOGRAFIA
Quincy Troupe - Miles Davis
Ediciones B S.A., Barcelona, 1995.

 

Tiro al blanco

Compré este libro en la calle Corrientes, ignoro en cuál de todas sus librerías. Recuerdo que era una oferta y que era uno más de los que llenaban mi bolso destinado a una excursión de caza literaria. Oferta, edición baratísima y precio acomodado. Típica edición de bolsillo (que odio), con el tiempo el papel de pésima calidad tiene el color y el olor del diario viejo.

El autor

Quincy Troupe es un periodista, editor y poeta estadounidense nacido en 1943. Es profesor emérito de literatura en la Universidad de California y editor fundador de las publicacionesCode Magaziney Confrontation. Por su trabajo en la biografía de Miles Davis fue premiado con el American Book Award, lo que lo convirtió en una celebridad en el mundo académico y literario.

El libro

Qué se puede decir de Miles Davis. Que fue uno de los dos mejores trompetistas de la historia del Jazz, junto con Louis Armstrong. Algunos hacen una tríada y ponen a Gillespie junto a ellos, pero yo no; Gillespie no tiene la agudeza de Armstrong ni el vuelo poético de Davis.

Hay un detalle que no es menor y pinta a Davis de cuerpo entero. La mención del autor que escribió sus memorias. Regularmente vemos aparecer autobiografías impecablemente escritas por artistas, deportistas, políticos y toda serie de personajes notables por una u otra razón (hasta por el delito) que, sin poder hilar con fluidez una palabra detrás de la otra en el lenguaje hablado, en el escrito se nos revelan como auténticos tigres. Desde luego existe un triste personaje, cuyo único móvil es el dinero (y no es que lo esté juzgando porque puede que con eso pague el alimento de su familia, el alquiler o lo reviente en juego y trolas) que pondrá en palabras escritas lo que ese personaje de turno quiera expresar. No es otro que el escritor fantasma. Muchos escritores han publicado su primer libro (firmado con su nombre), luego de haber escrito muchos otros a nombre de conocidos personajes.

Davis sin embargo prefiere revelar a su escritor fantasma, y le brinda entidad sentándolo a su lado. Aplausos para él. Sin embargo descubriremos a lo largo de su historia y, si conocemos algo de su música, que esta ha sido una característica de Davis en toda su carrera. Esto es: dar lugar a los talentosos para que se luzcan. De los quintetos y sextetos de Davis han surgido muchos de los mejores solistas del Jazz, verbigracia John Coltrane. Davis comprendía que no sólo se tenía que rodear de los mejores, sino además darles el espacio para que se lucieran. Naturalmente que esto redundaba en su beneficio y contribuía a aumentar su propio brillo. Sin embargo en un mundo salvajemente competitivo como el que tuvo que crecer Davis, esto no era una conducta regular. Si Charlie Parker fue generoso con Davis, King Oliver no lo fue tanto con Armstrong. Davis entendía el Jazz como un juego de equipo, y para jugar en equipo hay que ser generoso.

Paradójicamente, lo que menos hace Troupe en la biografía de Davis es lucirse como escritor. Apenas como un periodista que trascribe el espontáneo monólogo de alguien con el tiempo y la voluntad de contar una larga, compleja y fascinante historia; Troupe parece anotar el discurso de Davis tal como sale de entre sus labios callosos. Esto hace del libro todo menos un ejercicio de estilo. Al leer la autobiografía de Davis se tiene todo el tiempo la sensación de encontrase frente a frente con él, quien sentado en su sala de estar (bata de seda, gafas enormes y oscuras, pelo con permanente y whisky en mano) relata con paciencia y el lenguaje de los hombres que han crecido en la calle, todos los pormenores de su vida. Expresiones como "ese hijoputa tocaba hasta perder el culo", o narraciones detalladas de como Charlie Parker tenía sexo oral con una dama adentro de un taxi, mientras comía pollo frito y hablaba con Davis que viajaba junto a él, son usuales dentro de texto. Resultado de lo cual este transmite una sensación de cruda veracidad, de crónica todavía palpitante de una época y un escenario contado por su mejor protagonista.

La historia de Davis es también la historia de una epopeya. La que los afro americanos llevaron a cabo dentro de EE.UU. para que este país, que se ha llamado a sí mismo el "país de la libertad", lo fuera de hecho en cuanto a su relación siempre ambigua con su población de color. Pero para que eso fuera posible, para que Miles Davis tuviera la fuerza y el orgullo que lo hizo ver a muchos como un fanfarrón antipático, Davis tenía que nacer en un lugar diferente al de Armstrong y otros músicos negros; cuya actitud: bufonesca, genuflexa con el amo blanco, remedo de la personalidad del estereotipo del "tío Tom", Davis deploraba.

A pesar de nacer en St. Louis, ciudad en pleno corazón del Mississippi, Davis no era un niño pobre, sino el hijo de un profesional (su padre era dentista) apreciado en su comunidad. Esa posición de salida le dio tal vez las herramientas para comprender que él, en esa sociedad que no era otra cosa que un apartheid con algunos años de atraso, no era menos que ningún hombre blanco. EE.UU. tuvo que esperar hasta los años ´80 del siglo XX para ver aparecer en las pantallas de TV a una familia negra de clase media, con padres profesionales, un buen pasar económico y que educaba a sus niños al modo burgués. Eso fue El Show de Bill Cosby, un ex standapero que comprendió que nadie había mostrado en TV que además de los delincuentes, proxenetas vistosos y prostitutas negros de Strasky y Huch, existía una tranquila clase media afro americana. Pero existía y Miles Davis, cincuenta años antes, pertenecía a ella.

