sábado, 28 de diciembre de 2019
Ocho lagos rusos
Publiqué "Ocho lagos rusos" en la revista cultural CULTURAMAS de España. El link:
https://www.culturamas.es/2019/12/27/ocho-lagos-rusos/
La ciudadela de Antoine de Saint Exupery
Publiqué el artículo "La ciudadela de Antoine de Saint Exupery" en la revista cultural CULTURAMAS de España. El link:
https://www.culturamas.es/2019/12/25/la-ciudadela-de-antoine-de-saint-exupery/
viernes, 13 de diciembre de 2019
Ocho lagos rusos
por
Andrés G. Muglia
Encontré
en una mesa de ofertas de una feria el libro Relatos Escogidos de un ignoto (para mí) Konstantín Paustovski. Me
llamó la atención la calidad del libro: cosido, encuadernado en tela y con
sobrecubierta. Pero lo que más me atrajo la atención fue la editorial: Progreso,
y su procedencia, pues el libro está impreso en Moscú. Intrigado por el
insólito derrotero que le supuse, empecé a investigar y descubrí que la editorial
Progreso había sido fundada en la URSS durante los años ´30 del siglo pasado, con
el objetivo de editar autores extranjeros que no estuviesen traducidos al ruso dentro
del territorio soviético y difundir los propios al exterior. Progreso, junto
con la editorial Mir que editaba textos científicos, llegó a tirar millones de
ejemplares traducidos a cincuenta idiomas que se distribuyeron en todo el
mundo.
Paustovski
fue uno de los autores elegidos por Progreso. Investigando un poco descubrí que
había sido nominado al premio Nobel de literatura en 1965, por lo que no me
encontraba como creía ante un desconocido. Naturalmente al principio del libro,
prologado por el mismo autor, éste hace una pequeña lamida de botas al régimen:
“Finalmente quiero insistir en que mi
formación como escritor y como hombre ha trascurrido en la época soviética. Mi
país, mi pueblo y la sociedad nueva, auténticamente socialista, creada por él son
el fin supremo a que he servido, sirvo y serviré con cada palabra escrita”.
Queda
bastante claro, a mí me queda, por qué la URSS editaba y difundía a Paustovski.
Por otro lado esto no es nuevo. En época de la Ilustración y antes también era
costumbre dedicar los libros al rey, príncipe o mecenas de turno. Y si
Maquiavelo dedicó El Príncipe a
Lorenzo de Médici, por qué Paustovski no lo iba a dedicar a su amo. Tibia justificación
a veces la de la historia y los archivos.
Como
sea, Paustovski no se queda en el alago de bienvenida, sino que lo que escribe
está atravesado por su ideología. ¿Y qué texto no lo está? Se podría inferir a
esta observación. Sus relatos y descripciones, de un estilo romántico que el
autor reivindica, contienen constantes referencias a los logros de la
revolución. Eliminada esa maleza, nos encontramos con algo más profundo y que,
suponemos, llevó a que Progreso difundiera su obra: el amor de Paustovski por
Rusia. Y en esto también conviene su prosa para ser difundida, porque ese amor
lo llevó a ser un incansable viajero de tierras difíciles de conocer para el
occidental e incluso para el propio ruso.
En su
descripción de la región boscosa de Meschora, Paustovski expresa un sentimiento
análogo al de otro enamorado de su tierra: Ernest Wiechert, que tan
hermosamente habla de la Selva Negra en Bosques
y hombres. Es muy del cuño romántico y de estos “neorománticos” tardíos que
aparecen en el siglo XX, el amor por el terreno salvaje, la exploración de este
terreno y la vida rural exaltada en un estilo bucólico. Por esa exaltación
quizás es que el fruto de su obra ha sido tan utilizado por los regímenes
totalitarios para exaltar el patriotismo; indirectamente este tipo de textos convienen
a esos efectos. En el caso de Wiechert sin embargo, eso no fue suficiente para
el régimen nazi, que lo puso en una de sus listas negras y quemó alegremente
sus libros. Paustovski por su parte tuvo mejor suerte con el régimen comunista.
