por Andrés G. Muglia
Publicado en revista CULTURAMAS, España, 23 de mayo de 2021.
https://culturamas.es/2021/05/23/una-mente-prodigiosa-la-vida-de-john-nash-por-sylvia-nasar/
Pocas veces un film ha sido tan poco fiel al libro en el que se basó como en el caso de Una mente brillante
(que así se conoció en Latinoamérica) protagonizada por Russel Crowe y
estrenada en el año 2001. No obstante, la película es muy buena y,
paradójicamente, el libro de Nasar también lo es, pero por razones
completamente diferentes. Me explico. Si de algo peca la versión
cinematográfica del drama de John Nash, joven matemático estadounidense
promesa de su generación que sufrió de esquizofrenia buena parte de su
vida, es de simplificar ad absurdum la compleja historia de Nash.
Es como una biografía de Nash para niños, pero que conserva a pesar de
su simplificación la esencia del drama.
Por el
contrario, el libro de Nasar, biografía no autorizada que se mantuvo por
un buen tiempo entre los libros más vendidos de la lista del New York
Times, revela la complejidad de la vida y la mente de Nash. Mientras que
el film edulcora u omite detalles escabrosos de la personalidad y el
proceder del genio, el libro se impone la tarea, a veces penosa para el
lector que descubre que la persona sobre la que lee no le simpatiza, de
mostrar todas las aristas más complejas de un hombre impredecible que
más adelante se precipitó hacia la locura.
Nash era y
se reveló desde muy temprano como el prototipo del genio. Aunque su
genialidad residiera, de algún modo, en no seguir los cánones
establecidos por el que otras mentes brillantes de su época (verbigracia
su mentor Oppenheimer) obtenían sus resultados. Precisamente la
genialidad de Nash residía en su forma inesperada de encarar los
problemas de un modo que evoca al pensamiento lateral que tanto se ha
popularizado en nuestros días. En los suyos, sus métodos y su forma de
pensamiento, además de su personalidad extravagante, eran mirados con
extrañeza por sus colegas, que a lo sumo lo toleraban sin lograr
establecer una verdadera amistad con él.
Competitivo,
ambicioso, muy consciente de su inteligencia, el joven Nash resultaba
altanero y chocante. Estudiante brillante, muy pronto las principales
universidades le ofrecieron becas como profesor e investigador, pero la
que él más ambicionaba, Harvard, nunca lo llamó. Se conformó entonces
con colocarse en Princeton, centro que por aquel entonces contaba con
una plana de matemáticos e investigadores de enorme prestigio, entre
ellos Einstein, y que acogió al extravagante Nash.
El libro de
Nasar describe de un modo estimulante el mundo académico estadounidense
de la posguerra. El modo en que los científicos disputaban sus becas, se
insertaban en las diferentes universidades que se los disputaban como a
estrellas del deporte, o trabajaban para un Departamento de Defensa
norteamericano sediento de cerebros que le ayudaran a ponerse en ventaja
en la naciente Guerra Fría. La vida en Princeton, la placidez y
comodidad con que los matemáticos y físicos pasaban sus días enseñando e
investigando en la universidad, a la sombra de la mirada paternal del
mayor genio del siglo XX, Albert Einstein, que hacía sus paseos por los
campos de Nueva Jersey como un mito viviente que los estudiantes de
posgrado veían pasar con veneración, tiene en la descripción de Nasar un
aire idílico.
Sin embargo,
no le fue fácil al joven Nash cuadrar con el perfil del investigador y
docente americano promedio. Sus tendencias homosexuales no le ayudaron
en el lance y aunque no fue perseguido ni soslayado por ellas, luchó
parte de su vida por rechazarlas, lo que lo llevó incluso a casarse para
poder seguir escalando académicamente.
Donde sí se
encontraba cómodo Nash era en la sala de profesores. Porque allí se
desarrollaba una inveterada tradición de los académicos matemáticos: los
juegos de mesa. Nash y muchos de sus colegas eran fanáticos del Go, un
milenario juego de estrategia a base de un tablero cuadriculado y
fichas, que causaba furor en Princeton. Pronto Nash desarrolló su propia
versión, que dejaría perplejos y entusiasmados por su enorme
originalidad a los entusiastas del juego. El Go Nash pronto ganó adeptos
entre los lúdicos profesores y la genialidad de Nash trascendió entre
sus compañeros, una vez más a través de un camino extravagante. Su
pasión por los juegos llevó a Nash a escribir un trabajo científico
titulado, precisamente, Teoría de los juegos, que pasó sin pena ni
gloria luego de ser publicado y pronto se olvidó; pero que a la postre
sería el motivo por el que en 1994 un rehabilitado Nash recibiera el
premio Nobel de Economía.
Pero nos
estamos adelantando. Antes de eso Nash tuvo una compleja relación con su
madre, mantuvo relaciones homosexuales clandestinas que lo llevaron a
ser detenido por la policía (así era en esa época), llevó adelante una
conflictiva pareja con una enfermera llamada Eleanor Stier con quien
tuvo su primer hijo John, al que nunca le prestó la mejor atención, se
casó con una bella científica salvadoreña de clase acomodada con quien
tuvo a su segundo hijo John (sí, leyó bien) y finalmente, cuando el
torbellino de esa vida tan variada parecía por fin perfilar su profesión
a lo que él tanto ansiaba (reconocimiento, premios, dinero) se le salió
la cadena y comenzó a dar muestras de una creciente esquizofrenia.
Después de
eso, Nash tuvo una larga serie de internaciones en instituciones cada
vez de peor calidad (su esposa y su madre ya no contaban con dinero
suficiente para clínicas privadas) bajo condiciones algunas veces tan
deplorables que sus ex compañeros llegaron a juntar dinero para
solventar mejores tratamientos. Hay que recordar que por aquella época
las medicinas antipsicóticas no estaban desarrolladas y los tratamientos
psiquiátricos parecían pensados más para torturar que para curar:
electroshock, coma insulínico, lobotomía, etc.
Para la
década del ’70 circulaba por los parques de Princeton un sujeto al que
apodaban «el fantasma». Solía bajar a la biblioteca de la universidad y
anotar en los pizarrones extensas ecuaciones, entremezcladas con
comentarios sobre teorías conspiratorias. Algunas de esas anotaciones
eran tan brillantes que sus colegas las registraban aunque no las
comprendieran cabalmente. El fantasma no era otro que Nash, que vivía de
una beca universitaria que algunos amigos le consiguieron más por
piedad que por tener esperanza de que se recuperara.
Sin embargo,
con el tiempo Nash comenzó a interesarse en los ordenadores que, por
aquella época de prehistoria digital, contaba la universidad. Consiguió
un permiso para utilizarlos, y aunque al comienzo sus investigaciones no
tenían un objetivo determinado, poco a poco comenzó a sacar provecho de
esa interacción y con el tiempo, inesperadamente para muchos y, sobre
todo, para él, volvió a investigar en un sentido académico y a publicar.
La historia de esta rehabilitación que él mismo llevó a cabo es
inexplicable desde un punto de vista médico. Nadie sabe en realidad cómo
hizo Nash para evadirse del infierno en el que estaba atrapado hacía
décadas. Lo cierto es que en 1994, como si se tratara del final de una
buena película, Nash recibió el premio Nobel por un trabajo que había
escrito décadas antes un joven que, en muchos sentidos, no era el mismo
que el hombre que recibió el premio en su nombre.