Estableciendo una comparación no del todo arbitraria con la biografía de Armstrong (hay una muy buena de James Lincoln Collier de la que daremos una reseña más adelante), se ve claramente que Davis no es un artista que tuvo que hacerse un camino en el arte a su vez que en la sociedad. No surgió de los barrios más pobres como Armstrong y, como muchos otros artistas, (se me ocurre ahora Gardel) no vivió el inicio de su carrera en una forzada y ambigua vinculación con el bajo fondo y la delincuencia, que lo llevara en algún momento a ocultar sus orígenes. Davis recibió clases de trompeta y si en su edad adulta no continuó con sus estudios en Juilliard (una de las academias de música más prestigiosas de Nueva York) fue porque sentía que lo que buscaba en cuanto a estilo musical no estaba allí, sino en ese otro hervidero de creatividad: el de los garitos, los cabarets y en suma, la noche y la bohemia que se vincula desde hace siglos con la expresión artística.

Y hacia allí fue Davis de la mano de uno de los grandes genios de la historia del Jazz, Charlie Parker. No se puede decir que Parker haya mostrado a Davis un mundo que este desconociera. Davis era un tipo curtido, que llevaba sobre sí la insólita carga (en esa época) de ser un afro americano de color oscuro (lo de tez clara era mejor tolerados por los bancos), que a pesar de ser de contextura pequeña practicaba el boxeo y no desconocía la violencia de ser orgulloso. Sin embargo el mundo de Parker, y el del jazz en general, era también el mundo de la heroína. Parker pagó el boleto de su genial viaje por la música y las drogas con su vida. Davis, quizás advertido por el destino trágico de esta luz que se extinguió en un estallido, se "rescató" a sí mismo y se dirigió a su St. Louis natal, a casa de su padre, para desengancharse de la heroína.

Cuenta que lo hizo solo, encerrado en un galpón de la parte trasera de la casa de su infancia, indicando a su padre que no abriese la puerta aunque escuchara gritos de auxilio o pedidos desesperados de droga. Si vamos a dar crédito a esta narración con visos de heroísmo que hace Davis, al cabo de una semana y de superar el horrible "mono" de la abstinencia, Davis salió no tan fresco como una lechuga y quizás más arrugado, pero liberado para siempre de la heroína. Sin embargo, a lo largo de la narración hay referencias al uso continuado de otras drogas que para Davis no son consideradas duras, como la cocaína y varios alcaloides que siguió consumiendo después de su alejamiento de la heroína.

Además de la narración de sus vivencias, para el melómano los puntos más interesantes de esta biografía son las abundantes referencias de Davis sobre sus grabaciones, las circunstancias en las que fueron hechas, quienes eran los músicos que lo acompañaban, etc. El libro se convierte así en un extenso y fundamental comentario de los abundantes registros sonoros de Davis y en una suerte de mapa de su evolución a través de los diversos estilos que transitó (o que inventó).

Conclusiones

Un libro de referencia para cualquier admirador de Miles Davis, y uno interesante para quien nunca en su vida haya escuchado nada de este músico fundamental; sencillamente porque narra vívidamente una época de intensa actividad social y cultural en los EE.UU. Mientras Mohamed Ali renegaba de su nombre de esclavo y vociferaba frente a las cámaras, mientras Martin Luther King paraba con la garganta un balazo en un balcón del Motel Lorraine de Memphis, Miles Davis hacía lo suyo para convertirse en uno de los músicos (del color que fueran) más influyentes del siglo XX. Para resumir mi sentimiento hacia este libro diré que fue el que elegí para llevar a mi luna de miel. Habría que considerar qué clase de persona se lleva un libro a su luna de miel; pero esas son preguntas que mejor no formularse.

jueves, 22 de agosto de 2013

El tamaño es lo que cuenta

por Andrés G. Muglia

 
No pude sustraerme a la tentación de anotar este título como inicio procaz de un artículo sobre literatura. De tamaño, de extensión, de "largo" es de lo que vamos a tratar, pero en términos literarios.

Ocurre con los libros algo parecido a lo que ocurre con el tiempo. No está ligado ninguno a la extensión física o temporal sino a la sensación del que los transita. Desmenucemos. Existe una definición de lo que se considera tiempo psicológico. Esto es: la sensación que se tiene del tiempo transcurrido en un determinado momento, desligada de la duración concreta de este momento. No son lo mismo las dos horas transcurridas en la cola del banco, a las dos horas transcurridas en el cine. Unas se arrastrarán y las otras volarán.

No es mi intención esclarecer ningún punto con esta descripción tan rudimentaria de nuestra percepción temporal; sino presentarla simplemente para establecer un paralelo con lo que sucede en la  literatura. Del mismo modo, no es tan importante el hecho de la extensión concreta de un libro, en número de páginas y en tamaño y disposición del texto; sino la sensación que su lectura cause al eventual lector. Hay pues libros que vuelan y libros que se arrastran.