Una
de estas descripciones que Paustovski hace de las tierras baldías de la Rusia
profunda, es la que motiva este humilde apunte. Cito textual:
“Al oeste del territorio de Meschora,
en las llamadas tierras de Boróvaya, hay ocho lagos rodeados de pinos. A ellos
no lleva ningún camino ni senda y sólo se puede llegar allí atravesando el
bosque con ayuda del mapa y de la brújula.
Aquellos lagos tienen una peculiaridad
muy extraña: cuanto más pequeños son, mayor es su profundidad. La del gran lago
Mítinskoe sólo llega a cuatro metros, y en cambio, la del pequeño lago Udiómnoe
es de diecisiete”.
Estos
dos breves párrafos saltaron a mi mente dotados de una extraña resonancia que
no pude comprender al principio. Sin nada fuera de lo común, sin una expresión
especialmente veraz ni mucho menos lírica o poética de lo que trataban,
motivaron sin embargo algunas reflexiones que a continuación intentaré plasmar.
Antes
de estos párrafos Paustovski describe el modo deficiente en que estaba
cartografiada la vasta geografía de Meschora. Consigue un viejo mapa donde va
constatando que la región ha cambiado o no ha sido recorrida a conciencia por
los cartógrafos. Enormes extensiones se encuentran apenas esbozadas y muchas
han mutado, incluso los causes de los ríos han variado de emplazamiento.
Descartada la ayuda de los lugareños que son especialmente ineptos para dar
cualquier referencia que se les pida, Paustovski toma la tarea en sus manos y
se dedica a recorrer la zona impulsado sobre todo por su afición a la pesca. En
compañía de otros aventureros trasunta los bosques, los pantanos, los humedales
de musgo, donde pesca y acampa.
Es de
suponer que visitó personalmente los ocho lagos que describe en su frase. Por
lo inexacto de los mapas también podemos conjeturar que su hipótesis de que los
más vastos eran menos profundos y los más humildes guardaban profundidades
vertiginosas, surgió de sus propias exploraciones. Esto es: remar en bote hasta
el centro de cada lago y echar una sonda para medir su profundidad. Ocho lagos,
ocho sondas echadas al agua, al menos ocho días a uno por lago en el mejor de
los casos; seguramente más días. Días soleados o atravesados por el frío y la
humedad del bosque, sendas abiertas o descubiertas, probables extravíos en la
espesura, anécdotas de encuentros y desencuentros físicos o de temperamento con
sus compañeros de viaje. Una pequeña o gran aventura, según se mire o según se
escriba, puede adivinarse en esos ocho lagos explorados y medidos por
Paustovski.
Pero
toda esa exploración, esa vivencia, está condensada por el autor en dos breves
párrafos, como una frase que describa fríamente un país o un continente. ¿Qué cielos
se habrán fatigado sobre la cabeza de Paustovski y sus compañeros? ¿Cuántos
días lluviosos habrán entorpecido sus andanzas? ¿En qué pastizal se habrá
internado para orinar? ¿Cuál era el olor de ese pastizal húmedo todavía por el
rocío de la madrugada?
Cuántas
cosas que se esconden en la literatura, que sólo es un rayo de luz que se
multiplica en los prismas de nuestra cabeza. Dos breves párrafos encierran un
pedazo de vida palpitante para el que lo pueda ver. Paustovski ya descansa bajo
la tierra rusa o de otra latitud, poco importa. Pero en lugar de pasar ignorado
de todos dejó el rastro de su literatura como registro. Tanto como un perfil
dibujado con lápiz a una persona, será esa literatura al Paustovski real que
vivió, lloró y rio en la lejanas estepas o en las abigarradas ciudades llenas
de historia de la madre Rusia. Pero ese boceto que llenamos de vida en activa
labor los lectores, dice al menos: hubo una vez un hombre en Rusia que se llamó
Paustovski y dedicó al menos ocho días para medir ocho lagos en la mitad de la
nada que a nadie le importaban. Suficiente para justificar una vida o, al
menos, un breve artículo de otro ignoto que casi sesenta años después se dedica
malamente a lo mismo que Paustovski, escribir.
