jueves, 11 de septiembre de 2014

GENTE SIN TIEMPO

por Andrés G. Muglia


Uno no puede escapar a caer, de vez en cuando, en lugares comunes. Aunque se quiera ser todo el tiempo original, aunque reneguemos de las repeticiones y las copias, aunque vociferemos nuestra condición de libres pensadores.

En ese sentido, cuando pienso en la imagen de alguien que lee imagino a un tipo cuarentón, sentado en un sillón de orejas color verde, con una luz puntual enfocada en su libro (puede ser una lámpara de pie o un velador sobre una mesita). A su alrededor hay una biblioteca de esas de piso a techo, mucha madera barnizada y por ahí también algún whiscacho en la mesita y una pipa.

Cuando me viene esa imagen a la mente pienso que yo, que si puedo reivindicarme de algo, humildemente, puedo hacerlo de lector (lector diletante pero lector al fin), jamás he leído un libro en esas condiciones. Lo he hecho en la cama, en el baño, en la cola del banco, en el colectivo y en el tren, en una pizzería, de parado en una librería, sentado en el suelo, en un altillo lejano en Bahía Blanca; pero nunca de ese modo. Como sea, esa imagen que tengo metida en la cabeza, quién sabe a través de qué nefastos mecanismos, es la de un lector reposado, que paladea la literatura en un ámbito ideal para el disfrute, un burgués que sabe apreciar la cultura y que está leyendo seguramente algún artículo de la Enciclopedia Británica.

Charles Bukowsky decía (escribía) acerca del acto creativo:

"vas a crear trabajando
16 horas por día en una mina de carbón
o
vas a crear en una piecita con 3 chicos
mientras estas
desocupado,
vas a crear aunque te falte parte de tu mente y de
tu cuerpo,
vas a crear ciego
mutilado
loco,
vas a crear con un gato trepando por tu
espalda mientras
la ciudad entera tiembla en terremotos, bombardeos,
inundaciones y fuego".

Yo creo que tranquilamente podría tomarse este poema con aquellas mismas tijeras con que Tzara creaba los suyos recortando frases de revistas y libros (¡vamos si nosotros también lo hicimos por consejo de él!) (por supuesto no resultó igual); tomar esas mismas tijeras decía y sustituir la frase "vas a crear" por "vas a leer", y la cosa funcionaría igual de bien.

No hace falta que el contexto nos apoye para zambullirnos en la lectura. Por el contrario considero que los contextos más atroces (la silla dura al lado de una cama de hospital, la celda de una cárcel) son el mejor lugar para conectarse con algo impreso. Si uno quiere leer va a leer. Si no tiene tiempo lo va a buscar (se lo quitará al sueño, al amor, a la familia) si no tiene lugar lo va a buscar (escondido en el baño del laburo, con una linterna adentro del auto en el estacionamiento del supermercado). Leer es mucho más que mirar televisión o ir al cine, es un compromiso con uno mismo, con algo que sabemos superior a cualquier entretenimiento, a pesar de que también y paradójicamente es el mejor entretenimiento.

¿Entonces a qué viene esta profusión de sitios de Internet, revistas digitales, concursos y certámenes de "microrrelatos"? ¿Qué es un microrrelato? ¿Un cuento muy corto digamos? ¿Algo como esas maravillas de un párrafo o dos incluidas en Historia de Cronopios y de Famas? ¿La condensación de una genialidad concentrada hasta sus últimas consecuencias? ¿Una especie de haiku de la prosa? Y ya que vamos de preguntones. ¿Qué por Dios es un haiku? ¿Un poemita? ¿Un poemi? ¿Un poe? ¿Un p?

A veces me parece que esta proliferación del microrrelato está generada por esta vida ¿moderna? ¿posmoderna? ¿post-posmoderna? que nos hemos construido. Sí, todos la construimos, porque nadie vende algo sin uno que lo compre. Que el microrrelato no es más que la consecuencia de la vorágine del que no tiene tiempo de leer, y en lugar de un capítulo o dos de una novela, consume a los apurones un par de microrrelatos en el teléfono mientras viaja en subte.