Recuerdo bien mi estupefacción adolescente al comprobar que un libro con fama de "plomazo", de "mamotreto" de extensión infinita, como La Guerra y la Paz de León Tolstoi; fue para mi una suerte de hechizo permanente de principio a fin. Está claro que estamos hablando de uno de los grandes clásicos de la historia de la literatura; pero también está claro que por ser clásico no tiene que ser, por fuerza, un libro entretenido para un adolescente. Primera y provisoria conclusión (casi obvia desde luego): la extensión de un libro no tiene que ver con el interés (o la ausencia de este) que despierte en el lector.

Un poco más acá en el tiempo, siendo ya un lector maduro (qué categoría tan tonta que se me ha ocurrido ahora mismo), encaré la para mi heroica tarea de leer La Segunda Guerra Mundial de Winston Churchill, libro que comento en este mismo blog. Antes de arrojarme a las aguas profundas de estos seis tomos con un promedio de 600 páginas cada uno, hice una primera comprobación (como el que mete un pie prudente en el agua insondable de un estanque desconocido) pidiendo prestado el primer tomo en una biblioteca. Me sorprendí gratamente con el modo en que esta primera lectura me impulsó como un poseso a conseguir el resto de la obra. No en vano a Churchill le dieron el Nobel de literatura. Aunque demoré casi un año para concluirlo, la lectura de La Segunda Guerra Mundial se me hizo por momentos compulsiva. Segunda y provisoria conclusión: la extensión de un libro no disminuye el grado de pasión (este maravilloso sentimiento que un lector puede atravesar) o de compulsión que ese libro puede despertar.

Del mismo modo experimento el sentimiento contrario con algunos libros escritos precisamente para originar estos sentimientos de empática adicción por parte del lector. Regularmente estos volúmenes bestsellerianos (adjetivo que me complazco en inventar) que con la llaneza de su texto, pensado para poner en la lectura una suerte de vaselina literaria por la que se deslice el lector, intentan a través de la simpleza enganchar la atención; cuentan con mi más completa y elitista aversión. Paso de Paulo Coelho e Isabel Allende por la misma razón: mi deseo de que la literatura me entregue un texto un poco más esmerado que la telegráfica noticia publicada en el diario de turno.

Por otro lado tengo especial compulsión por otro premeditado producto destinado a las góndolas de los supermercados: Wilbur Smith. Sus personajes son obvios. Las mujeres hermosas y brillantes; los hombre rudos, un poco feos, violentos y velludos. Utiliza el sexo como excusa para regodearse en detalles bordeando la pornografía y la violencia para introducir escenas del sadismo más consumado. Todo cliché melodramático que pueda utilizarse encuentra cabida en las novelas de Wilbur Smith, no hay búsqueda por revelar la psicología de los personajes, ni sus pensamientos íntimos, ni nada. Acción, aventura, escenarios interesantes (la selva o el mundo de la gente muy rica) y una sucesión interminable de lugares comunes. Pero me gusta. Está bien escrito y me gusta; cuenta bien su mentira.

En una tercera contradicción podría decir también que obras consagradas, fundadoras de legiones de admiradores e imitadores, me son por completo indiferentes. No puedo pasar de la quinta página de cualquier texto de Proust. Lo mismo me da si son los tomos completos de En busca del tiempo perdido o un artículo corto de los que publicaba en Le Figaro. No me importan los puteríos ni los entretelones de condes y princesas. Sí me pueden interesar escritos por otro, no por Proust. Lo mismo me pasa con el Ulises de Joyce. Lo comencé a leer por lo menos cuatro veces, en todas no paso de los primero capítulos. Encuentro pequeñas joyas de estilo metidas en el texto, pero el todo es permeable a mi interés y mi voluntad.

Pero qué tiene que ver todo esto con el tema de la extensión de un libro y su relación con el interés que puede despertar en el lector. Precisamente, que libros destinados a atrapar el interés, normalmente novelas cortas y de letra grande, pueden no cumplir su objetivo. Mientras que obras extensas, tortuosas, sesudas o interrumpidas constantemente de reflexiones y otras arbitrariedades más o menos inconexas que conspiran contra su continuidad; pueden, según que público, ser un auténtico anzuelo lanzado al medio del corazón del lector.

Mencionamos aquí arriba el detalle del tamaño de la letra. A riesgo de caer en una mera reseña de diseño gráfico, tema que frecuento (por no decir domino porque sería jactancioso), podemos echar un vistazo rápido al diseño de página. Amén del interés intrínseco que un texto pueda despertar, el tema de cómo está dispuesto en términos de imagen nos dice mucho de él.

Todo lo que sigue son apreciaciones de índole y gusto personales. Cuando tomo un libro, por lo general una novela, y descubro que mete siete palabras por línea y veinticinco líneas por página, sospecho. Y no me llamen obsesivo por contar palabras, ya que he llevado mi manía a tal grado que me vasta una simple mirada para saber si estoy ante uno de estos libros. Eso significa ni más ni menos que tenemos en nuestras manos una obra corta, quizás demasiado corta, que ha sido estirada por la editorial mediante este recurso de edición para que el lector pague por ella sin sentirse estafado por tener en la mano un librito miserable. Esta "política editorial" me parece traidora a la buena fe del lector y digna de que el comprador descarte la compra.

Un LIBRO, con mayúsculas, le debe al lector un formato, mínimo de media A4 (en términos cristianos A6 o 105 x 148 cm.), diez palabras por línea y treinta y cinco líneas por página. Eso es el formato mínimo que le podemos exigir a un libro para que sea cómodo de leer. Con trescientas páginas o más de esto tenemos un libro para unos días, con cuatrocientas o quinientas un novelón de largo aliento.