sábado, 16 de noviembre de 2019
Escupiré sobre vuestra tumba de Boris Vian
por Andrés G. Muglia
La génesis de este libro es quizás más
interesante que el propio libro. Corría el año de 1946 cuando el joven Vian
(siempre fue joven, murió a los 39) tenía la intención de publicar su
inclasificable novela La hierba roja.
Con esa idea la presentó en un certamen literario pero no logró el premio
gordo, ni tampoco consiguió que alguna editorial escuchase sus golpes en la
puerta. Como consecuencia, ofendido porque tamaña muestra de su arte fuera
ignorada, contactó a un amigo editor que estaba en quiebra y le propuso el
siguiente negocio: él escribiría una novela comercial en quince días, que le
garantizaría un best seller y el otro la publicaría. Su amigo rubricó
simbólicamente el trato y Vian volvió a los quince días con Escupiré sobre vuestra tumba. Así
dice la leyenda.
Para poder escribir con libertad Vian inventó
un heterónimo (no confundir con seudónimo) que se llamó Vernon Sullivan, quien era
un escritor americano de color. Él mismo figuraba como traductor de la obra al
francés. Detrás de esa máscara Vian soltó a volar la máquina de escribir, la
aporreó, abusó de ella y de todo lo que se pudiese imaginar que se pudiera
escribir en términos de: sexo, violencia, abuso sexual, pedofilia, necrofilia,
tortura y asesinato. Todo eso contiene Escupiré…
y es evidente que a Vian no le daba tranquilidad firmar semejante artefacto.
Con todo y aunque tradujo la obra al inglés como para dar veracidad a la
existencia de Sullivan, Vian terminó aceptando la autoría ante el estado
francés y pagando la consecuente multa.
Escupire…
es la historia de Lee Anderson, un joven afroamericano de veintiséis años que
por el mestizaje tiene la apariencia de ser blanco. Lee es rubio y nadie podría
adivinar que tiene dos hermanos negros. “El chico”, hermano menor de Lee, se
enamora de una joven blanca y es colgado por sus familiares. Lee jura vengarlo
y en eso se basa toda la historia. Aunque esta venganza no está presente al
inicio del libro, sino que se va develando de a poco.
Con una carta de recomendación de un amigo
blanco de su otro hermano, Lee escapa hacia un pequeño pueblo del sur de los
EE.UU. donde consigue un puesto en una librería. Allí se relaciona con un grupo
de jóvenes a los que, en su calidad de mayor de edad, les consigue licor. Ahí
empieza la diversión. Al parecer todas las jóvenes quinceañeras del pueblo se
enamoran de Lee y Vian aprovecha esto para que su personaje tenga relaciones sexuales
con ellas en todos los escenarios posibles: mientras nadan en el río, entre los
yuyos, en el baño de una fiesta, en el auto, con una o con dos. Tampoco se
ahorra el autor detalles que hicieron que la crítica calificara a la novela
como pornográfica.
En ese
ambiente de cálida promiscuidad sureña, lleno de calor, mosquitos y cantidades
industriales de Whisky, Lee conoce a dos jóvenes hermanas hijas de una familia
rica y racista, y decide enamorarlas para después (viene spoiler) asesinarlas y
concretar su venganza. El resto del libro es una sucesión de escenas a cual más
explícita, pornográfica, violenta y sobre todo efectista. El catálogo completo
del Marqués de Sade se queda corto con lo que el joven Lee es capaz de hacer.