Vamos a decirlo de una vez por todas: si no tiene tiempo de leer, hágaselo. Si no se lo puede hacer, entonces usted no quería leer.

Siempre ando medio perdido de la novedad pero no he visto ningún libro de microrrelatos vendiéndose en una librería. ¿El papel impreso atrasa tanto o es que este nuevo género que llena blogs y revistas virtuales no es más que el esfuerzo de quienes como "no tienen tiempo de leer" tampoco tienen "tiempo de escribir"?

Lo mismo para los cuentos y los concursos de cuentos. Busque usted un concurso que permita más de cinco páginas a doble espacio (lo que le da un cuento corto corto corto) y se llevará la palma de Cannes. Yo por mi parte tengo que echar mano a la misma tijera de Tzara para colar alguno de los míos en un certamen porque tengo la maldita costumbre de ser de tiro largo para escribir. Y algunos de treinta o más paginitas seguirán durmiendo en sus carpetas sin que les den siquiera oportunidad de, como Manet, jactarse de rechazados. ¿Los jurados no tendrán ganas de leer tanto?

En fin, ahora la literatura, además de fácil de leer (¿no se enteró? revise los consejos para escritores que pululan en la Web) tiene que ser breve. Por suerte a Kafka, Joyce, Faulkner, Mann, Marechal, Sábato y otras decenas de escritores de tiro largo o prosa compleja no se les ocurrió nacer en el siglo XXI, porque no hubiesen publicado ni jota.

lunes, 10 de marzo de 2014

CONCURSOS

por Andrés G. Muglia














Todo escritor o artista en ciernes pasa fatalmente por la experiencia de concursar en algún certamen. No hay otro modo, y si lo hay que me acerquen la sugerencia inmediatamente, de hacerse conocido, de exponer en alguna galería en el caso de pintor, de publicar en el caso de escritor. O sí, si hay otra forma, pagar la edición (y ver después cómo se distribuye ese libro) o pagar a las galerías para que te expongan. Si no, si uno no tiene un mango, ahí vamos con nuestras cándidas esperanzas en forma de obras, a que tipos que no conocemos más que por una biografía de Google (con suerte) levanten o bajen el pulgar ante nuestra palpitante creación (que es como un riñón o un pulmón o un hijo nuestro). No hay otra.

Uno piensa que esto es injusto. ¿Cómo va a competir una obra de arte con otra? Un libro no es un auto de carreras, ni un corredor de cien metros: más rápido que los demás, ganador. Así de fácil. ¿Bajo qué criterios se juzga si una obra es mejor que otra? ¿Estilo? ¿Tema? ¿Técnica? ¿Gusto del jurado? Desde el vamos todo esto es difuso. ¿Dónde está la regla que dice que el Ulises de Joyce es mejor o peor que Sobre Héroes y Tumbas? ¿A alguien se le ocurriría ponerse a comparar eso? ¿Por qué hacerlo entonces con otras obras? ¿Por menores? ¿Porque deben someterse al escrutinio de los sabios para poder entrar al parnaso de las letras impresas? Todo es muy extraño y demanda que quien ha escrito una novela (por poner un ejemplo), y les puedo asegurar que compararía el quebradero de cabeza que eso exige (estamos hablando a veces de varios años de trabajo) con el trabajo físico más intenso y sostenido, confíe blandamente y con candidez el fruto de tanto esfuerzo a una maquinaria que desconoce y de la que sospecha. Porque vamos, el mundo de hoy no esta fundado en la libertad, la igualdad y la fraternidad; sino en la desconfianza que nos hace pensar que en todo momento y bajo cualquier circunstancia estamos ante el riesgo de que nos caguen.

Para colmo, esta paranoia que no voy a ser tan zonzo de limitar al ámbito vernáculo con la siempre derechosa sentencia de "mucho más en este país", se confirma a veces con un dato de la realidad tan concreto y demoledor como el que incluyó a un afamado concurso, a la novela Plata quemada, a su autor Ricardo Piglia y a un valiente escritor llamado Gustavo Nielsen que denunció fraude, y al que pasado los años un lento proceso judicial le dio toda la razón.

