viernes, 13 de diciembre de 2019

Ocho lagos rusos


por Andrés G. Muglia

 
Encontré en una mesa de ofertas de una feria el libro Relatos Escogidos de un ignoto (para mí) Konstantín Paustovski. Me llamó la atención la calidad del libro: cosido, encuadernado en tela y con sobrecubierta. Pero lo que más me atrajo la atención fue la editorial: Progreso, y su procedencia, pues el libro está impreso en Moscú. Intrigado por el insólito derrotero que le supuse, empecé a investigar y descubrí que la editorial Progreso había sido fundada en la URSS durante los años ´30 del siglo pasado, con el objetivo de editar autores extranjeros que no estuviesen traducidos al ruso dentro del territorio soviético y difundir los propios al exterior. Progreso, junto con la editorial Mir que editaba textos científicos, llegó a tirar millones de ejemplares traducidos a cincuenta idiomas que se distribuyeron en todo el mundo. 

Paustovski fue uno de los autores elegidos por Progreso. Investigando un poco descubrí que había sido nominado al premio Nobel de literatura en 1965, por lo que no me encontraba como creía ante un desconocido. Naturalmente al principio del libro, prologado por el mismo autor, éste hace una pequeña lamida de botas al régimen: 

“Finalmente quiero insistir en que mi formación como escritor y como hombre ha trascurrido en la época soviética. Mi país, mi pueblo y la sociedad nueva, auténticamente socialista, creada por él son el fin supremo a que he servido, sirvo y serviré con cada palabra escrita”.

Queda bastante claro, a mí me queda, por qué la URSS editaba y difundía a Paustovski. Por otro lado esto no es nuevo. En época de la Ilustración y antes también era costumbre dedicar los libros al rey, príncipe o mecenas de turno. Y si Maquiavelo dedicó El Príncipe a Lorenzo de Médici, por qué Paustovski no lo iba a dedicar a su amo. Tibia justificación a veces la de la historia y los archivos.

Como sea, Paustovski no se queda en el alago de bienvenida, sino que lo que escribe está atravesado por su ideología. ¿Y qué texto no lo está? Se podría inferir a esta observación. Sus relatos y descripciones, de un estilo romántico que el autor reivindica, contienen constantes referencias a los logros de la revolución. Eliminada esa maleza, nos encontramos con algo más profundo y que, suponemos, llevó a que Progreso difundiera su obra: el amor de Paustovski por Rusia. Y en esto también conviene su prosa para ser difundida, porque ese amor lo llevó a ser un incansable viajero de tierras difíciles de conocer para el occidental e incluso para el propio ruso. 

En su descripción de la región boscosa de Meschora, Paustovski expresa un sentimiento análogo al de otro enamorado de su tierra: Ernest Wiechert, que tan hermosamente habla de la Selva Negra en Bosques y hombres. Es muy del cuño romántico y de estos “neorománticos” tardíos que aparecen en el siglo XX, el amor por el terreno salvaje, la exploración de este terreno y la vida rural exaltada en un estilo bucólico. Por esa exaltación quizás es que el fruto de su obra ha sido tan utilizado por los regímenes totalitarios para exaltar el patriotismo; indirectamente este tipo de textos convienen a esos efectos. En el caso de Wiechert sin embargo, eso no fue suficiente para el régimen nazi, que lo puso en una de sus listas negras y quemó alegremente sus libros. Paustovski por su parte tuvo mejor suerte con el régimen comunista. 

Una de estas descripciones que Paustovski hace de las tierras baldías de la Rusia profunda, es la que motiva este humilde apunte. Cito textual:

“Al oeste del territorio de Meschora, en las llamadas tierras de Boróvaya, hay ocho lagos rodeados de pinos. A ellos no lleva ningún camino ni senda y sólo se puede llegar allí atravesando el bosque con ayuda del mapa y de la brújula. 

Aquellos lagos tienen una peculiaridad muy extraña: cuanto más pequeños son, mayor es su profundidad. La del gran lago Mítinskoe sólo llega a cuatro metros, y en cambio, la del pequeño lago Udiómnoe es de diecisiete”.

Estos dos breves párrafos saltaron a mi mente dotados de una extraña resonancia que no pude comprender al principio. Sin nada fuera de lo común, sin una expresión especialmente veraz ni mucho menos lírica o poética de lo que trataban, motivaron sin embargo algunas reflexiones que a continuación intentaré plasmar.

Antes de estos párrafos Paustovski describe el modo deficiente en que estaba cartografiada la vasta geografía de Meschora. Consigue un viejo mapa donde va constatando que la región ha cambiado o no ha sido recorrida a conciencia por los cartógrafos. Enormes extensiones se encuentran apenas esbozadas y muchas han mutado, incluso los causes de los ríos han variado de emplazamiento. Descartada la ayuda de los lugareños que son especialmente ineptos para dar cualquier referencia que se les pida, Paustovski toma la tarea en sus manos y se dedica a recorrer la zona impulsado sobre todo por su afición a la pesca. En compañía de otros aventureros trasunta los bosques, los pantanos, los humedales de musgo, donde pesca y acampa.

Es de suponer que visitó personalmente los ocho lagos que describe en su frase. Por lo inexacto de los mapas también podemos conjeturar que su hipótesis de que los más vastos eran menos profundos y los más humildes guardaban profundidades vertiginosas, surgió de sus propias exploraciones. Esto es: remar en bote hasta el centro de cada lago y echar una sonda para medir su profundidad. Ocho lagos, ocho sondas echadas al agua, al menos ocho días a uno por lago en el mejor de los casos; seguramente más días. Días soleados o atravesados por el frío y la humedad del bosque, sendas abiertas o descubiertas, probables extravíos en la espesura, anécdotas de encuentros y desencuentros físicos o de temperamento con sus compañeros de viaje. Una pequeña o gran aventura, según se mire o según se escriba, puede adivinarse en esos ocho lagos explorados y medidos por Paustovski.

Pero toda esa exploración, esa vivencia, está condensada por el autor en dos breves párrafos, como una frase que describa fríamente un país o un continente. ¿Qué cielos se habrán fatigado sobre la cabeza de Paustovski y sus compañeros? ¿Cuántos días lluviosos habrán entorpecido sus andanzas? ¿En qué pastizal se habrá internado para orinar? ¿Cuál era el olor de ese pastizal húmedo todavía por el rocío de la madrugada?

