miércoles, 12 de mayo de 2021

‘El beso de la mujer araña’, de Manuel Puig

por Andrés G. Muglia 

El beso de la mujer araña | Wall Street International Magazine

Publicado en revista CULTURAMAS, España.
Link: https://www.culturamas.es/2021/01/23/el-beso-de-la-mujer-arana-de-manuel-puig/

Decir que El beso de la mujer araña es una novela es poco decir. Y no porque el libro exceda por su calidad, que la tiene, el género, sino porque es varias cosas aparte de una novela. A veces esas cosas se combinan bien y confluyen a enriquecer la obra, y otras veces no tanto. El contexto histórico es el de la Argentina en los años ‘70s, durante la dictadura. En principio la acción se desenvuelve en un mismo lugar y con los mismos protagonistas. Una celda y dos reclusos. Este contexto tan estrecho es a propósito para que los dos personajes, que no tienen ni el alivio de una ventana ni el contrapunto de un tercero (todas la referencias a otros personajes las sabemos por su boca) convierten a El beso de la mujer araña en una suerte de obra de teatro, dónde lo que ocurre depende principalmente del diálogo. Y ese diálogo está estructurado de un modo teatral, sin la fatigosas aclaraciones del estilo de “le dijo” o “exclamó”, etc. Quizá por eso la obra fue tan bien adaptada al cine y a las tablas.

Los dos personajes: Molina, un homosexual maduro condenado por corrupción de menores; y Valentín, un joven preso político, entablan una relación que se va estrechando a medida que avanza la obra. ¿Y cómo avanza la obra? Eso es lo original de El beso de la mujer araña, porque la trama evoluciona en varias direcciones y registros. El primero, los mencionados diálogos que hacen pensar en una obra teatral. Lo segundo, incluido en esos diálogos, las películas que Molina le cuenta con todo detalle a Valentín, con la solicitud de una madre que narra un cuento a un niño para que se duerma. Y existe un tercer registro, que desorienta un poco, una suerte de ensayo formado por numerosas y extensas notas a pie de página, dónde Puig analiza desde un punto de vista ¿científico? a la homosexualidad, haciendo profusas referencias a médicos y psicólogos que han escrito sobre el tema.

Y todavía existe un cuarto registro en que Puig desdobla una vez más lo escrito en una serie de textos que se entremezclan con los demás y que registran el fluir de la conciencia, al modo de Joyce, de alguno de los dos personajes.

Esta mixtura de registros y estilos diferentes y no necesariamente implicados entre sí, hacen de la obra un experimento que como tal a veces da buenos resultados y otras no. El ensayo acerca de la homosexualidad, que por la época que Puig escribe El beso de la mujer araña quizá fuera de provecho para ayudar en una lucha que el propio Puig como militante gay llevaba adelante, no se relaciona con el rico contenido dramático de la trama, no agrega ni quita nada. Otra de las preocupaciones o gustos de Puig, que había estudiado cine y trabajado en Europa como asistente de dirección y luego como guionista, es la inclusión de la descripción pormenorizada de películas que hace Molina. En este sentido las narraciones de Molina basadas en otros tantos films son una interpretación nueva, ya no de la realidad, sino de la ficción cinematográfica. Una especie de ficción sobre la ficción, o una fantasía filtrada por la fantasía de Molina, que destaca de cada película lo que a él lo conmueve, que por otro lado puede que no sea lo que le conmueve a Valentín, el único espectador de su interpretación.

¿Estaría pensando Puig en fundar otro género literario basado en la reinterpretación escrita de una película? Quién lo sabe. Lo que sí es seguro es que estos abundantes y extensos pasajes son en El beso de la mujer araña de un importancia fundamental. Porque es a través de las películas y sus “cuentos” dónde Molina comienza a revelarse y a interesar cada vez más a Valentín en él y en su mundo privado; compuesto del subterráneo universo gay de la Buenos Aires de la época, su amor incondicional por su madre enferma o su relación platónica con un mozo de bar heterosexual.

Entremedio de este complejo patchwork dónde se tiene la sensación de que no existe una verdadera trama que avance en el sentido de una novela clásica, sino un clímax que va creciendo hasta hacerse más denso y poético entre estos dos reclusos que viven “como en una isla desierta”; Molina y Valentín entablan una relación cada vez más  cercana,  profundizada por una repentina dolencia de Valentín que cae enfermo, y por la afectuosa asistencia de Molina que lo cuida y lo ayuda hasta límites escatológicos.

Pero… ¿Es del todo desinteresada esta solicitud de Molina por cuidar al joven y desvalido Valentín, que se aferra a su compañero y le manifiesta de todas formas su confianza y gratitud? Gratitud que se desliza hacia la confesión, el afecto y quizás lo que tanto anhela Molina.

Lo que interesa de El beso de la mujer araña es la relación de estos dos hombres que el destino juntó en una celda y que son furiosamente originales y contrapuestos a la hora de entender el mundo. Molina desde su profunda sensibilidad que lo expone constantemente al sufrimiento. Valentín desde su idealismo, su sacrificio y su lucha; que sin embargo, al momento más extremo de su enfermedad, que lo vuelve humano y lo desembaraza de su coraza; se revela un joven temeroso de la muerte, frágil y furioso ante su debilidad de extrañar no a su compañera de lucha, sino a una joven burguesa de la que se separó por no compartir sus ideas revolucionarias.

Despojados de sus secretos, de sus ideales, de sus diferencias, hasta de su antagonismo en cuanto a su sexualidad, los dos personajes reducidos a lo esencial en este escenario minimalista, revelan lo más difícil y profundo de expresar para cualquier escritor que se haya sentado a pensar sobre la condición humana: precisamente su humanidad, que encerrada en cualquier hombre o mujer hace de igual valor a todos nosotros, no importa sexo, edad o condición social. En un punto de la obra Molina y Valentín son uno mismo, o uno es el otro.

A pesar de que en su época la novela causó revuelo por los temas tratados, no existe truculencia ni búsqueda de efecto en la descripción de está relación que se desliza lentamente hacía la intimidad, el cariño y una sexualidad compartida que se vuelve casi inevitable en la lógica que estructura el texto y lo hace evolucionar. Pero es subestimar las intenciones de Puig, reducir El beso de la mujer araña a una historia de amor gay, porque el libro es mucho más que eso.

Ni Molina (Molinita como lo llama a veces su compañero) ni Valentín, habían esperado jamás que esta dolorosa encrucijada del encierro compartido, fuera tan aleccionadora en relación al descubrimiento de lugares desconocidos de su propio yo, tampoco sospechaban que después de su relación tanto uno como el otro ya no volverían a ser los mismos. Juntos o separados su comunión entre rejas los volverían otros, o uno, uno mismo partido en dos, para siempre.