Más allá de esto la cosa se pone incómoda. Libros de historia o que exigen por su volumen de información un mayor espacio que esto que apunto, conspiran contra el interés a través de poner incómodo al lector con la disposición del texto. Letras muy apretadas en el interlineado, o diminutas (¿qué sentido tiene poner referencias y comentarios a pie de página si no se pueden leer?) líneas de más de doce palabras y páginas con más de cuarenta y hasta cincuenta líneas van en contra de una lectura "natural".

Cuando uno lee le está robando el tiempo a otra cosas, o ganándoselo, según se mire. Es por esto que uno espera que el tiempo que le toma la lectura, sea por placer, sea por buscar información o por estudio, le reporte un número x de páginas que uno se sabe lee al cabo de x tiempo. Más o menos uno sabe cual es su marca. En vacaciones y con tiempo libre, cien páginas o más puede ser tranquilamente la marca de un lector frecuente. A veces, si la obsesión nos lleva a robarle tiempo al sueño, un libro puede ser tramitado en un solo día. Por lo general no contamos con tanto tiempo para dedicarle a nuestra (¿pasión?), pongámosle afición para hacerlo menos preocupante; por lo que unas cincuenta páginas pueden ser un buen número en un día promedio, incluidas esperas en colas de bancos y alguna ida al baño con lectura.

Cuando el diseño de página del libro hace que ese promedio natural para nosotros, que sólo nosotros conocemos, mengüe; es decir, cuando en lugar de cincuenta páginas leemos con el mismo esfuerzo unas veinte, nuestro interés se ve mancillado porque comprenderemos que en lugar de un libro de quinientas páginas, estamos leyendo uno que sería de mil con diseño estándar. Eso, aunque sea un dato que parece tonto, también influye en el nivel de comodidad, y por tanto de atención e interés que pueda poner uno en el texto.

Recuerdo haber leído una edición de Historia del Siglo XX de Erich Hobbsbaum, con la permanente sensación de que el libro era un resumen de una obra más basta, profunda e interesante. Además del estilo de escritura que sugería este fenómeno, un texto cuyo cuerpo rozaba los límites de lo decoroso, por lo insignificante, hacia trabajoso leer este volumen ya de por si extenso. Si leer causa la impresión de estar llevando a acabo un esfuerzo: de atención o de concentración visual; entonces hay algo en el acto de la lectura que está fallando. O el libro que estamos leyendo: su tema, su autor, su escenario, su estilo (tantas cosas!); o el contexto donde lo estamos haciendo: lugares ruidosos, incómodos, con luz deficiente, apremiados por otras cosas; o sencillamente el diseño del libro: texto muy pequeño, tipografía difícil de leer, formato incómodo (apaisado, cuadrado, demasiado grande).

Todos estos detalles pueden también influir en que un libro sea largo o corto sin depender de su realidad concreta. Esto cambia de una cultura a otra. El alemán promedio a principios del siglo XX leía con mayor comodidad la letra gótica que la románica. Luego occidente leyó con más naturalidad las románicas porque eran (y son) las utilizadas en los diarios y por tanto las más familiares. Pero en Internet las románicas no son las más utilizadas sino las tipografías san serif tipo helvéticas (visualmente más simples, para decirlo de algún modo), por lo que probablemente hacia allá vaya el futuro de la letra impresa. Pronto también Internet hará que sea más natural un salto de línea para separar los párrafos que la clásica sangría impresa. La lectura evoluciona con los tiempos y los medios.

Muchos temen la extinción de lo medios impresos, asesinados a manos de las ladinas armas binarias de los digitales. Entonces ya los libros no serán largos, cortos o en tomos. No importará el tamaño de la letra porque podrá regularse a gusto del usuario. Quizás hasta puedan adquirirse diversas versiones de un mismo texto (más resumido, menos resumido). No sería nuevo, con esto mismo hizo fama la revista Selecciones. Como sea cuando eso ocurra este texto, como los apolillados libros a los que se atarea en describir, podrá echarse al olvido. Aunque quizás no convenga esperar y olvidarlo ya mismo sea lo más recomendable.

miércoles, 7 de agosto de 2013

TRISTES TROPICOS

Claude Levi Strauss
Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Barcelona, 1988.


Tiro al blanco

Descargado de la Web en pdf, medio leído en la compu medio impreso (me quema la cabeza leer en la PC).

El autor

Archiconocido antropólogo del que no leía nada desde los textos de la facultad. Nacido en 1908 y muerto en 2009 (sí leyó bien, 101 años). Fue uno de los referentes de la etnografía del siglo XX, e impulsor del estructuralismo en antropología. Sus trabajos, como éste que reseño, y sobre todo "El pensamiento salvaje" dieron el golpe de gracia al mito de que los pueblos primitivos son una suerte de "infancia de la civilización", gran falacia sobre la que se edificó buena parte de los diversos imperialismos con que occidente dominó al tercer mundo.

El libro

Tristes trópicos reseña los viajes realizados por Levi Strauss en  Brasil entre los años 1935 y 1941. El libro no es un tratado de antropología sino una mezcla de relato de viajes, bitácora y diario personal; pero también de pensamientos dispersos y de teorías, algunas muy originales y polémicas.

Levi Strauss compone un texto alejado de la ciencia dura. Tristes Trópicos es ante todo un libro en el que el autor no quiso dejar nada afuera, y es por tanto una obra por momentos sorprendente. Y decimos sorprendente para lo que uno puede esperar de un texto académico, que no lo es; pero del que, por prejuicio quizás, el lector espera otra cosa.  
 