Cuántas cosas que se esconden en la literatura, que sólo es un rayo de luz que se multiplica en los prismas de nuestra cabeza. Dos breves párrafos encierran un pedazo de vida palpitante para el que lo pueda ver. Paustovski ya descansa bajo la tierra rusa o de otra latitud, poco importa. Pero en lugar de pasar ignorado de todos dejó el rastro de su literatura como registro. Tanto como un perfil dibujado con lápiz a una persona, será esa literatura al Paustovski real que vivió, lloró y rio en la lejanas estepas o en las abigarradas ciudades llenas de historia de la madre Rusia. Pero ese boceto que llenamos de vida en activa labor los lectores, dice al menos: hubo una vez un hombre en Rusia que se llamó Paustovski y dedicó al menos ocho días para medir ocho lagos en la mitad de la nada que a nadie le importaban. Suficiente para justificar una vida o, al menos, un breve artículo de otro ignoto que casi sesenta años después se dedica malamente a lo mismo que Paustovski, escribir.

sábado, 16 de noviembre de 2019

Escupiré sobre vuestra tumba de Boris Vian


por Andrés G. Muglia


La génesis de este libro es quizás más interesante que el propio libro. Corría el año de 1946 cuando el joven Vian (siempre fue joven, murió a los 39) tenía la intención de publicar su inclasificable novela La hierba roja. Con esa idea la presentó en un certamen literario pero no logró el premio gordo, ni tampoco consiguió que alguna editorial escuchase sus golpes en la puerta. Como consecuencia, ofendido porque tamaña muestra de su arte fuera ignorada, contactó a un amigo editor que estaba en quiebra y le propuso el siguiente negocio: él escribiría una novela comercial en quince días, que le garantizaría un best seller y el otro la publicaría. Su amigo rubricó simbólicamente el trato y Vian volvió a los quince días con Escupiré sobre vuestra tumba. Así dice la leyenda.

Para poder escribir con libertad Vian inventó un heterónimo (no confundir con seudónimo) que se llamó Vernon Sullivan, quien era un escritor americano de color. Él mismo figuraba como traductor de la obra al francés. Detrás de esa máscara Vian soltó a volar la máquina de escribir, la aporreó, abusó de ella y de todo lo que se pudiese imaginar que se pudiera escribir en términos de: sexo, violencia, abuso sexual, pedofilia, necrofilia, tortura y asesinato. Todo eso contiene Escupiré… y es evidente que a Vian no le daba tranquilidad firmar semejante artefacto. Con todo y aunque tradujo la obra al inglés como para dar veracidad a la existencia de Sullivan, Vian terminó aceptando la autoría ante el estado francés y pagando la consecuente multa.

Escupire… es la historia de Lee Anderson, un joven afroamericano de veintiséis años que por el mestizaje tiene la apariencia de ser blanco. Lee es rubio y nadie podría adivinar que tiene dos hermanos negros. “El chico”, hermano menor de Lee, se enamora de una joven blanca y es colgado por sus familiares. Lee jura vengarlo y en eso se basa toda la historia. Aunque esta venganza no está presente al inicio del libro, sino que se va develando de a poco.

Con una carta de recomendación de un amigo blanco de su otro hermano, Lee escapa hacia un pequeño pueblo del sur de los EE.UU. donde consigue un puesto en una librería. Allí se relaciona con un grupo de jóvenes a los que, en su calidad de mayor de edad, les consigue licor. Ahí empieza la diversión. Al parecer todas las jóvenes quinceañeras del pueblo se enamoran de Lee y Vian aprovecha esto para que su personaje tenga relaciones sexuales con ellas en todos los escenarios posibles: mientras nadan en el río, entre los yuyos, en el baño de una fiesta, en el auto, con una o con dos. Tampoco se ahorra el autor detalles que hicieron que la crítica calificara a la novela como pornográfica.

 En ese ambiente de cálida promiscuidad sureña, lleno de calor, mosquitos y cantidades industriales de Whisky, Lee conoce a dos jóvenes hermanas hijas de una familia rica y racista, y decide enamorarlas para después (viene spoiler) asesinarlas y concretar su venganza. El resto del libro es una sucesión de escenas a cual más explícita, pornográfica, violenta y sobre todo efectista. El catálogo completo del Marqués de Sade se queda corto con lo que el joven Lee es capaz de hacer.

¿Qué queda de esta novelita negra, si es que algo queda? Que Vian escribe bien, aunque es curioso que haya fingido ser un autor americano escribiendo sobre temas americanos. Por ejemplo el tema de la sangre de color que corría por las venas de algunos hombres blancos, tratado por William Faulkner en el ya comentado Luna de agosto. Que podía escribir literatura culta pero también una novela escandalosa y que ese escándalo se podía convertir en un best seller. En fin, demostrar algo que después repetiría. Ya que bajo el heterónimo Sullivan escribiría otras tres novelas.

Como broche final decir que Vian falleció de un infarto en el año 1959 en un cine mientras miraba (¿lo adivinan?) el estreno de la versión cinematográfica de Escupiré… Tuve la desgracia de ver la película y supongo que Vian se murió por el destrozo que hizo el guionista con la historia original, de la cual la película no respeta casi nada. Sin embargo me cuesta pensar en una mejor carta de presentación para una novela. Si quieren leer algo truculento, chorreante (en todos los sentidos) y de dudoso gusto, no pueden perderse este libro.

Atención Recto y Sinuoso


La estructura de este libro está centrada en la descripción de las principales influencias del diseño contemporáneo, a saber: la racionalidad instrumentada al modo funcionalista, las artes plásticas y la moda. La tarea, y he aquí el compromiso más importante, fue asignarles un orden de importancia, o bien el lugar que realmente ocupan o deberían ocupar, en contra tal vez del discurso unificador de la modernidad que debajo de variados disfraces aún permanece operando.
Este texto está pensado para abordar y reflexionar en profundidad y con una base actualizada acerca de estas influencias, con la particularidad de hacerlo además desde nuestro lugar. No deberemos entonces como estamos acostumbrados, interpretar textos extranjeros, pues éste hablará de nuestra propia realidad, o bien de otras realidades, pero desde una observación y análisis realizados en Argentina.
A su vez, han sido incluidos en este libro numerosos contenidos y comentarios históricos, que recorren los principales hitos del diseño del siglo XX, y que servirán de apoyo para comprender mejor la actualidad del campo en el que interactúa el diseñador del presente siglo.

sábado, 9 de noviembre de 2019

La Ciudadela de Antoine de Saint Exupery


por Andrés G. Muglia


Sucede siempre con los autores que mueren jóvenes. Si su obra no fue prolífica y aun si lo fue, los editores buscan hasta debajo de las piedras para encontrar textos inéditos del finado. Gracias a eso conocemos por ejemplo América de Kafka, o casi todos los volúmenes de En busca del tiempo perdido de Proust. Lo que ocurre con este tipo de textos es que probablemente no han sido pulidos como el autor hubiese querido, o simplemente no fueron terminados, como el citado América que concluye en nada o en lo que hoy llamaríamos un final abierto.