Pero. Y entonces. ¿Para qué seguir gastando pólvora en chimangos? ¿Para no perder la ilusión? Hay un hecho, particular y personal, que convalida que siga participando en concursos. Alguna vez, lo digo casi con vergüenza, gané alguna mención y hasta un premio. Eludo la jactancia para narrarlo brevemente, y como para echar un poco más de luz a este tema espinoso.

Cuando era pintor, o quería ser pintor, mandaba, dentro de mis posibilidades (flete carísimo) cuadros a concursos. Una vez obtuve una mención por un cuadro mediocre con un título pomposo, se llamaba "De la serie Música para Mirar, La luna que se quema adentro tuyo" Tomá mate. Siempre tuve la sospecha de que la mención del jurado la obtuve por el título y no por el cuadro, que la verdad no era gran cosa. Aunque siguiendo esa lógica titulística el díptico que una vez envié a un certamen provincial de grabado, titulado "Intercambio de miradas entre Rosamel Araya y una mosca" tendría que haber ganado el premio nacional; pero apenas lo colgaron en un recodo alejado de la muestra, cerca de la puerta del baño.

Pero una vez, si señores, una vez, obtuve un premio y me dieron PLATA. Exacto. PLATA. Creí que por fin había llegado. Sin embargo el premio tuvo un sabor agridulce. Primero, porque el cuadro realmente me gustaba, y lo peor, estaba colgado en el living de casa y le gustaba a mi mujer; digamos que era de ella. Lo mandé al concurso porque ya lo tenía enmarcado y total no iba a ganar. Pero ganó. Contradicción: tuve la mala suerte de que ganara. Un premio municipal y era adquisición, chau cuadro. Cuando se lo dije a mi mujer creo que no me lo reprochó, pero si lo hubiera hecho hubiese estado en todo su derecho. Había vendido su cuadro. Para colmo la desventura no terminó ahí. El día de la premiación, entré con mi familia vestidito, perfumadito y feliz con la intención de ver mi obra colgada en el lugar destacado de los premios y en vez de gritar el gol, me puse a mirar el resto de las obras expuestas. Mala idea. La verdad había varias mejores que mi cuadro. No se puede ser objetivo en eso, pero había uno bellísimo, de la fábrica de vidrio Rigolleau en un atardecer; una cosa media fauve que explotaba de color. Todavía me lo acuerdo y eso que fue hace muchos años. Me sentí como el orto. Realmente mal. Para colmo a los pocos días me llamaron de la Secretaría de Cultura. Pensé: "¡ahora me van a ofrecer laburo!". No. En realidad lo que querían era que les devolviera la guita del premio porque nosequién había objetado nosequé de mi obra que al parecer no respondía a lo que el reglamento pedía. Me asesoré legalmente (gratis por supuesto, jodí a mi prima abogada - ¡Gracias Bea!) y los mandé más o menos al carajo en una tirante entrevista en el despacho del SEÑOR SECRETARIO. Todo, en fin, amargo amargo.

Me parece que después de eso no mandé otros cuadros a concursos. Y ahora en el living tengo colgado una pintura de un puerto con barcos que es una verdadera bazofia, pero entraba justo en el marco que tenía, va en realidad no, tuve que amputarle un remolcador que sobraba.