‘Di adiós al mañana’, de Horace McCoy

por Andrés G. Muglia

 Bonnie y Clyde - Wikipedia, la enciclopedia libre

Publicado en CULTURAMAS,  España, 2021.
Link: https://www.culturamas.es/2021/01/21/di-adios-al-manana-de-horace-mccoy/

Hay muchos caminos que un escritor puede elegir al escribir una novela. Como encrucijadas que se presentan en un mapa, se verá obligado a escoger entre una u otra dirección; lo que, fatalmente, supondrá abandonar algunos destinos posibles para su historia y sus personajes. Decisión es también omisión. Una de las decisiones más frecuentes y definitivas para dar realidad a una obra literaria, es elegir qué grado de inteligencia o cultura tendrá tal o cual personaje. Y esa cota no podrá ser superada por el escritor en ningún punto de la trama sin afectar profundamente la lógica intrínseca de la obra. Es decir, si el autor elige contar la historia del Tío Tom, el Tío Tom no podrá demostrar en toda la historia ser menos ignorante o más agudo de lo que la obra lo obliga a ser, no puede escapar del molde de su personalidad; porque el lector verá allí un significante en más (por decirlo en términos lacanianos) y toda la ficción se vendrá abajo.

Como en general quien se dedica a esa prestidigitación con palabras llamada literatura, es alguien medianamente culto e inteligente (aunque existen honrosos casos en que esto no se verifica); el hacer descender la vara de sus personajes muy por debajo de sus propias posibilidades es un sacrificio muchas veces demasiado grande para su ego. Constreñir potenciales diálogos brillantes por el hecho de que los personajes son estúpidos, ignorantes o toscos, es entregarse completamente a la veracidad. Porque efectivamente el mundo está lleno de gente de toda índole y todos ellos tienen que entrar en una literatura que finja o pretenda un asomo de realismo. Lo opuesto da como resultado obras como El abanico de Lady Windermere de Oscar Wilde, donde todos son capaces de arrojar fuera de su boca y a un ritmo alucinante, frases que al brillante Wilde le habrán llevado sus buenas horas de pulido y corrección. Sin embargo, lo que puede pasar como real (y que tampoco lo es) en un supuesto diálogo entre personas cultas e inteligentes, no encuadra bien cuando el autor elige escribir una novela negra que se desenvuelve entre delincuentes, bajos fondos, lupanares y casinos clandestinos. 

Ese es el tour de force al que Horace McCoy parece querer presentarle batalla con el personaje principal de Di adiós al mañana. Porque Ralph Cotter es, además de un delincuente, ladrón y asesino; un protagonista que se desmarca de la tosquedad que el lector le supone a un personaje de estas características, al que a lo sumo le puede consentir una astucia innata. Por el contrario Cotter es un joven brillante, culto, con gran interés y conocimiento por la música de jazz, el baile y los artículos de lujo. La coartada de McCoy para insertar un personaje de estas características en una novela negra es que Cotter es un universitario, miembro de la prestigiosa sociedad Phi Beta Kappa, que sencillamente eligió el camino de la delincuencia como una elección de vida, sin condicionantes de tipo social; el propio personaje lo explica explícitamente en un pasaje de la novela. El delito es para él la forma de conseguir todo aquello material que lo obsesiona y que describe con pelos, señales y sobre todo marcas de fábrica (1).

Este recurso le pone a McCoy sobre su tablero de escritor herramientas que de otro modo le estarían vedadas. Por ejemplo dotar a Cotter de un espesor psicológico y una vida interior que él mismo conoce y analiza constantemente en términos psicoanalíticos. Y hacer que sus nebulosas evocaciones a un pasado que lo inquieta desde el inconsciente, sean consentidas por el lector como una característica plausible de una mente compleja y tortuosa.

Estas tribulaciones de Cotter, que crecen en importancia con el desarrollo de la novela para ser determinantes sobre el final, no hacen que el personaje sea más simpático al lector. Porque los pensamientos e inquietudes de Cotter no son como los del Raskólnikov de Crimen y castigo, martillazos que da la culpa por un crimen que no deja escapar a sus perpetrador. Por el contrario Cotter es un perverso psicótico que no posee ninguna empatía con la gente y que por eso puede asesinarla con completa frialdad, sin sentir jamás remordimiento ni volver sobre ello.

El resto de la novela transcurre por los carriles habituales del género negro hard-boiled, que es más o menos decir lo más negro de lo negro. Violencia explícita, gente mala por doquier, delincuentes sin escrúpulos, policías corruptos, violencia sexual y muchos asesinatos. Pero la complejidad del personaje de Cotter se escapa de ese registro y lo enriquece.

La historia es menos compleja que Cotter. En una primera escena de ritmo rápido y sin mucho preámbulo, McCoy nos pone al protagonista en plena fuga de una cárcel-granja en compañía de Toko, un recluso muy joven. Con una prosa absolutamente visual y cinematográfica el escritor hace una copia bastante fiel de la fuga de Clyde Burrow en 1930, que incluye a una bella mujer vestida de hombre disparando a los guardias con una ametralladora, sugestivamente parecida a Bonnie Parker. Hasta el hecho de que durante la fuga Cotter aprovecha para matar a un recluso que lo acosaba sexualmente, es una copia de la huida real de Clyde. Pero no todo sale bien en la fuga, disparando a los guardias Cotter mata accidentalmente a Toko.

Hollyday, la bella mujer que junto a su cómplice Jinx rescata a Cotter, es la hermana de Toko. Por supuesto Cotter le dice que los disparos de los guardias mataron a Toko, lo que será un cabo suelto que en algún momento le traerá problemas. La banda queda conformada pues con este trío (en todos los sentidos) que por el comienzo de la novela no hace más que intentar huir del pueblo cercano donde recalan tras la fuga, del cual no se da nombre ni referencia. En este escenario el autor falla un poco. Se describe en principio como un pueblo pequeño del interior de los EE.UU. pero la central de policía tiene treinta pisos (¡?) y los suficientes efectivos como para cubrir las exigencias de Nueva York.

Pero algo cambiará la suerte de esta pequeña banda y es el hecho de que tras algunas causalidades que el inteligente Cotter toma a su favor, queda en sus manos el importante inspector de policía Weber, al que empiezan a extorsionar con la ayuda de un abogado corrupto (Mandon). De este modo cambian su idea de irse del pueblo para comenzar a delinquir al amparo de la protección de Weber.

Como condimento de la trama que se vuelve un poco lenta con las idas y vueltas de la extorción a Weber y la preparación de un gran golpe al amparo de su influencia, Cotter conoce a la misteriosa Margarte Dobson, una bella joven que lo atrae y lo trastorna a la vez. Con el correr de su relación a espaldas de Hollyday, descubre que Margaret es la hija de un magnate. Pero cuando quiere escapar de esta relación que acelera sus traumas psicológicos de un modo que no alcanza a comprender, Cotter se da cuenta de que esta vez la huida no será tan fácil.

Violencia, crimen, una acción algo lenta para lo que promete al principio, y un toque de psicología y monólogo interior en el protagonista, que ayudan a desmarcar esta novela del género negro estrictamente concebido y la ponen en otro lugar un poco más complejo y ambicioso.