Algo de esto sucede con Ciudadela de Saint Exupery. Es evidente que se trataba de un libro importante para él, quizás el más importante por el tiempo que le dedicó. Lo que no es evidente es si quería publicarlo tal como estaba. Ciudadela no tiene que ver con los libros anteriores del autor francés basados en su biografía como aviador: alegatos contra la sinrazón de la guerra como Piloto de guerra, crónicas de los comienzos de la era de la aviación como Vuelo nocturno o Tierra de hombres; y mucho menos con su archifamoso El principito.

Ciudadela es un libro inclasificable. Se basa en los pensamientos de un príncipe al que podemos adivinar árabe. Éste reflexiona acerca de todos los aspectos de la vida que considera trascendentales. La lista es heterogénea y nutrida. La fe, la justicia, el poder, el amor, el trabajo, la mujer, Dios, y el más largo etc. que se pueda imaginar.
Casi es imposible encontrar una estructura en el texto. No es un libro de teología, ni de filosofía, ni de poesía, ni de aforismos, y es todo eso a la vez. El príncipe es un máscara que usa Saint Exupery para plasmar su pensamiento, y lo que le permite esa máscara es analizar un mundo reducido de elementos casi esenciales, parecidos casualmente al paisaje que uno puede imaginarse para situar los personajes que trasuntan las páginas de la Biblia.

El desierto siempre presente, ciudades y pequeños pueblos miserables, el ejército, esclavos, labriegos, leprosos, trabajadores y artistas que sirven al príncipe. Además de elementos que se repiten una y otra vez como enormes símbolos que echan su sombra sobre todo el libro: el templo y la relación con las piedras que lo componen (metáfora de la religión y sus feligreses, como las piedras están impedidas de entender el templo ellos están impedidos de entender a Dios); el árbol (no cualquier árbol, el cedro) que busca la luz aún encerrado en una habitación a oscuras, nutriéndose del suelo y encontrando el modo de hallar eso que busca; la ciudad entendida como una navío que viaja en el desierto; el rey que vive en los recuerdos de su hijo el príncipe aleccionándolo en los misterios del poder imperial. Palacios, ciudades amuralladas, sólo alguna vez se le escapa a Saint Exupery que un soldado lleva un fusil, restituyéndonos al siglo XX desde este mundo de ensueño que más se parece al de las Mil y una noches.

Porque si a algo me hizo acordar Ciudadela fue a la interpretación gráfica que hace el genial Toppi de Las mil y una noches. Sus imágenes sugestivas, expresionistas y misteriosas, que tan bien transmiten eso que imaginamos el desierto donde bailan los espejismos y los espíritus de la soledad, me vinieron una y otra vez a la mente.
¿Y cómo se lee Ciudadela? Con mucha paciencia. En los comentarios que leí en la Web ganaban por goleada los que habían abandonado su lectura. Todos coincidían en la calidad de sus reveladoras frases, pero pocos lo habían terminado. Es cierto, Ciudadela es árido y difícil de digerir; pero me resultó más fácil cuando comprendí que era, o interpreté que era, al menos en parte, prosa poética. 

Que eso es. Además de sentencioso. Además de intento de propagar una fe que Saint Exupery tiene pero se niega a explicar porque la divinidad no puede condescender a hacerse presente a los mortales, porque dejaría de ser divinidad. Además de escrito en segunda persona como una serie de lecciones o un libro de autoayuda. Para captar su parte más hermética me sirvió relajar mi expectativa tomando pasajes enteros como largos poemas, donde no buscaba un profundo y oscuro sentido a desentrañar en base a quebraderos de cabeza, sino una musical sucesión de palabras donde el sentido sobrenada de un modo muy superficial en la suave y dulce ligazón de una palabra con otra que no busca más funcionalidad que la belleza. Conocer otras obras del autor y comprender que ante todo y aun escribiendo prosa Saint Exupery siempre fue un poeta, me ayudó en este sentido.  

A veces no hay que hacer mucha pesquisa, la prosa poética deja paso a la verdadera poesía. Se da sobre todo cuando Saint Exupery utiliza repeticiones o enumeraciones, el ritmo poético es innegable. Querer encontrar un significado exacto a todo esto es imposible y supongo que ese esfuerzo es lo que ha hecho este libro inviable a muchos lectores.
Eso no quiere decir que todo el libro esté escrito en esta clave. Contrastando con estos textos, otros son verdaderos ensayos sobre temas que le preocupan al príncipe, a Saint Exupery detrás de la máscara del príncipe. Y ahí sí que es claro, sentencioso, prescriptivo y hasta muestra rasgos insólitos, como una poco solapada misoginia. ¿Pero el autor habla de la mujer del siglo XX o la de este reino imaginario situado a comienzos del cristianismo? En fin, que no se sabe a ciencia cierta.

Hasta en esos detalles da la sensación de que Ciudadela es un libro escrito por el autor para sí mismo, sin atender a las necesidades del lector para leerlo, ni a las dificultades de los editores para clasificarlo, ni a otra cosa que no fuera su propio deseo de escribir lo que le viniese a la mente sin la necesidad de dotarlo de una estructura ni de pensar el modo en que el público pudiese interpretarlo. Ciudadela es el límite donde llega el lenguaje para expresar lo inefable: la fe, el amor, el asombro ante la maravilla del universo o la abyección del hombre; cuando más que nunca se demuestra, como decía Alberti, que las palabras son palabras. 

Saint Exupery parece querer empujar ese límite para que el lenguaje exprese más de lo que puede expresar, diga más de lo que es capaz de decir. ¿El resultado es difícil de leer? Por supuesto. ¿Es malo, es bueno? Imposible de calificar. Es una textura que gira en torno a temas y símbolos recurrentes en la que están engarzadas, como las estrellas en la noche del desierto, las brillantes frases poéticas, reflexiones, imágenes, que Saint Exupery se las arregla para dibujar sutilmente en todas sus obras; ya sean las aventuras de los primeros aviadores, o el diálogo imaginario que un piloto perdido en el desierto mantiene con un príncipe venido del espacio que le pide le dibuje un cordero.

jueves, 10 de octubre de 2019

Poesía precoz, de Rimbaud al flaco Spinetta


por Andrés G. Muglia 

 
Si yo quiero un agua de Europa es la de la charca
negra y fría donde, hacia el crepúsculo embalsamado
un niño en cuclillas lleno de tristezas, suelta
un barco frágil como una mariposa de mayo.