Pero mis triunfos en el mundo de los concursos no terminan ahí. Después me hice escritor (va todavía estoy tratando de ser). Y gané, si señores, gané un par de menciones en concursos de poesía. Enumero los extraordinarios premios: mención en un concurso de "poetas docentes" (así como lo leen, no se rían) en una biblioteca del interior de la provincia; me mandaron por correo un conmovedor diploma de esos de escuela, donde asentaban que me habían premiado con la laboriosa caligrafía de alguna bibliotecaria de anteojos gruesos. El otro que recuerdo me lleva al salón de los bomberos voluntarios de no se que municipalidad, donde me veo de traje, leyendo un poema delante de una multitud de viejas peinadas con spray. Después leyó su cuento el primer premio de narrativa, un tipo medio vestido de gaucho con mocasines de carpincho parecido al de la publicidad de vino Toro, cuya obra narraba un viaje en carreta en una campera descripción de, supongo al menos, una época donde Roca ya había exterminado a todos los pueblos originarios, para que otros hacendados como los que el señor escritor quería imitar (¿o realmente lo era?) pudieran plantar su trigo y su progreso. Paso de largo una velada en un bar o teatro del barrio de San Telmo, lugar superpoblado de escritores, escritoras, escritorsotes, escritorcitos y escritorcitas, que intentaban explicitar que eran grandes artistas con actitudes de grandes artistas, y charlaban y se conocían y yo era al cien por cien sapo de otro universo, no ya de otro pozo. Bizarro, bizarro.

Pero por fin llego a mi otro y gran resonante triunfo en el mundo de los concursos, sólo comparable a aquel en el que le vendí su cuadro preferido a mi señora. Finalista en un certamen de poesía, pero no de un poema, sino de un volumen entero de poemas. No se cuánto había estado seleccionando, descartando, criticando mi propia obra para formar ese volumen. ¡Y era finalista! El primer premio era la edición. Pero yo ¡era finalista!

Me llamaron de la editorial para tener una entrevista, no quisieron adelantarme nada por teléfono. ¿Realmente para qué iban a llamarme sino era para editarme? Me tomé el tren y me fui a la capital. No me puse el traje. Me pareció excesivo. Además el traje no da poeta. Da más bien oficinista. Y el mío, azul, daba más bien chancho de colectivo. En fin llegué a la editorial. En un departamento de no me acuerdo qué avenida. Me hicieron esperar un rato y después me hicieron pasar a una oficina. Me recibió una piba que atendía muchos teléfonos. No era fea. Tenía cara de escritorcita. De escritorcita medio pirada, de esas con corte de pelo asimétrico. Me dijo que mi obra más o menos por un pelo no había ganado el concurso. Cuando me dijo eso, realmente sentí que Neruda, Apollinaire, Rimbaud, Alberti y Darío eran una manga de giles. Yo, Andrés, el poeta finalista. Me dijo que mis poemas eran "lindos", que los había leído con mucho interés. Lo dijo con esa palabra, "lindos". Me pareció una palabra extraordinariamente pelotuda. ¿Cómo vas a decir que un poema es lindo? Un poema es terrible, sublime, sutil, lírico, apasionado; pero nunca es "lindo". La conversación fue derivando, predeciblemente, hacia una propuesta de edición. Ya está, EL POETA que editaría su primer obra, JA!. Después ciertos sustantivos abstractos comenzaron a poblar el discurso de la escritorcita, eran más o menos: dinero, edición, oferta, esfuerzo, aporte, hasta desembocar en una casi ganga en la que yo ponía de mi flaco bolsillo de poeta la mitad del dinero para la edición.

Hay veces en la vida en que uno tendría que ser capaz de levantarse de golpe. Pegar un portazo. Putear y golpear cosas. Mear escritorios. Pero esas veces me he visto incapaz de mover un músculo, por un sentimiento que me provoca una especie de parálisis psicológica, y es la estupefacción. El asombro me anestesia. Y ete aquí que el poeta, el genial poeta, el finalista poeta, el poeta casi editado; venía en tren desde allende la pampas para que le pidieran guita. Agradecí la propuesta, indagué por pura curiosidad (o por agrandar la herida en mi ego de poeta de poemas "lindos"), detalles de cómo serían mis aportes pecuniarios. ¿Podría hacerse en cuotas? ¿Pagaría por poema o por página? Creo recordar que aunque estaba lejos me fui caminando hasta Constitución saboreando mi triunfo. Colgando de la fascinante y luminosa noche porteña pude intuir a Neruda, a Apollinaire, a Rimbaud, a Alberti y a Darío, cagándose bien de risa de mí. 