  1. -Recordando un poco la obsesión por las marcas de aquel Patrick Bateman, personaje de la novela American Psycho de Bret Easton Ellis, que a principios de los noventas saltó a la fama a gracias ese libro y su posterior adaptación cinematográfica.

Raymond Chandler, el hombre epistolar o el simple arte de escribir

por Andrés G. Muglia


 Publicado en revista CULTURAMAS, España, 2020.
Link: https://www.culturamas.es/2020/12/18/raymond-chandler-el-hombre-epistolar-o-el-simple-arte-de-escribir/

Existen muchas formas de conocer a un escritor. La más simple es por su obra. Pero también surgen otros caminos, aledaños, asimétricos a la mera labor literaria, para quienes quieren indagar curiosamente un poco más allá. Para estos inquisidores la correspondencia personal de un artista, sus cartas, pueden llegar a revelar muchas cosas: sus métodos personales de creación, detalles de su vida privada, amistades, relaciones profesionales, aficiones y, por qué  no, algunas miserias.

Muchos artistas, no sólo escritores, hacen del epistolar un género en sí mismo; un medio a través del cual se expresan en forma más espontánea, sin mediatizar por el efecto de una crítica o espectador supuesto. De este modo, leer su correspondencia personal es asomarse un poco a su pensamiento, sus sentimientos y un universo privado que parece completar su obra. Descubrir a un artista a través esas anotaciones, algunas frívolas, otras de orden íntimo, que éste hace al destinatario de sus mensajes: amigos, amantes, parientes, jefes; puede llegar a ser revelador, estimulante y hasta gracioso.

Raymond Chandler fue novelista, cuentista, ensayista, articulista y guionista cinematográfico. En fin, casi todas las formas en que puede pronunciarse la palabra escritor. Se destacó por sus novelas policiales negras, donde es una referencia obligada del género no solo para la literatura, sino para el cine; en que textos como El sueño eterno tuvieron una trascendencia que excede por mucho lo literario. Fundando estereotipos como el del detective Philip Marlowe, encarnado por Humphrey Bogart en la pantalla grande, que echaron bases para la caracterización de este tipo de personajes cinematográficos de ahí en más.

Entre toda su actividad literaria Chandler se hizo el tiempo para sostener una prolífica correspondencia. El simple arte de escribir es un libro basado en algunas de las cartas del escritor. Cabe señalar que esta colección jamás fue pensada por el autor para ser publicada. En esos escritos muestra todo su genio en libertad, el cual no tiene clemencia para con los demás ni para consigo mismo a la hora de los retratos. Comenta igual de mordaz su contexto: la industria de la literatura de best sellers, la del cine, el ambiente de los EE.UU. en su época, sus personajes; nada escapa a su mirada aguda.

Agobiado por un insomnio tenaz que lo acompañó toda la vida, Chandler dedicaba las noches a dictar su correspondencia a una grabadora, mientras observaba la costa del Pacífico por el amplio ventanal de su casa La Joya; una típica postal americana. Esta costumbre dejó a sus fanáticos una colección de innumerables cartas: a sus editores, a sus amistades, a otros escritores; en las que normalmente, luego de resuelto el motivo por el cual desea enviar la esquela, se dedica a divagar sobre los más diversos e insólitos temas. En esos pasajes el autor hace gala de su aguda inteligencia, su humor cercano al monólogo y al stand up, su cinismo cruel que dirige la mirada sin compasión al mundo que lo rodea. De paso y entre el variopinto universo del que habla, nos comunica sus costumbres de escritor. Los «escritos para escritores» también son hoy en día un subgénero muy popular.

¿Son las cartas de Chandler mejores que su prosa destinada a la imprenta? Es difícil afirmar eso, pero sí se puede decir que son otra cosa. Y esa cosa es algo vibrante y rebosante de talento, en tanto que sus novelas parecen constreñidas a decir lo que la trama, los personajes y las situaciones que Chandler se esfuerza por representar las obliga.

Transcribo algunos pasajes memorables. Al leerlos es inevitable imaginarse a Chandler a oscuras, reclinado en su sillón, mirando la costa del Pacífico constelada de estrellas con un vaso de trago largo en la mano repleto de Bourbon. 

Sobre la inspiración:

«Lo importante es que haya un espacio de tiempo, digamos cuatro horas al día, en que un escritor profesional no haga nada más que escribir. No tiene que escribir, y si no se siente en condiciones no debería intentarlo. Puede mirar por la ventana o ponerse de cabeza o retorcerse en el piso. Pero no puede hacer ninguna otra cosa positiva, como leer, escribir cartas, mirar revistas o firmar cheques. Escribir o nada. Es el mismo principio que sirve para mantener el orden en una escuela. Si se puede hacer comportar a los alumnos, aprenderán algo sólo para no aburrirse. A mí me funciona. Dos reglas simples: a, no es obligatorio escribir; b, no se puede hacer otra cosa. El resto viene solo.»

Acerca de la publicación de un resumen de uno de sus libros. Los americanos acostumbraban a publicar resúmenes cortos (digamos la extensión de un cuento) de las novelas más populares; una costumbre que resulta absolutamente incomprensible.

«La bastardeada anécdota que aparece bajo mi nombre en Cosmopolitan (que sus ganancias sean las más grande de la historia) contiene palabras y frases que no escribí, diálogo que no pronunciaría, y lagunas que son comparables a la amnesia en la luna de miel. Es el cadáver de un libro, al que le ha hecho una autopsia un ladrón de cementerios borracho y lo ha vuelto a coser un marinero con delirium tremens.»

El simple arte de escribir es uno de esos libros que siempre tengo a mano cuando no tengo nada nuevo que leer. Y siempre que lo releo me saca una sonrisa por lo agudo y bien escrito. Además, leyendo esa prosa espontánea y casi de libre fluir de la conciencia, a uno le entran ganas de ponerse a escribir.

 

Emilio Pettoruti, un pintor ante el espejo

 por Andrés G. Muglia

Emilio Petorutti, "Quinteto" (1927) | Arte latinoamericano, Arte, Arte  cubista

Publicado en revista CULTURAMAS, España, 2020.
link: https://www.culturamas.es/2020/12/16/emilio-pettoruti-un-pintor-ante-el-espejo/

Existe un largo debate al interior de los países latinoamericanos, en relación a su dependencia cultural de las naciones que a su turno han dictado los cánones del arte occidental. Desde fines del siglo XIX y durante el siglo XX este eje se encarnó en sendas ciudades capitales y cambió dos veces: de Roma a París a fines del XIX y de París a Nueva York a mediados del XX. Testimonio del magnetismo que esos polos culturales operaron sobre los artistas de su época, son las múltiples biografías que muchos de ellos nos han dejado sobre sus periplos iniciáticos.