Y se encuentra con Tristes Trópicos. El libro inicia como un típico libro de viajes, la consabida descripción de los preparativos y travesías en paquebote, más los móviles que como etnógrafo lo llevaban a Levis Strauss a internarse en las selvas del Mato Grosso brasilero, para intentar encontrar alguna tribu que no estuviese contaminada (o contaminada lo menos posible) por la civilización. El inicio de la expedición tiene además como condimento el ambiente europeo de preguerra, con una invasión a Francia de la que el autor se enterará en medio de la selva.

Pero el hecho que apuntamos: en Tristes Trópicos el autor no quiso dejar nada afuera (lo que lo hace original, pero a veces también inesperado y hasta de despareja calidad) se ejemplifica muy bien en la enumeración de ciertos pasajes que incluyen:

a) La descripción de una puesta de sol en el mar. Cinco páginas de vuelo poético a toda vela que el autor o el editor tuvieron a bien imprimir en letra cursiva; como si así hicieran ese pasaje más personal o "de puño y letra". Cosa rara considerando que el libro está escrito en primera persona y no esquiva apreciaciones ni consideraciones íntimas.

b) Una extraña teoría que afirma que la escritura no ayuda a la emancipación de los pueblos sino a su esclavitud. A la luz de consideraciones históricas un poco traídas de los pelos Levi Strauss plantea esta aventurada hipótesis, en contra de todo lo que puede considerase ortodoxo: pensar que la cultura (y la escritura es una parte fundamental que la compone) sirve para ayudar a la emancipación, el crecimiento democrático, la difusión de conceptos tales como dignidad, igualdad, derechos, etc.; de los pueblos que acceden a ella.

c) La inclusión del argumento para una obra de teatro que al autor se le ocurrió en un período de hastío selvático, cuando tuvo que esperar durante una semana que su equipo de porteadores llegaran de no se qué lejana meseta brasilera. Que el bueno de Claude tuviese inquietudes en dramaturgia, no lo habilita a que propine al lector con seis páginas de la transcripción del argumento lleno de citas eruditas sobre la vida del emperador Augusto.

d) Un largo epílogo donde Levi Strauss manifiesta todos sus conflictos existenciales por la profesión que eligió. Yo supongo que el autor los transcribe porque entiende que son los mismos que se les plantearán a todos los etnógrafos, y quiere de algún modo llevar algo de consuelo con el viejo ardid de la empatía. Sin embargo se va a la banquina cuando afirma (más o menos) que la etnografía occidental es una herramienta llamada a mostrar a la humanidad el modo de salir del destino fatal que se estaba trazando. Vale decir que el libro fue publicado en los años ´50s, plena época de posguerra mundial y Guerra Fría en auge; un período en que se podía ser pesimista sin demasiado esfuerzo, lo que quizás justifique (un poco) este final a toda orquesta.

Quien esté leyendo este comentario podrá pensar que Tristes Trópicos es un bodrio, porque hasta aquí las que se han dicho son apreciaciones más o menos negativas. Sin embargo, por lo desmesurado quizás de la ambición de este autor, no hicimos sino describir las cosas que se salen del libro, lo que se advierte como sobrante o como anécdota, pero que, si vamos a ser justos, también hacen del libro lo que es: algo más que un mero tratado académico. Pero si vamos a lo medular, a lo realmente interesante, caemos precisamente en la parte académica del libro. Los estudios realizados por Levi Strauss en las diversas tribus con las que entabla contacto en el Brasil. Los caduveo, los bororo, los tarundé, los nambiquara, los tupí-kawaíb, desfilarán ante nuestros ojos a través de las excelentes descripciones, y más que nada apreciaciones y análisis del ojo entrenado de Levi Strauss.

Las soluciones a  los problemas que toda sociedad plantea, alejadas de las de occidente, sorprenden por su lógica y su originalidad. Por citar un ejemplo, en la sociedad nambiquará el jefe de la tribu puede practicar la poligamia. Por lo limitado del número de miembros de la tribu y la avidez del jefe por contar con varias compañeras, deja a los hombres más jóvenes sin pareja. Solución: a los jóvenes adolescentes se les deja practicar libremente la homosexualidad, por la cual no se los juzga o se los condena de ningún modo, tomando esa práctica como algo aceptable y natural. ¿Cuánto hace que occidente se ha vuelto tolerante hacia esa variante sexual? ¿Diez años?

En este sentido, la importancia de la obra de Levi Strauss y no sólo de este libro, es la de manifestar con ejemplos y un profundo trabajo de campo, su convicción de que los pueblos llamados salvajes no tienen un desarrollo cultural inferior al de occidente. Esta verdad, natural en nuestros tiempos, era un contrapelo soberbio a las teorías raciales de su época que, recordemos, fundamentaron la absurda, monstruosa, demencial (no sirven los adjetivos habría que inventar otros) matanza nazi, casi contemporánea a la publicación de Tristes Trópicos.