domingo, 5 de enero de 2014

INGLATERRA

Leopoldo Brizuela
por Andrés G. Muglia

Tiro al blanco
Hacía rato que quería leer algo de Brizuela, pero como ya se sabe soy alérgico a los libros nuevos, yo y mi bolsillo. Cuando encontré Inglaterra, premio Clarín de novela 1999 en una mesa de usados, fui por ella sin dudarlo.
El autor
Tuve referencias de Leopoldo Brizuela por primera vez allá por el año 1998, cuando estudiaba para mi profesorado en la Facultad de Humanidades de la UNLP y me relacioné con un grupo de estudiantes de letras. 
Finalmente y hace poco, un amigo me contó que estaba leyendo algo de Brizuela y que le hacía acordar mucho a lo que yo escribía. Además de halagarme, digo que comparen lo que uno hace con lo que hace un escritor consagrado no es algo menor, la cosa me intrigó; por lo que ni bien pude compré algo de este autor para ver a dónde podía ser que mi amigo estableciera una correspondencia, una comparación o un parecido; sospechando también que podía mear afuera del tarro.
La obra
Leer Inglaterra lleva el contenido implícito, para todo aquel que alguna vez haya llevado las tres copias anilladas de su palpitante esperanza en forma de novela a un concurso literario, de leer un libro que efectivamente ganó uno de esos concursos. Aunque es estúpido querer desentrañar una formula triunfadora alojada entre las líneas de Inglaterra, no deja de moverse debajo del texto este fantasma que aqueja a cualquier participante de certámenes literarios: ¿qué tiene que tener una novela para ganar un concurso? En fin, que uno pronto se olvida de eso; porque si hay algo que Inglaterra no tiene es una estructura fácil de desentrañar.
No puedo, como acostumbro en este mismo blog, hacer una reseña sucinta de la trama del libro porque no existe en rigor un devenir lineal y clásico, del estilo establecido y un poco sonso (bueno es confesarlo señores académicos) de introducción, nudo y desenlace. Inglaterra es un libro fragmentario, donde las diferentes historias, que transcurren a lo largo de cuatrocientos años, se relacionan entre sí a través de ciertas claves que las articulan y las implican. Estas historias, contadas por boca del autor-narrador, que como en el teatro o en la novela antigua usa giros del estilo de "como el querido lector supondrá" etc, o de los propios personajes que se convierten en narradores, tienen como eje el destino de la compañía de teatro de William Shakespeare y cómo ésta después de una época de esplendor donde actuó bajo la batuta del gran dramaturgo para la corte de Inglaterra, se ve expulsada  - por la propia dinámica histórica que convertiría a su público aldeano y campesino en los obreros de las ciudades industriales, que ya no comprendían el lenguaje de Shakespeare - a buscar nuevos horizonte subidos a tres buques de la armada invencible.
Hay toda una cadena de simbolismos en esta fábula. El primero, que los buques sean tres, como aquellos de Colón. El segundo, que en época donde se perfilaba Inglaterra tal como se la conoció hasta la Segunda Guerra Mundial, es decir el mayor estado imperialista de occidente, la conquista a la que se dirige la Compañía de la Rosa no es otra que la del mundo para el lenguaje de Shakespeare y, transitivamente, para la comprensión. La conquista que pretende la compañía es pues, contrariamente a la del imperio, liberadora. Pero el éxito no coronaría los esfuerzos de generaciones de actores shakesperianos que heredarían de su ascendencia los personajes de Shakespeare como quien hereda una característica transmitida por el ADN. La compañía, cuya perenne esperanza se cifra en ser llamada de nuevo para actuar para la corte inglesa, se ve todo el tiempo obligada a una subsistencia cada vez más austera y humillante, hasta reducir su flota a un solo buque: el Almighty Word (sugerentemente: Palabra Todopoderosa). Esta misma miseria los deja finalmente en manos del Conde Axel, hijo de un antiguo mecenas que lo envía a sumarse a la tripulación de actores a modo de encubierto destierro. El Conde, un loco, un iluminado, ambas cosas; se ve sometido al amor de un brujo de origen ruso (que recuerda mucho a Rasputín) por cuya influencia nefasta la compañía se fusiona con un circo italiano y se convierte en el circo Great Will, lo que hará del universo del relato algo decididamente bizarro.