Emilio Petorutti fue un pintor argentino nacido en la ciudad de La Plata, que realizó durante la primera década del siglo XX el típico viaje de estudios de todo artista plástico que se preciara de tal. Su destino primario fue la ciudad de Florencia. Becado por el gobierno argentino, tenía la obligación de presentarse luego en París bajo la tutela de otro gran pintor, Ernesto de la Cárcova. Pero Petorutti nunca llegó a París, se quedó en cambio diez años viviendo en Italia, mucho tiempo después de que la flaca beca que el gobierno le había otorgado dejara de llegar; aprendiendo, experimentando y desarrollando su arte. Relacionándose con artistas italianos que en su época revolucionaron el arte moderno a través del Futurismo.

De sus experiencias en la agitada Europa de preguerra y de las posteriores que le deparó el regreso a su tierra convertido en un artista de vanguardia, versa esta fascinante autobiografía escrita con un estilo sobrio pero llevadero, poblada de anécdotas muchas de ellas humorísticas, de bambalinas del arte europeo y argentino de su época, de nombres que resuenan en la mente del connoisseur o del simple aficionado a las artes. Un pintor ante el espejo funciona precisamente como espejo de una época que fue decisiva para entender el arte de hoy en día. Tiempos de nacimiento y de trauma de un arte que había conservado hasta ese momento, pese al cambio de estilos, una ligazón indisoluble con la representación de la realidad. Pero que, con la aparición del daguerrotipo y luego de la fotografía, inauguraría nuevos campos de experimentación. Así nacerían las vanguardias que propiciarían primero el arte abstracto, esto es un arte desligado de la obligación de la mímesis y la figuración, y más tarde el arte conceptual, que perdería definitivamente la vinculación antaño tan clara entre las artes plásticas y el objeto.

En medio de esta revolución que se gestaba se sitúa Petorutti, un joven de poco más de veinte años nacido en una ciudad sin historia. Porque La Plata había sido fundada en 1882 por el gobierno argentino para darle una capital independiente a su provincia más importante. Quizás por haber nacido en medio de la novedad, Petorutti estaba iniciado en la dinámica de abrazar lo nuevo, lo revolucionario, lo transgresor. O quizás la nuestra es una conjetura superpoblada de poesía. Lo cierto es que el joven Petorutti, inquieto, sociable, pero también responsable y consciente de lo que valía su tiempo en Europa, comenzó su camino personal como artista. Derrotero que lo llevó lejos de las academias y lo metió de lleno en los museos y las iglesias del viejo mundo, donde copió a Giotto, Masaccio y todos los maestros italianos mal llamados primitivos; y en talleres de cerámica, esmaltado y aquellos cuya técnica le parecía interesante incorporar a su conocimientos de artista plástico. Allí trabajaba gratis a cambio de que le enseñaran el oficio.

Pronto se relacionó con gente de la bohemia florentina, y más tarde con nombres del ambiente artístico de toda la península que trascenderían su tiempo, como Filippo Marinetti, Carlo Carrá y muchos otros.

En medio de los días de aprendizaje y las noches agitadas, en los bares de una Europa en donde la Primera Guerra ya golpeaba la puerta, Petorutti comienza a trabajar como ilustrador para publicaciones y periódicos, diseñador de escaparates, pintor de postales y otro puñado de labores subalternas a su arte que le permitieron la independencia económica. Al mismo tiempo, primero en compañía de otros amigos artistas y más tarde en solitario, comienza a exponer en Florencia, luego en toda Italia y más tarde en otros puntos de Europa como la galería Der Sturm de Berlín, importante trampolín para la trascendencia de los artistas de vanguardia europeos.

Un pintor ante el espejo muestra cómo, con paciencia, mucho trabajo y un profundo compromiso con su arte que incluso le hace postergar los asuntos del corazón, Petorutti se fue haciendo a lo largo de su permanencia en Europa un nombre dentro del ambiente del arte moderno. Atraviesa incluso la convulsión de la guerra sin que ésta haya desviado su determinación. Pero cuando todo prefiguraba un futuro promisorio, el llamado del terruño dobla su destino. Su familia le reclama por su alejamiento de una década ininterrumpida, y algunos asuntos económicos que tiene que atender sin falta fuerzan un regreso a la patria que sería decisivo para el resto de su vida como artista.

Una vez en Argentina el retorno fugaz se prolonga y los problemas se suceden postergando indefinidamente su regreso a Europa. Una etapa oscura de rechazo e incomprensión para con su obra le espera como para rubricar la afirmación de que nadie es profeta en su tierra. Su primera exposición en la galería Witcomb de Buenos Aires es un verdadero escándalo. Detractores y defensores (que son pocos) se trenzan a golpes de puño y la policía tiene que intervenir. A partir de esa exposición y durante muchos años Petorutti se ve tristemente obligado a colocar un cristal en sus obras, para evitar que los vándalos las escupieran o escribieran insultos sobre ellas.

A la brillante y promisoria etapa europea suceden años donde Petorutti debe soportar el rechazo, no solamente de los legos, sino del entorno artístico que tampoco comprende un arte que califican, con profundo desconocimiento, de futurista. Por esos mismos años recibe el ofrecimiento de ser Director del Museo Provincia de Bellas Artes de la Provincia de Buenos Aires. Petorutti acepta el desafío y se vuelca de lleno en los vaivenes de la gestión. Con un presupuesto exiguo logra reorganizar un patrimonio desparejo y sin catalogar, consigue salas para exposiciones permanentes, se vincula con otros museos de Latinoamérica. Pero ese pequeño estímulo no logra iluminar un presente que echa sombras sobre su arte que, pese a que no consigue la comprensión ni las ventas esperadas, Petorutti no ceja de profundizar en la búsqueda de un estilo propio que edifica obstinadamente; en tanto se ve obligado a dar clases de dibujo en el colegio industrial para poder sobrevivir.

El amor vendrá a paliar sus amarguras de la mano de su futura esposa, la poetisa chilena María Rosa González. Pero hasta eso le resultaría difícil al atribulado Emilio, porque María Rosa estaba casada, lo que obligó a que durante años su relación fuese un ida y vuelta a través de la cordillera hasta que ella pudo divorciarse. A través de González, Petorutti se vincularía con otros artistas chilenos y, sobre todo, con la incomparable Gabriela Mistral, íntima amiga de María Rosa.

Los años de la nueva guerra mundial serán paradójicamente para el artista tiempos de buenas nuevas. Pues a través de su trabajo como director de museo, recibe una invitación para exponer en los EE.UU. La gira se prolongará por ocho meses a lo largo de los cuales recorrerá en compañía de su esposa las ciudades, museos y galerías, exponiendo con buenas críticas y un gran suceso de ventas. Petorutti recibía así, de nuevo en tierras extrañas, la comprensión y el respeto que le era esquivo en las suya.

Quizás por eso y ante el éxito obtenido en su gira, el artista decide llevar su voz allí donde fuese escuchada y parte hacia Europa en el año 1952, para radicarse definitivamente en París. Así termina Un pintor ante el espejo. En el año de 1970, según sus biógrafos, Petorutti había decidido regresar a la Argentina, pero una enfermedad súbita lo sorprendió en París donde falleció en el año 1971.