¿Qué queda de esta novelita negra, si es que
algo queda? Que Vian escribe bien, aunque es curioso que haya fingido ser un
autor americano escribiendo sobre temas americanos. Por ejemplo el tema de la
sangre de color que corría por las venas de algunos hombres blancos, tratado
por William Faulkner en el ya comentado Luna de agosto. Que podía escribir literatura culta pero
también una novela escandalosa y que ese escándalo se podía convertir en un
best seller. En fin, demostrar algo que después repetiría. Ya que bajo el heterónimo
Sullivan escribiría otras tres novelas.
Como broche final decir que Vian falleció de
un infarto en el año 1959 en un cine mientras miraba (¿lo adivinan?) el estreno de la versión cinematográfica de Escupiré…
Tuve la desgracia de ver la película y supongo que Vian se murió por el
destrozo que hizo el guionista con la historia original, de la cual la película
no respeta casi nada. Sin embargo me cuesta pensar en una mejor carta de
presentación para una novela. Si quieren leer algo truculento, chorreante (en
todos los sentidos) y de dudoso gusto, no pueden perderse este libro.
Atención Recto y Sinuoso
La estructura de este libro está centrada en la descripción de las principales influencias del diseño contemporáneo, a saber: la racionalidad instrumentada al modo funcionalista, las artes plásticas y la moda. La tarea, y he aquí el compromiso más importante, fue asignarles un orden de importancia, o bien el lugar que realmente ocupan o deberían ocupar, en contra tal vez del discurso unificador de la modernidad que debajo de variados disfraces aún permanece operando.
Este texto está pensado para abordar y reflexionar en profundidad y con una base actualizada acerca de estas influencias, con la particularidad de hacerlo además desde nuestro lugar. No deberemos entonces como estamos acostumbrados, interpretar textos extranjeros, pues éste hablará de nuestra propia realidad, o bien de otras realidades, pero desde una observación y análisis realizados en Argentina.
A su vez, han sido incluidos en este libro numerosos contenidos y comentarios históricos, que recorren los principales hitos del diseño del siglo XX, y que servirán de apoyo para comprender mejor la actualidad del campo en el que interactúa el diseñador del presente siglo.
sábado, 9 de noviembre de 2019
La Ciudadela de Antoine de Saint Exupery
por Andrés G. Muglia
Sucede siempre con los autores que mueren
jóvenes. Si su obra no fue prolífica y aun si lo fue, los editores buscan hasta
debajo de las piedras para encontrar textos inéditos del finado. Gracias a eso
conocemos por ejemplo América de
Kafka, o casi todos los volúmenes de En
busca del tiempo perdido de Proust. Lo que ocurre con este tipo de textos
es que probablemente no han sido pulidos como el autor hubiese querido, o
simplemente no fueron terminados, como el citado América que concluye en nada o en lo que hoy llamaríamos un final
abierto.
Algo de esto sucede con Ciudadela de Saint Exupery. Es evidente que se trataba de un libro
importante para él, quizás el más importante por el tiempo que le dedicó. Lo
que no es evidente es si quería publicarlo tal como estaba. Ciudadela no tiene que ver con los libros
anteriores del autor francés basados en su biografía como aviador: alegatos
contra la sinrazón de la guerra como Piloto
de guerra, crónicas de los comienzos de la era de la aviación como Vuelo nocturno o Tierra de hombres; y mucho menos con su archifamoso El principito.
Ciudadela es un libro inclasificable. Se basa
en los pensamientos de un príncipe al que podemos adivinar árabe. Éste
reflexiona acerca de todos los aspectos de la vida que considera
trascendentales. La lista es heterogénea y nutrida. La fe, la justicia, el
poder, el amor, el trabajo, la mujer, Dios, y el más largo etc. que se pueda
imaginar.