Finalmente el Conde, que arrastra a la compañía a una condición cada vez más desesperada, se reivindica al casarse ya cercano a su muerte, con una muchacha hija de un predicador que será llamada a salvar a la compañía. Esta joven virginal convertida en Condesa, no es otra que la Miranda de La tempestad, la encarnación de la inocencia en este universo que naufraga y que le exige que lo salve (toda la compañía) aunque ella, pese a las lecciones del Conde, no sepa bien cómo; y su única preocupación sea averiguar, igual que Miranda, cuál es el nombre de su destino.
El pasaje más interesante del libro es a su vez el más hermético y el que exige, si se quiere, cierta información previa del lector para poder disfrutarlo en su real dimensión. Pues la operación de Brizuela consiste en reproducir en clave de recreación pero también de interpretación, de análisis y de homenaje, el argumento completo de La tempestad. De este modo la obra de Shakespeare, que hará muy bien el lector en leerla sincrónicamente al texto de Brizuela (así lo hice yo, tampoco es tan larga) establece un diálogo con este pasaje de Inglaterra, donde los personajes son evocados por Brizuela, pero su accionar o su conducta responden no ya a la lógica intrínseca del texto de Shakespeare,  sino a la del de Brizuela, que se revela de este modo dominando la trama de La Tempestad; inmiscuyéndose, abundándola en interpretaciones y simbolismos. Pero a su vez esto somete a toda la novela de Brizuela, como un planeta que obligara a todos los demás a girar a su alrededor, a que los fragmentos que concatena y que forman su historia se expliquen precisamente como deudores de la "mitología" shakesperiana, y más precisamente, del mundo de símbolos y personajes que propone La Tempestad.
Por ejemplo, en el texto crudo de Shakespeare el monólogo final de Próspero destinado a despedirse del auditorio que lo "liberará" con su aplauso, se convierte en manos de Brizuela en un diálogo destinado a Calibán, personaje secundario de Shakespeare (un salvaje, un monstruo, o ambas cosas que en la imaginería imperialista británica de la época evidentemente son una misma) que de derrotado Brizuela transmuta en triunfador, al menos en un sentido. En el regreso de Calibán a Inglaterra que Brizuela imagina en su novela (una suerte de epílogo de La tempestad); Calibán se transforma en una metáfora de los pueblos oprimidos por el imperialismo británico que se niegan, a través de su gesto de cortarse la lengua, a darle al conquistador lo más preciado: su "lengua", o lo que es lo mismo, su cultura. Como aquellos aztecas que escapando de las huestes españolas sepultaban los tesoros de su pueblo para que el conquistador no pudiera usurparlos (su calendario de piedra = su interpretación del tiempo = su cosmogonía), Calibán se inmola, y junto con él sus secretos y los de su tierra; aquella que en el texto de Brizuela es la de los Onas. Como su madre, la bruja Sycorax, Calibán enmudece.
La Condesa, que descubrirá encarnando al personaje de Calibán (anagrama de caníbal), el salvaje, su lugar en la compañía tatral; será quien decida en el Canal de Panamá y luego de una exitosa gira de la compañía por América, donde recibirán la invitación esperada durante siglos de retornar a la corte inglesa, intercambiar el Almighty Word por un acorazado y dirigirse hacia la Patagonia en busca del destino del Great Will y del suyo propio, en esta que no es otra que la isla de La Tempestad (transmutada por la magia de Brizuela en otra ubicada al sur de Tierra del Fuego) y en la que la Condesa (Miranda) buscará encontrar por fin el nombre de su destino.