Un pintor ante el espejo es una autobiografía donde, quien la sepa leer, puede adivinar una parábola apenas inteligible. La del destino de los que se atreven a adelantarse a sus contemporáneos, ejerciendo el porvenir en medio de las críticas siempre numerosas de los que al cómodo amparo de la tradición, sueltan su basura conformista sobre los que se aventuran en lo desconocido.

sábado, 16 de enero de 2021

‘El sueño eterno’, de Raymond Chandler.

 por Andrés G. Muglia









Publicado en la revista CULTURAMAS, España.

Link: https://www.culturamas.es/2020/12/12/el-sueno-eterno-de-raymond-chandler/

Desde principios del siglo XX se popularizaron en los EE.UU. las publicaciones basadas en relatos de misterio, crímenes, aventuras, terror, ciencia ficción, etc. Se las llamaba revistas pulp pues eran ediciones baratas, encuadernadas en rústica, cuyo papel estaba hecho de pulpa de madera. Por los años ´30 las pulp magazines eran un componente importante de la cultura popular americana, componente por supuesto despreciado desde el punto de vista de la literatura seria, sobre todo porque las historias que difundían tenían una calidad muy despareja.

Hacia 1930 Raymond Chandler trabajaba en una empresa petrolera como ejecutivo y contable. Por problemas con el alcohol lo despidieron de su trabajo y quedó en la calle  con cuarenta y cinco años, una esposa que le llevaba dieciocho y no trabajaba, y sin un centavo. Chandler había nacido en Chicago, pero un tío suyo le había pagado una esmerada educación en buenos colegios británicos donde la clase acomodada se entretenía con el latín y los autores clásicos. Hablaba varios idiomas y poseía una cultura superior al americano promedio, pero de vuelta de sus estudios se había amoldado pragmáticamente al estereotipo del buen empleado (inteligencia no le faltaba) sin ninguna otra ambición que conseguir un nivel de vida que le ofreciera relativa comodidad sin sobresaltos. Su pasado como poeta y un breve trabajo como reportero en Europa habían quedado como un lejano recuerdo, pero ahora que el sistema le daba la patada por alcohólico, pensó que no sería difícil colar algunos relatos en las revistas pulp, como para ganarse la vida.

Esa decisión desesperada le sirvió para mantenerse a flote durante algunos años, en base a lo que ganaba enviando relatos policiales a publicaciones como The Atlantic Monthly o Black Mask. Pasado un tiempo los editores se fijaron en este escritor aparecido de la nada, que profundizaba el estilo del consagrado Dashiell Hammett y le daba una vuelta de tuerca con su prosa sobria, sus ambientes descriptos al detalle, las rápidas y agudas caracterizaciones de sus personajes y, sobre todo, sus diálogos pródigos en un humor negro que sería su sello de autor. Le dieron entonces la oportunidad de publicar una novela, y esa novela fue El sueño eterno.

Es difícil creer que El sueño eterno se trate de una ópera prima. El estilo del autor está tan asentado, sus herramientas, sus recursos, el manejo del ritmo de la narración, los climas y los diálogos; parecen surgidos de un escritor con décadas de oficio que ha publicado ya una serie de novelas cuyo protagonista en primera persona sea el inefable Philip Marlowe. El cual se consagraría desde el El sueño eterno como EL DETECTIVE PRIVADO por antonomasia de toda la literatura estadounidense (y más tarde del cine).

En El sueño eterno ya encontramos la amarga mitología con que Chandler fascinaría a los lectores de género negro, que él mismo contribuyó a convertir en lo que conocemos hoy día. El detective duro, ex-policía que ha sido expulsado de la fuerza por motivos que se desconocen, apático, borracho, violento e incapaz para el amor; pero que pese a todo conserva un código ético que, por supuesto, nada tiene que ver con el que la Ley dispone para los ciudadanos regulares. También están los mafiosos y matones de la época posterior a la Ley seca, astutos, toscos, inescrupulosos e irresistibles para cualquier lector del género. En medio, las mujeres fatales, bellas, descarriadas (el término es de Chandler) a veces, pero nunca indefensas. Con ellas entablará Marlowe unas relaciones que más que romances parecen batallas donde los dos contendientes, por diversos motivos, están en condiciones de igualdad. Si Marlowe es cruel y frío, sus pares femeninas le disparan a boca de jarro o lo mandan a vapulear por pistoleros.

En El sueño eterno las damas que le tocarán en suerte son dos ricas hermanas: Vivian y Carmen Sternwood, envueltas en una trama de chantaje. Su padre, un anciano lisiado al borde de la muerte, contrata al detective para que desarme la madeja por veinticinco dólares al día más gastos.

El planteo del libro es ambicioso, con una trama llena de personajes que, si el lector no está muy atento, puede que le cueste seguir. Un falso editor llamado Arthur Geiger, que en realidad tiene un negocio de alquiler de libros pornográficos, es asesinado en una casa de las afueras de Los Ángeles. Hecho que no tendría ninguna relevancia para Marlowe si no fuera porque la menor de las hermanas, Carmen, se encontraba completamente desnuda y drogada, atada en la misma habitación donde matan al pornógrafo. Marlowe, con toda la ubicuidad que le permite su autor, está observando por la ventana y será encargado de rescatar a la chica y llevarla a su casa. La cuestión se complica porque alguien (¿el asesino quizás?) ha sacado una foto a la joven mientras estaba desnuda y chantajea a su hermana mayor con difundirla.

La cosa se embrolla más porque Vivian, empedernida jugadora de ruleta cuyo marido de oscuro pasado ha desaparecido misteriosamente, tiene alguna clase de compromiso con Eddie Mars, mafioso dueño del casino donde ella juega y propietario de la casa donde mataron a Geiger. Por supuesto Marlowe se siente atraído por Vivian y ella por él, en tanto que Carmen, jovencita que manifiesta algunos problemas psicológicos, persigue a Marlowe haciendo cosas como filtrarse en su departamento y esperarlo en su cama tan desnuda como cuando el detective la rescató de la escena del crimen.

No contento con tener que tratar con la fascinante Vivian, rechazar los asaltos sexuales de Carmen y buscar la fotografía comprometedora de la menor de las hermanas; por fuerza de su extraña ética profesional, Marlowe se pone a investigar la desaparición del marido de Vivian (sin que nadie se lo pida) que habría huido con la mujer de Eddie Mars. Todo un verdadero embrollo de faldas, mafiosos, asesinatos y pornografía; condimentado con el estilo terso (adjetivo que a él le gustaba usar) y siempre estimulante de Chandler, que se haría célebre a partir de esta primera novela y que empujaría un género considerado menor hacia la literatura con letras mayúsculas. 


viernes, 15 de enero de 2021

Emilio Pettoruti, un pintor ante el espejo.

 por Andrés G. Muglia










Publicado en la revista cultural CULTURAMAS de España.