La hipótesis principal de Levi Strauss, el motor íntimo que lo lleva a su largo derrotero por el mundo desempeñando la etnografía, profesión ardua y descorazonadora, es pensar que todos los pueblos y las culturas del mundo se enfrentan a un mismo problema: desarrollar una serie de mecanismos por medio de los cuales su sociedad pueda vivir lo mejor posible. Cada grupo humano responderá a los mismos problemas con diferentes respuestas. Lo original, lo radical de la propuesta de Levi Strauss, es plantear que ninguna respuesta es mejor que otra. Que ninguna cultura, ninguna organización social, ningún país o nación es superior a otro. Para ello se aboca a la tarea de encontrar las constantes, las repeticiones, las coincidencias que vinculan a pueblos lejanos geográfica y temporalmente. Es en sí, y él mismo lo deja claro, un destino ecuménico el que Levi Strauss se plantea con esa teoría. La integración en lugar de la disgregación, la búsqueda de lo común que nos une con los otros (la otredad y el miedo a la otredad) en lugar de las diferencias (a veces sorprendentes, a veces chocantes) que nos dividen.

Conclusiones

Polimorfo, accesible desde diversos ángulos: el del libro de viajes, el del diario, el de la reflexión o el de la ciencia, Tristes Trópicos es como una sinfonía cuyos movimientos no tienen por fuerza que agradar todos con una misma intensidad. Como primer peldaño hacia el interés de una disciplina, la antropología, puede resultar estimulante al no ser tan árido como un texto puramente académico. Resulta por momentos un texto de esos que hacen de la lectura una compulsión, algo que nos reclama cuando la vida nos aleja del libro que estamos leyendo. En otros pasajes, el fluir del texto se estanca y el interés se aleja del lector. Buen ejemplo de ellos son esos momentos reseñados arriba: descripciones demasiado extensas del contexto, fragmentos que nada tiene que ver con la selva, teatro, dudas existenciales sobre la reinserción social del viajero vuelto al terruño, etc. Desparejo por momentos, penalizado un poco por su extensión: 468 páginas de texto menudo; pero atrapante en muchos pasajes extensos. Interesante per se y por ser obra basal de uno de los grandes pensadores del siglo XX.

lunes, 22 de julio de 2013

EL GRAN MEAULNES

Alain Fournier
Ediciones Dintel, Buenos Aires, 1960.
 
  

Tiro al blanco

Verdadero hallazgo en una mesa de saldos donde, entre cientos de libros, sólo encontré este digno de compra. Desconocía al autor, pero su biografía impresa en las solapas me resultó atractiva. Gran compra. De esas que el cazador literario se vanagloria en hacer, por diez pesitos una novela preciosa.

El autor

Esta brillante novelita, lectura de culto entre los años veinte y cuarenta del siglo XX entre los jóvenes franceses, es la única que escribió el joven Fournier. Periodista y escritor prometedor, tal como lo atestigua esta obra hoy en día un clásico de la literatura, Fournier se enroló como soldado en la Primera Guerra Mundial y murió en Verdún en una de las primeras escaramuzas de la conflagración, cuando todavía contaba con veintisiete años.

¿Qué podría haber seguido escribiendo el infortunado Fournier? ¿Cuántas obras suyas nos perdimos gracias al monstruo siempre horrible de la guerra? Quien sabe. Tal vez no escribiera más o simplemente publicara bodrios ilegibles, aunque después de leer este libro uno podría suponer que sí, hubiera sido un autor consagrado y admirado. Lamentablemente una de las típicas escenas repetidas luego de leer un buen libro, el pensamiento: "tengo que conseguir otro libro de este autor" no podrá llevarse a la práctica en este caso.

La obra

La historia que cuenta el protagonista, un joven de quince años apellidado Seurel, podría bien ser autobiográfica. Por datos de la biografía de Fournier sabemos que, efectivamente, el escenario de la primera parte del libro pertenece al de su infancia y su adolescencia. Basta leer las descripciones algo melancólicas, casi pintoresquistas, que Fournier hace de ese escenario: un colegio situado en medio de la campiña francesa cerca de un pueblo de labriegos y campesinos, en pleno contacto con la naturaleza; para darse cuenta que este contexto no puede ser una mera descripción, una cita, una pintura bucólica de un bello paisaje. Sino que es otra postal, la que tejen los recuerdos de un joven que ve con esa dulce angustia del niño que se convierte en adulto, como se disuelve el mundo que lo vio crecer.

El narrador es el hijo único del profesor del colegio, a medias internado, al que éste llama respetuosamente Sr. Seurel en lugar de papá. Su madre Millie es la única cuota de dulzura en este pesado ambiente de corrección y gravedad que impone su padre. La historia comienza a cobrar interés cuando hace su aparición un joven de diez y siete años, hijo de una anciana adinerada, que pronto se ganará la admiración de todos y el apodo del El Gran Meaulnes. Seurel entabla una profunda y duradera amistad con Meaulnes, un joven aventurero, rapado a la manera campesina, reservado y de un inconfundible aire romántico. En este sentido Meaulnes es en realidad un tardío héroe romántico, al modo de Werther. Toma la vida con pasión y sus promesas por ley, lo que lo llevará lejos de su propia felicidad.

Un hecho sobresale en la trama. Meaulnes decide tomar prestada una carreta para ir a la estación de tren de un pueblo cercano en busca de los abuelos de Seurel. La tarea no le ha sido encomendada a él, quien sin embargo engaña a todos y escapa. Extraño en la comarca, Meaulnes se duerme en el monótono trayecto y se extravía en la campiña. Llegada la noche pide ayuda en una granja, pero el caballo se escapa. En busca de él, aterido de frío y desesperado, Meaulnes da con una extraña mansión donde se lleva a acabo una más extraña fiesta de bodas.