Lo que hace Brizuela es convertir a Calibán; un símbolo que prefigura la dominación imperialista,  tal como el Viernes de Crusoe o más acá en el tiempo el Umslopogaas de Quatermain; el amigo-esclavo que pone en acto lo que había advertido Hegel; en un arma antimperialista. Calibán se convertirá a través de la representación de la condesa, en una herramienta de liberación de los pueblos indígenas sometidos. Hay que hacer sí, un esfuerzo de imaginación para pensar cómo los americanos podrían comprender el teatro shakesperiano en otro idioma diferente al suyo, pero Brizuela deja esto librado a la elocuente gestualidad de la condesa.
Conclusiones
Inglaterra es un fábula, como lo confiesa y nos orienta desde su subtítulo su autor, y como tal forma parte de un género al que no soy demasiado afecto. Cuando leí Arcaos o el jardín resplandeciente de Christiane de Rochefort, un delirio en toda regla que abordé poco después de El reposo del guerrero, famoso libro naturalista y con guiños existencialistas (hay peli); no me pude enganchar con el universo que proponía la fábula de Rochefort; y la lectura me resultó muy cuesta arriba. Inglaterra tiene a favor que su universo, a pesar de fabulesco, resulta, sino verosímil, sí atrayente. Uno se pregunta qué ocurrirá con estos personajes, de Brizuela o de Shakespeare, o de ambos; porque si Brizuela hace un esfuerzo que es recompensado con nuestra expectación (de espectador, como el teatral) es por empujar de nuevo a los personajes shakespeareanos hacia renovadas aventuras, por llenar un poco (o sacudir) ese silencio en el que Shakespeare se sumergió hacia el final de su vida. Todo esto condimentado por símbolos de la propia patria (la Patagonia) y del propio universo (el acorazado del Great Will es sin duda el barco en el que el padre de Brizuela trabajaba para YPF) del escritor.
Queda por dilucidar qué era lo que vinculaba en la imaginación de mi amigo lo que escribe Brizuela con mis ensayos literarios. De movida vamos mal con la comparación, porque Brizuela escribe muy bien, a veces demasiado. Cada frase y párrafo del autor platense está repujada con el oficio perdido de un orfebre, un oficio complejo y si se quiere artificioso; pero no del artificio que decora, sino de aquel que agrega valor a una obra. Sí encuentro una coincidencia, sino estilística, porque poco puede hacer uno a la par de un estilista con todas las letras; si de, digamos, ideología literaria. Brizuela, y en eso me ha resultado placentera la lectura, va a contrapelo de esta nueva (o vieja) escuela literaria de menos es más. Que piensa que la escritura simple, despojada, directa y (lo uso de modo peyorativo) periodística, es una buena - la mejor posible - escritura. El estilo de Brizuela es complejo, de fraseo largo, de utilización imaginativa de todo un repertorio de recursos de escritura: abunda en los dos puntos, las cursivas; en vocablos fuera de uso que agregan un toque veraz a este texto que transcurre en épocas diversas; en largas divagaciones que se vinculan a veces con lo poético. La lectura del texto se vuelve entonces rica, no fácil; pero quien dijo que leer es fácil. Ni Cohello ni Allende tienen razón; allá ellos con su literatura simple para facilitarle las cosas al lector. 
Lo que queda de Inglaterra es un amor evidente del autor por esa tierra (de difícil confesión en esta), o de parte de su historia, la del oro shakespereano que lucha en su novela por sobreponerse, por rescatar esa riqueza (no material) de la de esta otra Inglaterra; la más conocida,  la rigurosamente materialista y antipática, la de la época de la Revolución Industrial y el imperialismo. Un amor que se infiere de sus estudios en Cambridge y de su condición de traductor, y que le da un conocimiento que se evidencia lo suficientemente profundo como para jugar en esta fábula con símbolos de esta otra cultura; transfigurarlos, ponerlos en diálogo con los de su propia cultura americana. Queda también el goce evidente de quien escribe deleitándose en los recursos de su idioma y que demuestra que escribir bien a veces no tiene nada que ver con escribir simple.