Arthur Rimbaud


Borges decía que la buena poesía es aquella que deja como una resonancia, algo adentro nuestro, vibrando, luego de ser leída. Ese algo misterioso, apreciado solamente por aquella parte de nuestro ser que es un arcano para esa otra parte que se dedica a calcular la compra y hacer la lista del Super, será lo que busque todo arte que se precie de tal.
El penúltimo verso de “El barco ebrio”, antes citado, siempre dejó en mi ¿alma? (digámosle así) alborozada, esa misma sensación. Una imagen acongojada y vívida aunque no sea más que una metáfora, capaz de mover las estanterías de lo que no tenemos atornillado a la razón. ¿Me conmovería la imagen del niño solitario soltando ese barquito en un charco de una calle que yo imaginaba un callejón decimonónico del Londres victoriano? ¿Sería acaso la inminente llegada del fin de este poema magnífico que, como el movimiento de una sinfonía de Beethoven, se precipita hacia el desenlace como una grandiosa fanfarria? No lo sé, y lo mejor es no saberlo, porque revelaría el misterio que hace que la poesía sea poesía, toda la magia moriría bajo las botas de la razón.

Llegué hasta Rimbaud en la adolescencia, el momento ideal para llegar a este tipo de poesía. Me cautivó al instante. Había una cierta musicalidad que se sobreponía a las traducciones, una serie de imágenes que saltaban de la página, la esencia romántica con su aire fugitivo y mórbido de la caducidad, del momento vivido con intensidad; en fin el bagaje conocido y multiplicado en mil formas del romanticismo. Además de por magistral, y quizás por eso mismo, la calidad del arte de Rimbaud se subrayó en mi mente cuando supe que toda su corta obra había sido producida cerca de la adolescencia; tal vez porque el sentido común indica que la maestría, el dominio de los propios recursos (ya sea en la poesía, el tango o el tiro libre) son un rasgo de la madurez.

En el parnaso de la poesía de todas las épocas y lugares que ha formado mi mente a lo largo de los años, se ubica a Rimbaud cerca del pináculo, dos pasitos por detrás de Apollinaire que es el Zeus de mi Olimpo, y uno al costado de Alberti con toda su sal de mar y su luz mediterránea. Por ahí anda Bukowsky soltando imprecaciones y un tímido García Lorca con sus ojos llenos de tragedia. Pero lo que destaca a Rimbaud por sobre sus compañeros en el debate e intercambio que les imagino, es que el descarado Arthur es el que voltea la mesa, vuelca el vino, hace pedorretas en el momento en que Baudelaire comienza a divagar hablando sobre su spleen, o le quita la silla a Homero para verlo caerse muerto de risa. 

Quizás no sea más que un prejuicio (y no sólo mío) pensar que un artista debe alcanzar su madurez artística de forma paralela y sincronizada a su madurez cronológica. Pero son tantas las pruebas a favor de esta idea y tan contadas las evidencias en contra, más del estilo de la excepción que confirma la regla, que es casi forzado condenar esta idea a la minoridad del prejuicio.  Sobre todo en pintura es muy fácil comprobar cómo el estilo de un artista se va construyendo con el devenir del tiempo, como un sedimento que agrega una capa sobre otra, que se modela a sí mismo. No es lo mismo el Mondrian de sus inicios al que llegó a la síntesis de “Broadway Boogie Boogie”, ni el Van Gogh de los “Comedores del papas” al del retrato de “Pere Tanguy”, sólo por citar ejemplos archiconocidos. 

Del mismo modo, el hecho de que todos los artistas que llegaron a la abstracción nacen de la figuración habla también de una evolución, de un camino hacia la madurez de la expresión plástica. Basta ver la solvencia de la obra temprana de Kandinsky, plenamente figurativa, para constatar sin muchas vueltas este mismo fenómeno. Sugiere esto que la maestría, la expresión acabada, el dominio del propio estilo y el propio universo simbólico son un fruto de la maduración (metáfora bastante simplona) natural que ofrece el tiempo y su vaivenes. 

¡Mentira! Basta para contrastar la falacia de tales afirmaciones la aparición ramplona en la historia del arte de un solo Rimbaud, con su estilo redondo, acabado y perfecto en sus términos, para darle una patada a esa concepción, para sacarle la silla a un ciego y desesperado Homero, para cagarse de risa en su propia cara. 

¿Cómo explicar este fenómeno? No se puede. Como no se puede explicar el segundo gol de Maradona a los ingleses o la materia oscura. Se disfruta tal como es o se aborda por vía de la fe.  

Rock & Roll poetry

Hablando de prejuicios yo tengo uno, y grande, con las letras de rock. Todos sabemos que el rock nace como un arte popular y que buena parte de sus letras se expresan con el trazo a veces demasiado grueso de “me gusta ese tajo que ayer conocí, ella me calienta la quiero invitar a dormir”, o bien la liviana inocencia de “a mi Popotito yo le di mi amor”. Si bien existen ejemplos de trovadores que salvan la ropa del género como Bob Dylan, que fue nominado al premio Nobel recientemente recibiendo así el reconocimiento del establishment a su categoría de poeta; y otros que pueden defender esa misma etiqueta como Leonard Cohen, Nick Cave o Ian McCulloch. Estamos (estoy) acostumbrados a tomar las líricas del rock no demasiado en serio. Habrá quienes salgan a quebrar una lanza en ese sentido invocando otros nombres: John Lenon, Jim Morrison, Frank Zappa, Ian Anderson, Paul Simon, Roger Waters, y muchos otros cuyos nombres tranquilamente podrían reclamar la corona de laureles; aunque de todos modos tampoco creo que les hubiera interesado. Después de todo el rock y la poesía no siempre van de la mano y tampoco está mal que sea así.

En el universo de nuestro rock argentino existió un rockero al que le cuadró el apelativo de ser el “poeta del rock”, el flaco Spinetta. No vamos a desgranar aquí una biografía del flaco, siendo que abunda material en internet para saciar la curiosidad del más exigente; lo que sí vamos a decir es que Spinetta tenía bien ganado ese apodo. Músico siempre respetado, miembro y fundador de bandas de leyenda como Almendra, Pescado Rabioso, y Spinetta Páez, las líricas de Spinetta siempre fueron bastante más allá que las de sus contemporáneos. Había otro vuelo en Spinetta. ¿Devenía aquello de su formación cultural, de su confesa admiración por autores difíciles como Antonin Artaud? No se sabe, o es inútil saberlo. Describir el horno de donde sale la tarta no explica (jamás) la tarta.