Aquí está el nudo de la trama. En esta fiesta cuasi surrealista, donde los principales invitados son niños y campesinos de la comarca; el rico y excéntrico joven Frantz de Galais desposará una simple costurera de la que se ha enamorado. Meaulnes, que es descubierto descansando en una de las habitaciones del semi-abandonado castillo, es invitado por unos raros personajes a disfrazarse y participar de los festejos. Llevado por este ambiente onírico donde se suceden escenas a cada cual más estrambótica, y donde los niños son los que mandan, Meaulnes permanece durante tres días en esta fiesta, sin siquiera saber en dónde se encuentra.

En un paseo en barco, una de las distracciones organizadas por los anfitriones, Meaulnes conoce a Ivonne de Galais, hermana de Frantz, y se enamora de ella. Sin embargo la tragedia sobreviene. Al final del tercer día Frantz de Galais vuelve a la mansión solo, la novia ha desertado. Meaulnes lo ve, desde su habitación, redactar una nota de suicidio; luego se escapa. La fiesta se disuelve de un modo caótico, Meaulnes ni siquiera tiene conciencia cierta de como retorna al colegio, en medio de la noche en  un carruaje que conduce a dos niños dormidos.

El resto de la novela es el intento de Meaulnes por reconstruir el camino que lo llevó a la extraña mansión; para poder reencontrase con Invonne. Pero su memoria no es suficiente, el mapa que traza está lleno de lagunas que ni él ni Seurel logran llenar.

Una nueva presencia en el colegio, la de un titiritero que lleva la cabeza vendada, lo pondrá de nuevo sobre la pista que busca. Primero enemigo (logra birlarle el preciado mapa con la ayuda de compañeros que odian a Meaulnes); el titiritero será luego su amigo incondicional, que le ofrece información sobre la misteriosa mansión; y mejor aún, sobre el domicilio de Ivonne de Galais en París. Meaulnes promete al titiritero que siempre que éste lo solicite lo ayudará; sin saber que en su promesa se esconde su propia perdición. Antes de escapar junto a su compañero de aventuras (un truán y ladrón de gallinas) el titiritero revela a Meaulnes su verdadera identidad: no es otro que Frantz de Galais.

Después de esto la novela de desgrana en una trama cada vez más compleja, donde las casualidades recuerdan a veces a aquellas demasiado forzadas de las novelas de Dickens. El amor de Meaulnes por Ivonne, la amista incondicional de Seurel que trabaja para que ese amor se pueda concretar, y la promesa de Meaulnes a Frantz de Galais, configurarán un laberinto que traba el destino de los personajes y en el que la trama debe resolverse de un modo inesperado.

Conclusiones

Una novela corta y magnífica. Según algunos una obra para jóvenes y adolescentes. Poco importa. Bien escrita. La trama avanza todo el tiempo sin detenerse. Las naturales interrupciones que uno puede tener en su lectura, no hacen sino fogonear el deseo de reiniciarla para saber qué es lo que va a pasar continuación. Con cierto ambiente bucólico (recuerda un poco el libro Bosques y hombres) y personajes románticos, es de algún modo una obra un poco anacrónica si la encuadramos en su época (se publicó en la primera década del siglo XX) sin embargo este anacronismo, y esta especie de sensible melancolía que parece permanecer todo el tiempo entrelazada en la trama que, sin llegar al melodrama, bordea todo el tiempo las fronteras de la tragedia; no molesta por lo bien construida que está la novela. Esta cosa de peripecia trágica, como de objeto que vemos caer hacia su destrucción sin poder hacer nada, recuerda un poco a Victor Hugo, y considerando la tradición a la que Fournier por fuerza debía continuar, no es extraño. Quién sabe qué otras maravillas podría haber seguido publicando el Gran Fournier si los cañones no se hubieran encariñado con su carne.

viernes, 12 de julio de 2013

CUADROS DE VIAJE

Heinrich Heine
Biblioteca Universal Gredos, Madrid, 2003.

 

Tiro al blanco

Libro comprado en una feria, precio tentador (tampoco regalado) y de título atractivo; esto de los viajes literarios, ya se ha dicho, me puede. Aunque el libro es más que un mero volumen de viajes, porque los caminos son una excusa para dejar volar la imaginación del autor. Edición esmerada sin ser carísima, ojalá uno comprara más libros de esa calidad y ese precio.

El autor

Heine es un autor alemán nacido en Dusseldorf en 1797. Su generación es posterior a la del Romanticismo de Gohete,  que resuena todo el tiempo entre sus líneas. Heine expresa con admiración que cada generación descubrirá nuevas maravillas en la obra del maestro alemán; como si esta fuera una fuente inagotable.

Periodista, ensayista y polemista; colaborador de revistas y folletines de mucha fama entre sus contemporáneos, cuando se tiene que definir a sí mismo Heine se sindica como poeta. Pero también es un brillante prosista, con mucho de ensayo y, sobre todo, y eso lo desmarca del sino trágico del Romanticismo, con gran sentido del humor.

Estudió leyes en Göttingen, pequeña ciudad universitaria de la Baja Sajonia, donde conoció a la mayoría de los personajes que su humor se dedica a retratar. Si pudiésemos transferir el ambiente que Heine crea en sus escritos al ámbito de las artes plásticas, no estaría mal establecer una analogía entre sus obras y las pinturas de Hogart o los dibujos y las esculturas de Daumier.