Link: https://www.culturamas.es/2020/12/16/emilio-pettoruti-un-pintor-ante-el-espejo/

Existe un largo debate al interior de los países latinoamericanos, en relación a su dependencia cultural de las naciones que a su turno han dictado los cánones del arte occidental. Desde fines del siglo XIX y durante el siglo XX este eje se encarnó en sendas ciudades capitales y cambió dos veces: de Roma a París a fines del XIX y de París a Nueva York a mediados del XX. Testimonio del magnetismo que esos polos culturales operaron sobre los artistas de su época, son las múltiples biografías que muchos de ellos nos han dejado sobre sus periplos iniciáticos.

Emilio Petorutti fue un pintor argentino nacido en la ciudad de La Plata, que realizó durante la primera década del siglo XX el típico viaje de estudios de todo artista plástico que se preciara de tal. Su destino primario fue la ciudad de Florencia. Becado por el gobierno argentino, tenía la obligación de presentarse luego en París bajo la tutela de otro gran pintor, Ernesto de la Cárcova. Pero Petorutti nunca llegó a París, se quedó en cambio diez años viviendo en Italia, mucho tiempo después de que la flaca beca que el gobierno le había otorgado dejara de llegar; aprendiendo, experimentando y desarrollando su arte. Relacionándose con artistas italianos que en su época revolucionaron el arte moderno a través del Futurismo.

De sus experiencias en la agitada Europa de preguerra y de las posteriores que le deparó el regreso a su tierra convertido en un artista de vanguardia, versa esta fascinante autobiografía escrita con un estilo sobrio pero llevadero, poblada de anécdotas muchas de ellas humorísticas, de bambalinas del arte europeo y argentino de su época, de nombres que resuenan en la mente del connoisseur o del simple aficionado a las artes. Un pintor ante el espejo funciona precisamente como espejo de una época que fue decisiva para entender el arte de hoy en día. Tiempos de nacimiento y de trauma de un arte que había conservado hasta ese momento, pese al cambio de estilos, una ligazón indisoluble con la representación de la realidad. Pero que, con la aparición del daguerrotipo y luego de la fotografía, inauguraría nuevos campos de experimentación. Así nacerían las vanguardias que propiciarían primero el arte abstracto, esto es un arte desligado de la obligación de la mímesis y la figuración, y más tarde el arte conceptual, que perdería definitivamente la vinculación antaño tan clara entre las artes plásticas y el objeto.

En medio de esta revolución que se gestaba se sitúa Petorutti, un joven de poco más de veinte años nacido en una ciudad sin historia. Porque La Plata había sido fundada en 1882 por el gobierno argentino para darle una capital independiente a su provincia más importante. Quizás por haber nacido en medio de la novedad, Petorutti estaba iniciado en la dinámica de abrazar lo nuevo, lo revolucionario, lo transgresor. O quizás la nuestra es una conjetura superpoblada de poesía. Lo cierto es que el joven Petorutti, inquieto, sociable, pero también responsable y consciente de lo que valía su tiempo en Europa, comenzó su camino personal como artista. Derrotero que lo llevó lejos de las academias y lo metió de lleno en los museos y las iglesias del viejo mundo, donde copió a Giotto, Masaccio y todos los maestros italianos mal llamados primitivos; y en talleres de cerámica, esmaltado y aquellos cuya técnica le parecía interesante incorporar a su conocimientos de artista plástico. Allí trabajaba gratis a cambio de que le enseñaran el oficio.

Pronto se relacionó con gente de la bohemia florentina, y más tarde con nombres del ambiente artístico de toda la península que trascenderían su tiempo, como Filippo Marinetti, Carlo Carrá y muchos otros.

En medio de los días de aprendizaje y las noches agitadas, en los bares de una Europa en donde la Primera Guerra ya golpeaba la puerta, Petorutti comienza a trabajar como ilustrador para publicaciones y periódicos, diseñador de escaparates, pintor de postales y otro puñado de labores subalternas a su arte que le permitieron la independencia económica. Al mismo tiempo, primero en compañía de otros amigos artistas y más tarde en solitario, comienza a exponer en Florencia, luego en toda Italia y más tarde en otros puntos de Europa como la galería Der Sturm de Berlín, importante trampolín para la trascendencia de los artistas de vanguardia europeos.

Un pintor ante el espejo muestra cómo, con paciencia, mucho trabajo y un profundo compromiso con su arte que incluso le hace postergar los asuntos del corazón, Petorutti se fue haciendo a lo largo de su permanencia en Europa un nombre dentro del ambiente del arte moderno. Atraviesa incluso la convulsión de la guerra sin que ésta haya desviado su determinación. Pero cuando todo prefiguraba un futuro promisorio, el llamado del terruño dobla su destino. Su familia le reclama por su alejamiento de una década ininterrumpida, y algunos asuntos económicos que tiene que atender sin falta fuerzan un regreso a la patria que sería decisivo para el resto de su vida como artista.

Una vez en Argentina el retorno fugaz se prolonga y los problemas se suceden postergando indefinidamente su regreso a Europa. Una etapa oscura de rechazo e incomprensión para con su obra le espera como para rubricar la afirmación de que nadie es profeta en su tierra. Su primera exposición en la galería Witcomb de Buenos Aires es un verdadero escándalo. Detractores y defensores (que son pocos) se trenzan a golpes de puño y la policía tiene que intervenir. A partir de esa exposición y durante muchos años Petorutti se ve tristemente obligado a colocar un cristal en sus obras, para evitar que los vándalos las escupieran o escribieran insultos sobre ellas.

A la brillante y promisoria etapa europea suceden años donde Petorutti debe soportar el rechazo, no solamente de los legos, sino del entorno artístico que tampoco comprende un arte que califican, con profundo desconocimiento, de futurista. Por esos mismos años recibe el ofrecimiento de ser Director del Museo Provincia de Bellas Artes de la Provincia de Buenos Aires. Petorutti acepta el desafío y se vuelca de lleno en los vaivenes de la gestión. Con un presupuesto exiguo logra reorganizar un patrimonio desparejo y sin catalogar, consigue salas para exposiciones permanentes, se vincula con otros museos de Latinoamérica. Pero ese pequeño estímulo no logra iluminar un presente que echa sombras sobre su arte que, pese a que no consigue la comprensión ni las ventas esperadas, Petorutti no ceja de profundizar en la búsqueda de un estilo propio que edifica obstinadamente; en tanto se ve obligado a dar clases de dibujo en el colegio industrial para poder sobrevivir.

El amor vendrá a paliar sus amarguras de la mano de su futura esposa, la poetisa chilena María Rosa González. Pero hasta eso le resultaría difícil al atribulado Emilio, porque María Rosa estaba casada, lo que obligó a que durante años su relación fuese un ida y vuelta a través de la cordillera hasta que ella pudo divorciarse. A través de González, Petorutti se vincularía con otros artistas chilenos y, sobre todo, con la incomparable Gabriela Mistral, íntima amiga de María Rosa.