Hace poco me entusiasmé con una canción que ya conocía, pero que no había escuchado realmente. La canción, que me enganchó cuando la re-descubrí, me arrastró con ella a ese limbo del repeat con su pulsión obsesiva sobre el iconito de la flecha que regresa una y otra vez al inicio de la canción. “Barro tal vez” fue reiterada hasta el hartazgo en mi automóvil, mi celular, el equipo de música de casa y todo aparato sensible de reproducir sonido; con la ironía tal vez de que se trata no de la típica balada del rock sino de una zamba (no confundir con la zamba brasilera lectores internacionales). La droga del repeat, tan fácil ahora que los soportes no son los cassetes rebobinables (rebobiabominables) de antaño, me había hecho un yonkie sonoro de “Barro tal vez”. Pero el golpe de gracia me lo dio saber que Spinetta había escrito esta joya exquisita a los quince años. 

No me gustan los análisis detenidos de la poesía. Siento que estoy asistiendo a una disección sobre la mesa de una morgue, lejana a aquella lúdica de Lautreamont donde se encontraban insólitamente un paraguas y una máquina de coser, y cercana al cuadro “La lección de anatomía” de Rembrandt donde tan bien representada está la lividez del cadáver del hombre que se ha transformado en objeto (de estudio pero objeto al fin). Pero hay veces que vale la pena. Hecha la disculpa entremos en materia.

“Si no canto lo que siento
Me voy a morir por dentro
He de gritarle a los vientos hasta reventar
Aunque solo quede tiempo en mi lugar”

De movida no más (en los dos primeros versos) Spinetta da cuenta que conoce tan tempranamente la angustia del que tiene algo que expresar y debe hacerlo a como dé lugar, aquello de pasar lo ininteligible del lado de lo inteligible que tanto torturaba a Gustavo Adolfo Becquer: acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar después en la escena del mundo”.

Por si ya no fuese bastante con articular este sentimiento tan difícil de expresar, el flaco arremete con los dos versos finales para enunciar el otro gran motivo que impulsa al artista a hacer lo que hace: permanecer con su expresión más allá de su tiempo vital, dejar su huella para que quede aún después de que él se haya ido “aunque sólo quede tiempo en mi lugar”.

“Si quiero me toco el alma
Pues mi carne ya no es nada
He de fusionar mi resto con el despertar
Aunque se pudra mi boca por callar”

Y sigue describiendo la maravilla de ser artista, de alguien que si quiere “se toca el alma”, imagen dolorosa pero lejana a los que viven haciendo cálculos de stock o tecleando calculadoras. Y repite que si no se expresa, simplemente lo mejor de él, su arte, va a morir (y él un poco claro está) “aunque se pudra mi boca por callar”. 

“Ya lo estoy queriendo
Ya me estoy volviendo canción
Barro tal vez
Y es que esta es mi corteza
Donde el hacha golpeará
Donde el río secará para callar”

A los quince años qué puede saber uno de lo que será su vida, su destino, su futuro. Pero el flaco lo sabía, y lo quería. Quería volverse canción, dejar en la memoria de la posteridad no la anécdota más o menos interesante sobre su pasar por el mundo, sino la brillante simiente de su arte para que se multiplicara cada vez que su música fuera reproducida. “Ya lo estoy queriendo / Ya me estoy volviendo canción”. Y mientras el arte lo hace inmortal, trasciende su tiempo, el cuerpo, ese vestido destinado a la fosa, se vuelve en ella “Barro tal vez”, y después de eso, cuando los inocentes y repugnantes gusanos hagan lo suyo y la materia se disperse y luego se agrupe nuevamente para formar otra cosa se convertirá quizás en “la corteza / Donde el hacha golpeará / Donde el río secará para callar”.
Quince años. Escribir eso a los quince años. 

Hay un sentimiento. No sé si llamarlo envidia, porque tiene que ver con la admiración, con el asombro, con el amor tal vez. Más arriba mencioné el gol de Maradona a los ingleses. Cualquiera que se haya puesto los cortos y un par de botines y haya saltado al césped con la intención de hacer un gol o evitar que le hagan uno, ha mirado esa imagen y ha deseado ser Maradona, haber creado esa sinfonía en movimiento cuya trayectoria zigzaguea entre cuerpos rivales. Nadie al que le guste el fútbol puede evitar eso. 

Me pasa eso mismo con “Barro tal vez”. Me hubiera gustado escribirla yo. No hay mucho más que decir. O sí, avisarle al flaco, aunque no lea esto y aunque quizás ya lo sabía en 1965 a los quince años, que ya se convirtió en canción. 

Barro tal vez, versión original: https://www.youtube.com/watch?v=xdrmY06iCcU

Otra versión que me gusta mucho, más jazzera: https://www.youtube.com/watch?v=w-iBgr-4EfI

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Acerca de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust

por Andrés G. Muglia


Comentar libros es un modo de alejar del olvido lo que hemos leído. Una forma de rescate de ese inefable que, todavía fresco, no se ha disuelto en las omisiones inevitables de la memoria a largo plazo. A propósito de esta faceta del comentario literario como género, nunca más oportuno que uno en esta clave con respecto a la obra de aquel dandi intelectual que fue Marcel Proust. Precisamente porque los siete libros que componen “En busca del tiempo perdido” son su combate personal, encarnizado, obsesivo al final de su vida, contra todas las formas del olvido. “En busca…” es un ejercicio de recuperación de los vestigios de ese mundo naufragante del que Proust fue testigo. Un mundo que más que nunca se dirigía hacia la disolución y que tuvo su golpe de gracia en la Primera Guerra Mundial.