Casi es imposible encontrar una estructura en
el texto. No es un libro de teología, ni de filosofía, ni de poesía, ni de
aforismos, y es todo eso a la vez. El príncipe es un máscara que usa Saint
Exupery para plasmar su pensamiento, y lo que le permite esa máscara es
analizar un mundo reducido de elementos casi esenciales, parecidos casualmente
al paisaje que uno puede imaginarse para situar los personajes que trasuntan
las páginas de la Biblia.
El desierto siempre presente, ciudades y pequeños
pueblos miserables, el ejército, esclavos, labriegos, leprosos, trabajadores y
artistas que sirven al príncipe. Además de elementos que se repiten una y otra
vez como enormes símbolos que echan su sombra sobre todo el libro: el templo y
la relación con las piedras que lo componen (metáfora de la religión y sus
feligreses, como las piedras están impedidas de entender el templo ellos están
impedidos de entender a Dios); el árbol (no cualquier árbol, el cedro) que
busca la luz aún encerrado en una habitación a oscuras, nutriéndose del suelo y
encontrando el modo de hallar eso que busca; la ciudad entendida como una navío
que viaja en el desierto; el rey que vive en los recuerdos de su hijo el príncipe
aleccionándolo en los misterios del poder imperial. Palacios, ciudades
amuralladas, sólo alguna vez se le escapa a Saint Exupery que un soldado lleva
un fusil, restituyéndonos al siglo XX desde este mundo de ensueño que más se
parece al de las Mil y una noches.
Porque si a algo me hizo acordar Ciudadela fue a la interpretación
gráfica que hace el genial Toppi de Las
mil y una noches. Sus imágenes sugestivas, expresionistas y misteriosas,
que tan bien transmiten eso que imaginamos el desierto donde bailan los
espejismos y los espíritus de la soledad, me vinieron una y otra vez a la
mente.
¿Y cómo se lee Ciudadela? Con mucha paciencia.
En los comentarios que leí en la Web ganaban por goleada los que habían
abandonado su lectura. Todos coincidían en la calidad de sus reveladoras
frases, pero pocos lo habían terminado. Es cierto, Ciudadela es árido y difícil
de digerir; pero me resultó más fácil cuando comprendí que era, o interpreté
que era, al menos en parte, prosa poética.
Que eso es. Además de sentencioso.
Además de intento de propagar una fe que Saint Exupery tiene pero se niega a
explicar porque la divinidad no puede condescender a hacerse presente a los
mortales, porque dejaría de ser divinidad. Además de escrito en segunda persona
como una serie de lecciones o un libro de autoayuda. Para captar su parte más
hermética me sirvió relajar mi expectativa tomando pasajes enteros como largos
poemas, donde no buscaba un profundo y oscuro sentido a desentrañar en base a
quebraderos de cabeza, sino una musical sucesión de palabras donde el sentido
sobrenada de un modo muy superficial en la suave y dulce ligazón de una palabra
con otra que no busca más funcionalidad que la belleza. Conocer otras obras del
autor y comprender que ante todo y aun escribiendo prosa Saint Exupery siempre fue
un poeta, me ayudó en este sentido.
A veces no hay que hacer mucha pesquisa, la
prosa poética deja paso a la verdadera poesía. Se da sobre todo cuando Saint
Exupery utiliza repeticiones o enumeraciones, el ritmo poético es innegable.
Querer encontrar un significado exacto a todo esto es imposible y supongo que
ese esfuerzo es lo que ha hecho este libro inviable a muchos lectores.
Eso no quiere decir que todo el libro esté
escrito en esta clave. Contrastando con estos textos, otros son verdaderos
ensayos sobre temas que le preocupan al príncipe, a Saint Exupery detrás de la
máscara del príncipe. Y ahí sí que es claro, sentencioso, prescriptivo y hasta muestra
rasgos insólitos, como una poco solapada misoginia. ¿Pero el autor habla de la
mujer del siglo XX o la de este reino imaginario situado a comienzos del cristianismo?
En fin, que no se sabe a ciencia cierta.