Los años de la nueva guerra mundial serán paradójicamente para el artista tiempos de buenas nuevas. Pues a través de su trabajo como director de museo, recibe una invitación para exponer en los EE.UU. La gira se prolongará por ocho meses a lo largo de los cuales recorrerá en compañía de su esposa las ciudades, museos y galerías, exponiendo con buenas críticas y un gran suceso de ventas. Petorutti recibía así, de nuevo en tierras extrañas, la comprensión y el respeto que le era esquivo en las suya.

Quizás por eso y ante el éxito obtenido en su gira, el artista decide llevar su voz allí donde fuese escuchada y parte hacia Europa en el año 1952, para radicarse definitivamente en París. Así termina Un pintor ante el espejo. En el año de 1970, según sus biógrafos, Petorutti había decidido regresar a la Argentina, pero una enfermedad súbita lo sorprendió en París donde falleció en el año 1971.

Un pintor ante el espejo es una autobiografía donde, quien la sepa leer, puede adivinar una parábola apenas inteligible. La del destino de los que se atreven a adelantarse a sus contemporáneos, ejerciendo el porvenir en medio de las críticas siempre numerosas de los que al cómodo amparo de la tradición, sueltan su basura conformista sobre los que se aventuran en lo desconocido. 

 

Raymond Chandler, el hombre epistolar o el simple arte de escribir.

 por Andrés G. Muglia











Artículo publicado en la revista cultural CULTURAMAS, España.

Link: https://www.culturamas.es/2020/12/18/raymond-chandler-el-hombre-epistolar-o-el-simple-arte-de-escribir/

Existen muchas formas de conocer a un escritor. La más simple es por su obra. Pero también surgen otros caminos, aledaños, asimétricos a la mera labor literaria, para quienes quieren indagar curiosamente un poco más allá. Para estos inquisidores la correspondencia personal de un artista, sus cartas, pueden llegar a revelar muchas cosas: sus métodos personales de creación, detalles de su vida privada, amistades, relaciones profesionales, aficiones y, por qué  no, algunas miserias.

Muchos artistas, no sólo escritores, hacen del epistolar un género en sí mismo; un medio a través del cual se expresan en forma más espontánea, sin mediatizar por el efecto de una crítica o espectador supuesto. De este modo, leer su correspondencia personal es asomarse un poco a su pensamiento, sus sentimientos y un universo privado que parece completar su obra. Descubrir a un artista a través esas anotaciones, algunas frívolas, otras de orden íntimo, que éste hace al destinatario de sus mensajes: amigos, amantes, parientes, jefes; puede llegar a ser revelador, estimulante y hasta gracioso.

Raymond Chandler fue novelista, cuentista, ensayista, articulista y guionista cinematográfico. En fin, casi todas las formas en que puede pronunciarse la palabra escritor. Se destacó por sus novelas policiales negras, donde es una referencia obligada del género no solo para la literatura, sino para el cine; en que textos como El sueño eterno tuvieron una trascendencia que excede por mucho lo literario. Fundando estereotipos como el del detective Philip Marlowe, encarnado por Humphrey Bogart en la pantalla grande, que echaron bases para la caracterización de este tipo de personajes cinematográficos de ahí en más.

Entre toda su actividad literaria Chandler se hizo el tiempo para sostener una prolífica correspondencia. El simple arte de escribir es un libro basado en algunas de las cartas del escritor. Cabe señalar que esta colección jamás fue pensada por el autor para ser publicada. En esos escritos muestra todo su genio en libertad, el cual no tiene clemencia para con los demás ni para consigo mismo a la hora de los retratos. Comenta igual de mordaz su contexto: la industria de la literatura de best sellers, la del cine, el ambiente de los EE.UU. en su época, sus personajes; nada escapa a su mirada aguda.

Agobiado por un insomnio tenaz que lo acompañó toda la vida, Chandler dedicaba las noches a dictar su correspondencia a una grabadora, mientras observaba la costa del Pacífico por el amplio ventanal de su casa La Joya; una típica postal americana. Esta costumbre dejó a sus fanáticos una colección de innumerables cartas: a sus editores, a sus amistades, a otros escritores; en las que normalmente, luego de resuelto el motivo por el cual desea enviar la esquela, se dedica a divagar sobre los más diversos e insólitos temas. En esos pasajes el autor hace gala de su aguda inteligencia, su humor cercano al monólogo y al stand up, su cinismo cruel que dirige la mirada sin compasión al mundo que lo rodea. De paso y entre el variopinto universo del que habla, nos comunica sus costumbres de escritor. Los «escritos para escritores» también son hoy en día un subgénero muy popular.

¿Son las cartas de Chandler mejores que su prosa destinada a la imprenta? Es difícil afirmar eso, pero sí se puede decir que son otra cosa. Y esa cosa es algo vibrante y rebosante de talento, en tanto que sus novelas parecen constreñidas a decir lo que la trama, los personajes y las situaciones que Chandler se esfuerza por representar las obliga.

Transcribo algunos pasajes memorables. Al leerlos es inevitable imaginarse a Chandler a oscuras, reclinado en su sillón, mirando la costa del Pacífico constelada de estrellas con un vaso de trago largo en la mano repleto de Bourbon. 

Sobre la inspiración:

«Lo importante es que haya un espacio de tiempo, digamos cuatro horas al día, en que un escritor profesional no haga nada más que escribir. No tiene que escribir, y si no se siente en condiciones no debería intentarlo. Puede mirar por la ventana o ponerse de cabeza o retorcerse en el piso. Pero no puede hacer ninguna otra cosa positiva, como leer, escribir cartas, mirar revistas o firmar cheques. Escribir o nada. Es el mismo principio que sirve para mantener el orden en una escuela. Si se puede hacer comportar a los alumnos, aprenderán algo sólo para no aburrirse. A mí me funciona. Dos reglas simples: a, no es obligatorio escribir; b, no se puede hacer otra cosa. El resto viene solo.»

Acerca de la publicación de un resumen de uno de sus libros. Los americanos acostumbraban a publicar resúmenes cortos (digamos la extensión de un cuento) de las novelas más populares; una costumbre que resulta absolutamente incomprensible.

«La bastardeada anécdota que aparece bajo mi nombre en Cosmopolitan (que sus ganancias sean las más grande de la historia) contiene palabras y frases que no escribí, diálogo que no pronunciaría, y lagunas que son comparables a la amnesia en la luna de miel. Es el cadáver de un libro, al que le ha hecho una autopsia un ladrón de cementerios borracho y lo ha vuelto a coser un marinero con delirium tremens.»

El simple arte de escribir es uno de esos libros que siempre tengo a mano cuando no tengo nada nuevo que leer. Y siempre que lo releo me saca una sonrisa por lo agudo y bien escrito. Además, leyendo esa prosa espontánea y casi de libre fluir de la conciencia, a uno le entran ganas de ponerse a escribir.

 

Robinson Crusoe, el náufrago que prefiguró al imperialismo.

 por Andrés G. Muglia


 

 

 

 

 

 

 

 

Publicado en revista cultural CULTURAMAS.