Testigo y privilegiado, dos términos que Proust llenó en toda regla. Testigo porque todo lo que describe, salvo su propios sentimientos por Albertine, la joven que ¿amó?, lo encuentra en una posición perfectamente consciente (y consistente) de cronista de una época. Es sobrecogedor advertir hasta qué punto Proust entiende que su destino es dejar registro de lo que fue el “Gran Mundo”, como él lo llama brutalmente y sin contraste de ironía, de la Francia de finales del siglo XIX. Y privilegiado porque sin tener ningún título nobiliario, menos gracias que a pesar de pertenecer a una acomodada familia burguesa (su padre fue un reputado psiquiatra), Proust tuvo acceso al mundo secreto de la alta sociedad francesa y sus salones, ese universo subterráneo que contradictoriamente se revelaba en sus cotilleos en las secciones de sociedad de Le Figaro. Pero revelarse no es darse a conocer. Lo que podía reconocer el vulgo de esa alta sociedad donde la genealogía era más importante que la fortuna, eran nebulosas aproximaciones de un contorno, de un cuerpo oscuro del que Proust nos ofrece, quizás con reminiscencias del oficio médico de su padre (tal como Foucault), sus entrañas con la frialdad y el detalle de una disección anatómica. 

Pero seríamos injustos si dijéramos que hay sólo un testigo objetivo en Proust, quien es además un poeta, un filósofo y un estilista. En las cerca de 2.800 páginas de “En busca…” (edición de Alianza) encontraremos algo que solamente un verdadero artista puede lograr: ser veraz sin ser frío, narrar de modo sinestésico las formas múltiples de lo vivido en sus diversos planos: imágenes, olores, sabores; pero también detallando gestos, inflexiones de voz, actitudes corporales de los actores. Y todo eso filtrado por la reflexión, la inteligencia, la ironía sabrosa de un escritor que confiesa algunos de sus pecados sin juzgar (mucho) los de los demás. Algunos los confiesa por espíritu de época: el machismo rezuma toda la obra desde el momento en que las mujeres son encasilladas en categorías que las hacen semejantes, muchas incómodas veces, a objetos. Una cocotte, por más que en base a sucesivos casamientos pueda convertirse en Marquesa, nunca será respetable para Proust. El diálogo de una mujer, su inteligencia, su cultura, no será equiparable a una conversación entre hombres cultos. La mujer, como un animalito sometido a sus instintos primarios, siempre debe ser vigilada para que no escape hacia los excesos de la infidelidad. 

    La doble vida. Toulouse Lautrec.

Los propios pecados, los que escapan al contexto, como la reclusión motivada por sus celos a que somete a Albertine durante el volumen titulado elocuentemente “La prisionera”, son descriptos tan descarnadamente como los ajenos, y si Proust anota morosamente sus sensaciones, es menos para justificar lo monstruoso de su conducta que para analizar las sombras del alma humana.

Los celos son uno de los ejes fundamentales en donde reposa todo el andamiaje de “En busca…”. Los de Proust hacia Albertine que se llevan dos volumenes (5º y 6º): “La prisionera” y “La fugitiva”; pero también los de Swann, otro de los personajes principales, por su obsesionante Odette en  “Por los caminos de Swann” (volumen 1º). En esos tres libros Proust hace una radiografía exhaustiva de los celos masculinos, como testigo y como protagonista. En éste último caso, llega al extremo de celar a su amante después de muerta. Buscando testimonios que dieran cuenta del lesbianismo de Albertine y confirmaran sus sospechas que lo llevaran a recluirla.

Pero este ejercicio de describir pasiones no se agota en los celos, sino que continúa en la revelación de inclinaciones prohibidas a la descripción de su época, tal como el lesbianismo, la homosexualidad o el sadomasoquismo; que son comentados por Proust con la misma tranquila parsimonia que lo lleva a conversar con todo lo que somete a su escrutinio. En “Sodoma y Gomorra” (4º volumen) el Barón de Charlus (inspirado aparentemente en el famoso Barón de Montesquieu), respetable miembro de una aristocracia en la que Proust pugnaba por introducirse, se convierte en protagonista de la escena. Su doble vida homosexual, que a medida que los volúmenes avanzan comenzará a emerger de las bambalinas cada vez menos sutilmente, es descripta como ejemplo de lo que en su época la alta sociedad barría debajo de la alfombra. La homosexualidad reaparecerá más adelante en la figura del íntimo amigo de Proust, Robert de Saint-Loup, miembro de la nobleza y oficial del ejército que, casado con una antigua amiga de Proust, Gilberte, hija de Swann y amor platónico del autor en su adolescencia, le hace vivir un matrimonio desgraciado fruto de su desdoblamiento.


   Barón de Montequieu. Boldini.

Sin embargo y a pesar de no tener empacho en contar sus propias miserias y debilidades: los siete volúmenes de “En busca…” están atravesados prolijamente por la descripción de la enfermedad de Proust, un asma que lo empujaba a la hipocondría y lo convertía en poco menos que un inválido; el autor no asume su propia homosexualidad de la que existen múltiples registros. Puede ser comprensivo hacia las pasiones de los demás (en el último volumen describe sin juicio de valor el giro de Charlus hacia la pederastia), pero no es capaz de sacarse a sí mismo del closet. Es curioso, porque en toda la obra las “faltas” de los hombres son consideradas con indulgencia, meros deslices, mientras que las de las mujeres los son con dureza. Sin embargo la imparcialidad aparente de Proust no es suficiente como para poner en papel su propia esencia, la que trasfiere y analiza en otros personajes.

    La vida para la galería. Klimt.

Pero quizás llevemos demasiado lejos la interpretación de “En busca…” como una transcripción puntual de lo vivido por el Proust real. Mucho de ficción hay en los siete volúmenes, y no todas son máscaras sobre rostros reales, aunque muchos se quiebren la cabeza jugando al quién es quién y buscando a las personas de carne y hueso detrás de los personajes.

Como en cualquier novela o historia podemos discriminar en “En busca…” dos ejes de atención: escenario y personajes. El contexto, la Francia de comienzos de siglo XX y los lugares presentados: París, Combray y Balbec; los últimos, dos destinos turísticos cuyo nombres reales son Illiers en el caso del primero, una aldea en la campiña donde la familia Proust tenia una casa de verano; y Cabourg en el del segundo, ciudad balnearia situada en Normandía. Hay un paso por Venecia y también menciones a paseos por otras localidades cercanas a París, pero estos tres primeros serán los escenarios principales.

Para poner en dimensión la importancia de la obra de Proust en las letras del siglo XX, basta con decir que el gobierno francés decidió rebautizar como Illiers-Combray al pueblo en el que transcurre el primer libro de “En busca…”. Y para más referencias reales en relación a su obra, sugiero buscar en la red “Grand Hotel Cabourg” para reconocer inmediatamente aquella soberbia construcción descripta en “A la sombra de las muchachas en flor” (2º volumen), con todo y las magníficas vidrieras del comedor donde un joven Marcel se extasiaba viendo el mar.