Hasta en esos detalles da la sensación de que
Ciudadela es un libro escrito por el autor para sí mismo, sin atender a
las necesidades del lector para leerlo, ni a las dificultades de los editores
para clasificarlo, ni a otra cosa que no fuera su propio deseo de escribir lo
que le viniese a la mente sin la necesidad de dotarlo de una estructura ni de
pensar el modo en que el público pudiese interpretarlo. Ciudadela es el límite donde llega el lenguaje para expresar lo
inefable: la fe, el amor, el asombro ante la maravilla del universo o la
abyección del hombre; cuando más que nunca se demuestra, como decía Alberti,
que las palabras son palabras.
Saint Exupery parece querer empujar ese límite
para que el lenguaje exprese más de lo que puede expresar, diga más de lo que
es capaz de decir. ¿El resultado es difícil de leer? Por supuesto. ¿Es malo, es
bueno? Imposible de calificar. Es una textura que gira en torno a temas y
símbolos recurrentes en la que están engarzadas, como las
estrellas en la noche del desierto, las brillantes frases poéticas,
reflexiones, imágenes, que Saint Exupery se las arregla para dibujar sutilmente
en todas sus obras; ya sean las aventuras de los primeros aviadores, o el
diálogo imaginario que un piloto perdido en el desierto mantiene con un
príncipe venido del espacio que le pide le dibuje un cordero.
jueves, 10 de octubre de 2019
Poesía precoz, de Rimbaud al flaco Spinetta
por Andrés G. Muglia
Si yo quiero un agua de Europa es la de la charca
negra y fría donde, hacia el crepúsculo embalsamado
un niño en cuclillas lleno de tristezas, suelta
un barco frágil como una mariposa de mayo.
negra y fría donde, hacia el crepúsculo embalsamado
un niño en cuclillas lleno de tristezas, suelta
un barco frágil como una mariposa de mayo.
Arthur Rimbaud
Borges decía que la buena poesía es aquella que deja como una resonancia, algo adentro nuestro, vibrando, luego de ser leída. Ese algo misterioso, apreciado solamente por aquella parte de nuestro ser que es un arcano para esa otra parte que se dedica a calcular la compra y hacer la lista del Super, será lo que busque todo arte que se precie de tal.
El penúltimo verso de “El barco ebrio”, antes citado, siempre
dejó en mi ¿alma? (digámosle así) alborozada, esa misma sensación. Una imagen
acongojada y vívida aunque no sea más que una metáfora, capaz de mover las
estanterías de lo que no tenemos atornillado a la razón. ¿Me conmovería la
imagen del niño solitario soltando ese barquito en un charco de una calle que
yo imaginaba un callejón decimonónico del Londres victoriano? ¿Sería acaso la
inminente llegada del fin de este poema magnífico que, como el movimiento de
una sinfonía de Beethoven, se precipita hacia el desenlace como una grandiosa
fanfarria? No lo sé, y lo mejor es no saberlo, porque revelaría el misterio que
hace que la poesía sea poesía, toda la magia moriría bajo las botas de la
razón.
Llegué hasta Rimbaud en la adolescencia, el momento ideal
para llegar a este tipo de poesía. Me cautivó al instante. Había una cierta
musicalidad que se sobreponía a las traducciones, una serie de imágenes que
saltaban de la página, la esencia romántica con su aire fugitivo y mórbido de
la caducidad, del momento vivido con intensidad; en fin el bagaje conocido y
multiplicado en mil formas del romanticismo. Además de por magistral, y quizás
por eso mismo, la calidad del arte de Rimbaud se subrayó en mi mente cuando
supe que toda su corta obra había sido producida cerca de la adolescencia; tal
vez porque el sentido común indica que la maestría, el dominio de los propios
recursos (ya sea en la poesía, el tango o el tiro libre) son un rasgo de la
madurez.