Link: https://www.culturamas.es/2020/12/23/robinson-crusoe-el-naufrago-que-prefiguro-al-imperialismo/

La célebre novela Las aventuras de Robinson Crusoe de Daniel Defoe, publicada en el año1719, se basa en la historia real del marinero Alexander Selkirk, que presumiblemente habría llegado hasta Defoe a través de un texto de Woodes Roger.

De algún modo Robinson Crusoe cristaliza una historia que interesa a todas las generaciones y que discurre permanentemente entre lo moral y lo didáctico. Narra, como todos sabemos, las evoluciones de un hombre que es calificado de disoluto y libertino en los primeros párrafos del libro y que luego de un naufragio queda solo en una isla desierta. Su suerte, los recursos que utiliza para sobrevivir, su amistad con un nativo que Defoe se vio obligado a admitir dentro de la trama quizás pensando que renovaría el interés del lector, han llegado hasta nosotros a través de los siglos sin disminución de su fuerza original.

No está exento de influjos Defoe cuando escribe su obra, eso es muy claro. La Ilustración naciente, la fascinación por la naturaleza, la confianza en el trabajo y el progreso que el hombre pueda provocar con él, el misticismo puritano y el germen del imperialismo, se entrelazan con el destino de Crusoe, influyendo en su historia, forzándolo en ocasiones por caminos muy lejanos a la conducta “natural” de un hombre en la más absoluta soledad.

Si cotejamos éste escrito con otros del mismo autor, descubriremos que en esas otras publicaciones Defoe fue mucho más directo en el acento de la su fe cristiana, puritano él mismo; en tanto que en Robinson Crusoe su procedimiento es mucho más elíptico, aunque no secreto. La fascinante historia de Robinson fue por tanto vehículo de otras ideas más densas y menos inocentes que lo que el propio relato denota.

Defoe modifica muchos de los datos originales del destino del desventurado Selkirk. El más importante es el factor temporal, mientras que Selkirk estuvo en su isla aislado durante cuatro años, Robinson Crusoe permanece en la suya durante veintiocho. En ese largo transcurso el protagonista va viendo en su desgracia la constante intervención de la providencia; eso, sumado a la lectura detallada de una Biblia que había sobrevivido al naufragio, lo persuade de aceptar su suerte y de encomendarse a su creador. En esta clave la suerte de Crusoe está entendida como un castigo a su anterior vida, en la que ignoró los consejos paternos y se dejó llevar por un destino pródigo en aventuras y desarreglos. De allí también lo extendido del tiempo que permanece solo en su isla, pues cuatro años no habría sido suficiente (evidentemente esto juzgó Defoe) para una completa conversión del pecador.

El mensaje religioso y moral vertebra tan férreamente la novela, que Crusoe se ve impelido por la ideología del autor a verificar ciertas conductas absolutamente contrarias a las que podría suponer el lector en un ser aislado en la más completa soledad. Por ejemplo Robinson no permanece desnudo en todo el transcurso del libro ni por un momento. Incluso cuando la ropa rescatada del pecio se termina por destrozar a causa del uso prolongado, se cose una especie de traje de ¡pieles de animales!, con la excusa de protegerse del sol. Cuesta imaginarse la ocurrencia de ponerse un tapado de piel en las playas caribeñas durante una recia temporada de verano. Pero Crusoe lo hace con la mayor naturalidad, sin atreverse quizás a mostrar su carne trémula al único testigo que lo observa: Dios, o tal vez el lector.

A tal punto son reiteradas las insistentes referencias religiosas que, si no se sintoniza rápidamente las intenciones no demasiado sutiles del autor, constituyen una traba o un impedimento para la fluidez de la trama. Recuerdo que en mi lectura infantil de este libro los constantes soliloquios morales del protagonista, que no terminaba del todo de entender, me desesperaban hasta la llegada de los detalles de su estadía solitaria y de la forma en que sobrevivió, o los métodos empleados para confeccionar sus herramientas, sus vestidos, su morada o procurar su alimento.

Pasados los años, nuevas lecturas del libro me han dejado la misma temprana impresión: la verdadera esencia fascinante de la novela no la constituye su agotadora acción ejemplificadora y moral o sus parábolas repetidas, sino ese desafío que supone al hombre ignorante de casi todo recurso, la adversidad repentina y acuciante de tener que sobrevivir por sí mismo. ¿Por qué es esto fascinante para el continuo discurrir de las generaciones? Tal vez porque la generalidad de nosotros somos precisamente ajenos a todo recurso para un desafío de éste género; es fácil por lo tanto identificarse con Crusoe. En nuestros términos, nosotros, cada uno, somos Crusoe, al menos potencialmente. Vivir la vida de Robinson a través de la lectura de su historia es liberar simbólicamente esa potencia, participar del mito moderno de la huida de la civilización.

Es cierto de que si al Robinson se lo aligerara de los impedimentos de su prédica reiterada, su énfasis moralizador y su afán imperialista que considera a todos los personajes que visitan la isla de Crusoe como «siervos» o «súbditos» de éste, el libro conservaría y potenciaría la esencia de su fascinante poder. Es evidente que la obra esconde las contradicciones de su autor y de la cultura de su autor. Con la misma naturalidad que Crusoe evangeliza a Viernes, sobre el final de la trama y en su desenlace, dispara a traición sobre marineros dormidos sin la menor objeción de conciencia. También y luego de la extensa filípica que nos propina a lo largo de todo el argumento acerca de los valores cristianos, entre los cuales podríamos suponer sin exagerar un fuerte énfasis en el rechazo de lo material en apoyo de lo espiritual, Crusoe se dedica durante el extenso e innecesario epílogo casi completamente a sus intereses comerciales y negocios. Lo puritano y lo comercial, lo moral y la conquista colonial, los estereotipos de la época, todo está representado por Defoe puntualmente.

Según James Joyce la historia de Defoe prefigura el imperialismo inglés del siglo XIX, y la imagen de Crusoe es la del prototipo del conquistador británico: independiente, persistente, práctico e inteligente, pero también cruel y sexualmente apático; y Viernes, por supuesto, es el símbolo de los pueblos sometidos al imperio.

La historia de Crusoe lucha contra la trama que teje su época a su alrededor, contra sus prejuicios y sus falsedades, pero es precisamente esa trama la que le da la veracidad de un tiempo de tierras nunca holladas por el pie occidental, de aventuras geográficas y de islas alejadas de las rutas marítimas y por ello doblemente perdidas para el hombre (y el hombre perdido en ellas). ¿Sería hoy creíble una historia como la de Crusoe? Hoy, en la era del GPS, Internet, la comunicación satelital. ¿Alguien podría perderse durante veintiocho años sin ser rescatado? Ya no hay aventura en el viaje, no se necesita ser Marco Polo para ir a la China y cualquiera puede viajar al punto del planeta que se le antoje. Somos realmente unos tipos afortunados. Pero si queremos naufragar, perdernos de la civilización, alejarnos, irnos definitiva y resueltamente lejos de las márgenes del mundo conocido, deberemos volver a releer la suerte del querido Robinson. Porque ese, junto con tantos otros, es un destino que el progreso también nos ha vedado.