Por el lado de los personajes la obra de Proust será, como la del Balzac en cuyas páginas los comentaristas han reseñado a más de dos mil, una verdadera sociedad articulada a través de sus interrelaciones y su posición de clase. La enorme cantidad de personalidades que vemos desfilar en “En busca…”, desde Francisca, cocinera de la tía de Proust en Combray, luego sirvienta de su familia en París, muestra de la clase humilde campesina francesa de ambigua relación con el protagonista al que sirve pero también juzga y critica; hasta la princesa de Guermantes, mujer inalcanzable de la que Proust estaba enamorado y a la que esperaba en los jardines de los Campos Eliseos con la sola y patética ambición de verla un momento, y en cuyo salón, el más famoso de París, soñaba con introducirse; vemos cruzar ante nuestros ojos una verdadera población discriminada en sus individuos, con sus respectivas personalidades, mañas, bondades y miserias. 

La cantidad y variedad de personajes es tal que a veces es necesario volver sobre nuestros pasos para releer algún pasaje donde se introdujo a alguno de ellos. Pues los actores de Proust se desarrollan a lo largo de la novela, no son estáticos sino que crecen, envejecen, se envilan de vicios o mueren; y hay que estar atentos a esos cambios para comprender además en dónde nos encontramos con respecto a una línea de tiempo de la que Proust aporta pocas fechas concretas. Ejemplo de ello es el último volumen “El tiempo recuperado”, donde un Proust que se mantuvo largo tiempo alejado de los salones, regresa a uno de ellos. En lo que en un primer momento el autor nos describe, en una genial metáfora, como una fiesta de disfraces en que sus antiguos conocidos se han disfrazado de ancianos, descubrimos en realidad el paso del tiempo que ha hecho mella en todos ellos, incluido el propio Proust.

    La opera de París. Pisarro.

Hay algunas personalidades que se destacan sobre esta comunidad que Proust pone a vivir en sus páginas. La madre, desde un primer momento subrayada en protagonismo, motivo de los desvelos de un Proust niño que esperaba con torturada impaciencia su beso de las buenas noches y que, cuando éste no llegaba fruto de alguna reunión social, lo sumergía en atribulado sufrimiento. La abuela, columna de la familia, personaje sutil que entendía la peculiaridad de su nieto, cómplice a veces, eterna fuente de comprensión donde Proust refugia muchas veces su desasosiego. Su muerte se lleva parte de las páginas más sentidas de la novela. El padre, destacable sobre todo por su ausencia dentro de la obra (¿en la vida de Proust?). Por momentos severo, por otros distante, a veces condesciende a una muestra de cariño, como cuando deja que la madre pase la noche leyéndole a su hijo en uno de sus numerosos ataques de angustia; escena que el escritor muestra negativamente como la asunción final por parte del padre de la debilidad de su hijo. 

De los personajes que no forman parte de la familia el más importante al comienzo de la obra es Charles Swann, basado en parte en Charles Ephrussi, un reputado coleccionista y crítico de arte de religión judía. El imaginario Swann es un corredor de bolsa amigo de la familia (heredó esa amistad de su padre, también corredor de bolsa, con el abuelo de  Proust), que vive en una mansión venida abajo en un barrio parisino de mala fama; prefiere gastar su fortuna en obras de arte que dilalapidarla en distracciones menos edificantes. Eterno diletante, Swann está escribiendo siempre un ensayo sobre Jan Vermeer que nunca concluye. Pero también tiene un costado superficial, que es su pasión por los salones parisinos. A fuerza de propio talento y sin contar con un apellido que lo avale, es un visitante apreciado, amigo de princesas, barones y marqueses. Swann es ejemplo de cómo la burguesía pugnaba por entrar al “Gran Mundo”. 

    Charles Ephrussi.

En el primer volumen traba relación con Odette de Crecy en el salón burgués (que quería imitar a los de la aristocracia) de la familia Verdurin. Odette es otro ejemplo de cómo accedía la burguesía a los salones: los hombres por talento, las mujeres por belleza. Esto, así de terrible, lo describe Proust en varios ejemplos a lo largo del libro. Está claro que no solamente era belleza lo que Odette prodigaba en los salones, y la caída de Swann es, precisamente, enamorarse de Odette. Primero haciéndola su “querida” para, sobre el final del libro, con el sólo objeto de hacer exclusivo su amor (la posesión de la mujer como un bien es uno de los tópicos reiterados en “En busca…”) cometer el dislate supremo que dejó boquiabierta a esa sociedad a la que Swann había destinado tantos esfuerzos por pertenecer: casarse con ella. ¡Casarse con una cocotte! Reunía así dos pecados supremos para su época: ser judío y casarse con una puta. Así de brutal se dice y así de brutal lo pensaba la sociedad “bien” de su tiempo, que nunca le perdonó aquel pecado.

Swann es importante en el universo proustiano, porque anticipa de cierto modo el proceder de Proust a continuación de la historia. Proust también, en la novela y en la vida real, fue un burgués que por su brillante inteligencia, su cultura y su conocimiento de la compleja etiqueta de la aristocracia, adornó el ambiente de los salones de la Belle Époque. Donde no sólo pululaban los aristócratas sino que los artistas: escritores, músicos, cantantes, actrices y actores especialistas en el recitado y la declamación, eran invitados a entretener a la aristocracia. El caso de Proust era particular, porque a pesar de no concretar nunca una obra (la publicación de un artículo suyo en Le Figaro es un acontecimiento que se festeja como notable promediando la novela) había logrado “pertenecer”, y ser un invitado regular en los más destacados salones. 


    La vida a plein air. Seurat

Del mismo modo, la obsesión enfermiza de Swann por Odette es reproducida puntualmente en la de Marcel por Albertine, tanto que por momentos se tiene la sensación de releer una misma historia con los nombres cambiados. Albertine es una bella joven que Marcel conoce en Balbec en “A la sombra…”, junto con otro grupo de amigas de la alta burguesía. Pero Albertine no tiene fortuna, vive prácticamente de las invitaciones de sus amistades acomodadas, que la llevan de vacaciones y la hacen participar de ese mundo al que nunca podrá pertenecer. Como Odette, Albertine tiene por todo capital su encanto y su belleza, lo que la lleva, privada de dote y de apellido que la respalde, a someterse a los tiranos deseos de Proust que la rebaja a obligarla a convivir con él sin estar casados en “La prisionera”. 