En el parnaso de la poesía de todas las épocas y lugares que
ha formado mi mente a lo largo de los años, se ubica a Rimbaud cerca del
pináculo, dos pasitos por detrás de Apollinaire que es el Zeus de mi Olimpo, y
uno al costado de Alberti con toda su sal de mar y su luz mediterránea. Por ahí
anda Bukowsky soltando imprecaciones y un tímido García Lorca con sus ojos
llenos de tragedia. Pero lo que destaca a Rimbaud por sobre sus compañeros en
el debate e intercambio que les imagino, es que el descarado Arthur es el que
voltea la mesa, vuelca el vino, hace pedorretas en el momento en que Baudelaire
comienza a divagar hablando sobre su spleen,
o le quita la silla a Homero para verlo caerse muerto de risa.
Quizás no sea más que un prejuicio (y no sólo mío) pensar
que un artista debe alcanzar su madurez artística de forma paralela y
sincronizada a su madurez cronológica. Pero son tantas las pruebas a favor de
esta idea y tan contadas las evidencias en contra, más del estilo de la
excepción que confirma la regla, que es casi forzado condenar esta idea a la
minoridad del prejuicio. Sobre todo en
pintura es muy fácil comprobar cómo el estilo de un artista se va construyendo
con el devenir del tiempo, como un sedimento que agrega una capa sobre otra,
que se modela a sí mismo. No es lo mismo el Mondrian de sus inicios al que
llegó a la síntesis de “Broadway Boogie Boogie”, ni el Van Gogh de los
“Comedores del papas” al del retrato de “Pere Tanguy”, sólo por citar ejemplos
archiconocidos.
Del mismo modo, el hecho de que todos los artistas que llegaron
a la abstracción nacen de la figuración habla también de una evolución, de un
camino hacia la madurez de la expresión plástica. Basta ver la solvencia de la
obra temprana de Kandinsky, plenamente figurativa, para constatar sin muchas
vueltas este mismo fenómeno. Sugiere esto que la maestría, la expresión
acabada, el dominio del propio estilo y el propio universo simbólico son un
fruto de la maduración (metáfora bastante simplona) natural que ofrece el
tiempo y su vaivenes.
¡Mentira! Basta para contrastar la falacia de tales
afirmaciones la aparición ramplona en la historia del arte de un solo Rimbaud,
con su estilo redondo, acabado y perfecto en sus términos, para darle una
patada a esa concepción, para sacarle la silla a un ciego y desesperado Homero,
para cagarse de risa en su propia cara.
¿Cómo explicar este fenómeno? No se puede. Como no se puede
explicar el segundo gol de Maradona a los ingleses o la materia oscura. Se
disfruta tal como es o se aborda por vía de la fe.
Rock & Roll poetry
Hablando de prejuicios yo tengo uno, y grande, con las
letras de rock. Todos sabemos que el rock nace como un arte popular y que buena
parte de sus letras se expresan con el trazo a veces demasiado grueso de “me
gusta ese tajo que ayer conocí, ella me calienta la quiero invitar a dormir”, o
bien la liviana inocencia de “a mi Popotito yo le di mi amor”. Si bien existen
ejemplos de trovadores que salvan la ropa del género como Bob Dylan, que fue
nominado al premio Nobel recientemente recibiendo así el reconocimiento del establishment a su categoría de poeta; y
otros que pueden defender esa misma etiqueta como Leonard Cohen, Nick Cave o
Ian McCulloch. Estamos (estoy) acostumbrados a tomar las líricas del rock no
demasiado en serio. Habrá quienes salgan a quebrar una lanza en ese sentido
invocando otros nombres: John Lenon, Jim Morrison, Frank Zappa, Ian Anderson,
Paul Simon, Roger Waters, y muchos otros cuyos nombres tranquilamente podrían
reclamar la corona de laureles; aunque de todos modos tampoco creo que les
hubiera interesado. Después de todo el rock y la poesía no siempre van de la
mano y tampoco está mal que sea así.