El libro

Al menos cronológicamente es adecuado etiquetar a Heine como post-romántico. Estilísticamente encontramos elementos que son extraños al Romanticismo, como su afición permanente a darle a todos sus escritos un giro humorístico. Hasta en sus poemas muestra Heine esa veta de fina ironía. Sus Cuadros de viaje son menos descripciones de paisajes y culturas que excusas para que Heine divague en torno a los temas más variados. Como dice el mismo autor en un pasaje:

"No hay nada más aburrido en este mundo que la lectura de una descripción de un viaje a Italia…, a no ser que lo escriba uno mismo; y lo único que puede hacer el autor para que resulte más o menos soportable es hablar lo menos posible de Italia en sí. A pesar de que aplico este recurso sistemáticamente, no puedo prometerte querido lector, gran entretenimiento en los siguientes capítulos."

Lo que deja muy claro sus intenciones a la hora de describir un lugar. La mayoría de estos cuadros, no son más que un escenario, o a lo sumo un disparador para que la brillante mente de Heine parta en un viaje -el verdadero- hacia la reflexión de las cosas más dispares.

Heine es un cínico, pero también es un irreverente. En el tema religioso se ríe permanentemente de los católicos y los critica sin piedad. A los protestantes, religión a la que dice pertenecer aunque evidentemente no la practica, también los hace probar un poco de su humor amargo. Cuenta que una vez jugó a la lotería los números que veía anotados en las pizarras de un templo protestante (donde se apuntan los salmos bíblicos que se leerán ese día) y luego se sintió estafado por un Dios que no era capaz de sugerirle con justeza número ganadores en un simple sorteo.

Los textos de Heine se convierten por momentos en una interminable caravana de caricaturas de personajes de su época. Las más intencionadas, se dirigen específicamente a quienes Heine quiere satirizar. Y como toda buena sátira la de Heine tiene como condición sine qua non la de ser inteligente. Pero, y esto penaliza un poco la obra, la mayoría de los personajes que Heine se aplica en ridiculizar no han trascendido su época. Por lo que los editores y traductores se ven obligados todo el tiempo en proveernos de notas a pie de página, que expliquen un poco quienes son estos fulanos ignotos que el autor se entretiene en martirizar con su pluma. Con esto los textos de Heine pierden actualidad y universalidad; como si su mirada hubiese estado demasiado preocupada en lo contingente de su época, en las rencillas domésticas de los juristas y profesores de la pequeña Göttingen. Sin embargo, si estas descripciones se proyectan hasta generalizar ciertas tipologías y conductas humanas que se repiten en los tiempos, como en la descripción del Marquéz Italiano de Gumpelino con el que Heine se cruza en su recorrido por Italia, la cosa comienza a tener más jugo.

Cada viaje, cada cuadro, tendrá un carácter distinto. Lo que hace que la obra pierda linealidad y se interprete mejor como un mosaico que como una historia. Por citar un ejemplo, el cuaderno dedicado al Mar del Norte, es en realidad un pequeño volumen de poemas. Aquí podemos conocer al Heine poeta, quien, a pesar de no despojarse del todo de su ironía, conserva casi intactas sus fuentes de inspiración románticas. El sentimiento trágico, el espíritu que se pierde en la inmensidad de un paisaje que adivinamos sublime al modo de Kant, el autor extasiado frente a la intensa belleza del entorno.

Esto mismo se repite, pero con otro tono, en los diferentes cuadernos. Antes de entrar de lleno en su materia preferida: la caricatura de personajes, Heine tiene cuidado de dejar anotadas las particularidades de las geografía que transita, sus paisajes y caminos, su flora, las diferencias con su país natal. En Italia describe entusiasmado el hallazgo de naranjas y limones, prácticamente desconocidos en su tierra. El verano alemán, dirá con humor a una dama que conoce en Italia, no es más que un invierno verde. En otras ocasiones Heine, tan agudo a veces, no puede dejar pasar el caer en los estereotipos eurocentristas; la mujer italiana es más un compendio de clichés que un auténtico retrato realista.

Conclusiones

Libro de un escritor brillante pero que, al ser más una serie de pensamientos sobre los más variados temas, a veces, por su extensión (más de quinientas páginas) se hace un poco pesado. No tiene una historia que lo conduzca a alguna parte, ni siquiera un camino, o un itinerario (en términos geográficos). El libro se lee esperando siempre lo que vendrá después, lo cual necesariamente no tiene que ver con lo anterior. A una descripción extensa de una noche pasada en una taberna, sucede un volumen de poemas inspirados en el Mar del Norte, a continuación un viaje a Italia cuyos personajes: marqueses narigudos, primas donas de teatro venidas a menos, un ayuda de cámara que vende boletos de lotería a espaldas de su jefe, parecen recién salidos de una película de Fellini.

A veces, cuando Heine reincide en criticar y ridiculizar a personajes que hoy no han trascendido, el texto se vuelve denso. Más porque dedica una extensión que quizás él juzgó necesaria en su tiempo, pero que hoy día no hace más que entorpecer la lectura.

Escritor famoso en sus tiempos pero que por su estilo satírico no fue tomado demasiado en serio por sus contemporáneos, Heine es recuperado en el siglo XX como uno de los escritores relevantes de la letras alemanas. Como todos los grandes artistas que también fueron grandes humoristas: Mark Twain, Fats Waller, Honoré Daumier; Heine sufrió lo que muchos: que no se tomaran sus palabras demasiado en serio porque estaban dichas a través de una sonrisa.