La manipulación psicológica del protagonista sobre Albertine es nauseabunda, como para un manual de maltrato. La conserva enclaustrada en sus habitaciones y recibe a sus amistades sin que estas sospechen que la joven se encuentra encerrada a pocos pasos de ellos. Aunque Marcel tiene, en comparación con Swann, una preocupación más con la que fustigarse: la sospecha del lesbianismo de Albertine que lo somete al espiral de obsesión que lo lleva a encerrarla. En uno de esos juegos psicológicos de amo y servidor que llevaban como único objeto esclavizarla aún más, Marcel la despide una noche pensando que ella no será capaz de irse de su lado. Pero para su sorpresa, la jugada le sale mal y Albertine hace sus petates y se manda a mudar mientras él duerme; con la asistencia de la fiel Francisca (fiel a Proust pero que odia a la joven) que, por no despertar al señorito, no le advierte de la fuga hasta que ya es muy tarde.

La historia de Swann, la de Odette, la de Albertine y la del propio Marcel, son las de personajes que intentan quebrar el orden establecido de una sociedad de castas fuertemente parceladas, cuyo cascarón se irá quebrando lentamente a lo largo de la novela, para dejar entrar en él, mediante la mixtura y una especie de “mestizaje de clases”, a la burguesía que sobre el final de “En busca…” se queda con el premio mayor. Odette, tras la muerte de Swann y gracias a un segundo matrimonio, se convierte en Marquesa. Madame Verdurin logra que su salón sea el de más brillo del barrio de Saint Germain. La hija de Swann y Odette, Gilbert, gracias a renunciar al apellido Swann y adoptar el de su padre adoptivo, Forcheville, logra que la alta sociedad olvide su “tara” de origen que le vedaba el acceso a los salones, y se casa con el Marqués de Saint Loup.

    Dulce spleen. Monet.

Lo que Proust narra no es otra cosa que el ascenso de una clase y la declinación de otra. A pesar de pertenecer a la triunfante, Proust anota la victoria con cierta nostalgia. Él también, como Albertine, era esclavo, pero no de una persona en particular, sino de ese orden asimétrico que intenta retratar y en el que encuentra personajes a quienes, a pesar de sus defectos evidentes, les logra sonsacar motivos de admiración. 

El tercer eje sobre el que se basa cualquier novela, junto con el escenario y los personajes, es decir la trama, en muchos sentidos brilla por su ausencia en “En busca…”. No se trata de que no existan historias dentro de la novela y de que no interese seguir su devenir, sino que encontramos un universo de ellas, como un patchwork de escenas cuyo nexo, su único hilo conductor, es el propio autor que las atraviesa y las pone en relación. Y hasta en ese sentido la obra no es un todo consistente, porque mientras que en algunos pasajes la voz en primera persona describe experiencias vividas, en otros casos el narrador se eleva por sobre su universo de marionetas para convertirse en omnipresente mirada de acontecimientos que nunca pudo haber presenciado.

Podría decirse que “En busca…” es menos una historia lineal que una sucesión de escenas, de instantáneas y aguafuertes que muestran un mundo menos congelado que bullente en un momento determinado. Pero la lente de Proust no sólo detalla personajes, sino que los atraviesa revelándonos sus almas, sus deseos, sus sentimientos o sus contradicciones. Realiza esta operación (de nuevo la medicina), esta disección de entomólogo, armado con las mismas herramientas que le abrieron las puertas de esos salones privados, tan anhelados como cerrados a los de su condición: su inteligencia, su sensibilidad, su poder de observación, su prodigiosa memoria, su ironía y su exquisito estilo.


    Ser o parecer. Cailllebotte.

 “En busca…” es un ejemplo de los sacrificios que debe hacer un artista al crear su obra, de las decisiones que tiene que tomar y los caminos que está obligado a abandonar en favor de su plan. En este caso la acción se sacrifica a la descripción. ¿Por inclinación natural del escritor hacia una de las dos? ¿Por decisión consciente en cuanto a lo que la obra necesita? Sólo podemos conjeturarlo. Lo cierto es que si alguna dificultad entraña la lectura de “El tiempo..” es, además de su maratónica extensión, el tiempo que el lector demora en adaptarse, en comprender y entenderse con el estilo del autor; que se solaza en la digresión, la descripción pormenorizada de los detalles, las sensaciones, los gestos y lo que estos ocultan.

En un mundo basado en el esnobismo, donde conocer la correcta genealogía de una persona variaba el modo en que se la saludaba (con arrobada genuflexión a un noble, con respeto a un notable o a un político, con desprecio a un arribista). En donde la diferencia entre los auténticos aristócratas de larga ascendencia nobiliaria y los nuevos ricos, era que los primeros eran deferentes y considerados hacia sus lacayos, a los que tratan familiarmente, mientras que los segundos los despreciaban y sometían para demostrar su categoría superior (algo que el noble no se veía forzado a hacer porque su superioridad estaba ya demostrada en su prosapia); en ese mundo superficial, injusto y por momentos nauseabundo que se enraíza en la lejana pero todavía presente corte de Luis XIV, es donde insólitamente Proust se propone ser profundo. Lo más asombroso es que, viendo el barro con el cual se dispuso a modelar su monstruo, Proust consiga de un modo tan rotundo este resultado a la vez descarnado, inteligente, sutil, ocurrente y perturbador en muchos pasajes.

No en vano esta novela que escribió obsesivamente en sus últimos años de vida encerrado en una habitación con las paredes forradas de corcho para que no le llegaran los ruidos del exterior, ha sido señalada como una de las grandes obras de la literatura del siglo XX. No se equivocaba Proust cuando presentía su destino. Su prosa describió un mundo desaparecido, como las pinturas de Altamira congelaron el suyo prehistórico en un gesto. La posteridad: nosotros, los que vendrán después de nosotros, agradecidos.

Posdata: descubro con una última lectura de este artículo, que a pesar de advertir sobre el peligro de confundir la ficción de "En busca..." con la verdadera vida de Proust, yo también, por pasajes, caigo en esa trampa. Queda, a consecuencia de esto un deuda: profundizar en la biografía de Proust y escribir otro artículo (o reescribir éste) con enmiendas, aclaraciones y desmentidos que puntualicen qué hay de verdad y qué de ensoñación en "En busca...". ¿Fue Proust un Barba azul que mantuvo cautiva a una pobre joven, o es puro simbolismo? ¿Era hijo único como indica en la obra, o tenía un hermano que se dedicó con amor a publicar su obra póstumamente? Quizás sea lo mejor (y más poético) permanecer en el engaño, pensar que los escritos de este soñador serial que fue Proust son más reales que la realidad que le tocó vivir. Elegir el arte sobre la realidad. No está tan mal después de todo.