En el universo de nuestro rock argentino existió un rockero
al que le cuadró el apelativo de ser el “poeta del rock”, el flaco Spinetta. No
vamos a desgranar aquí una biografía del flaco, siendo que abunda material en
internet para saciar la curiosidad del más exigente; lo que sí vamos a decir es
que Spinetta tenía bien ganado ese apodo. Músico siempre respetado, miembro y
fundador de bandas de leyenda como Almendra, Pescado Rabioso, y Spinetta Páez,
las líricas de Spinetta siempre fueron bastante más allá que las de sus
contemporáneos. Había otro vuelo en Spinetta. ¿Devenía aquello de su formación
cultural, de su confesa admiración por autores difíciles como Antonin Artaud?
No se sabe, o es inútil saberlo. Describir el horno de donde sale la tarta no
explica (jamás) la tarta.
Hace poco me entusiasmé con una canción que ya conocía, pero
que no había escuchado realmente. La
canción, que me enganchó cuando la re-descubrí, me arrastró con ella a ese
limbo del repeat con su pulsión
obsesiva sobre el iconito de la flecha que regresa una y otra vez al inicio de
la canción. “Barro tal vez” fue reiterada hasta el hartazgo en mi automóvil, mi
celular, el equipo de música de casa y todo aparato sensible de reproducir
sonido; con la ironía tal vez de que se trata no de la típica balada del rock
sino de una zamba (no confundir con la zamba brasilera lectores
internacionales). La droga del repeat,
tan fácil ahora que los soportes no son los cassetes rebobinables
(rebobiabominables) de antaño, me había hecho un yonkie sonoro de “Barro tal vez”. Pero el golpe de gracia me lo dio
saber que Spinetta había escrito esta joya exquisita a los quince años.
No me gustan los análisis detenidos de la poesía. Siento que
estoy asistiendo a una disección sobre la mesa de una morgue, lejana a aquella
lúdica de Lautreamont donde se encontraban insólitamente un paraguas y una
máquina de coser, y cercana al cuadro “La lección de anatomía” de Rembrandt
donde tan bien representada está la lividez del cadáver del hombre que se ha
transformado en objeto (de estudio pero objeto al fin). Pero hay veces que vale
la pena. Hecha la disculpa entremos en materia.
“Si no canto lo que
siento
Me voy a morir por dentro
He de gritarle a los vientos hasta reventar
Aunque solo quede tiempo en mi lugar”
Me voy a morir por dentro
He de gritarle a los vientos hasta reventar
Aunque solo quede tiempo en mi lugar”
De movida no más (en los dos primeros versos) Spinetta da
cuenta que conoce tan tempranamente la angustia del que tiene algo que expresar
y debe hacerlo a como dé lugar, aquello de pasar lo ininteligible del lado de
lo inteligible que tanto torturaba a Gustavo Adolfo Becquer: “acurrucados y
desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio
que el arte los vista de la palabra para
poderse presentar después en la escena del mundo”.
Por si ya no fuese bastante con articular este
sentimiento tan difícil de expresar, el flaco arremete con los dos versos
finales para enunciar el otro gran motivo que impulsa al artista a hacer lo que
hace: permanecer con su expresión más allá de su tiempo vital, dejar su huella
para que quede aún después de que él se haya ido “aunque sólo quede tiempo en
mi lugar”.
“Si quiero me toco el
alma
Pues mi carne ya no es nada
He de fusionar mi resto con el despertar
Aunque se pudra mi boca por callar”
Pues mi carne ya no es nada
He de fusionar mi resto con el despertar
Aunque se pudra mi boca por callar”
Y sigue describiendo la maravilla de ser artista, de alguien
que si quiere “se toca el alma”, imagen dolorosa pero lejana a los que viven
haciendo cálculos de stock o tecleando calculadoras. Y repite que si no se
expresa, simplemente lo mejor de él, su arte, va a morir (y él un poco claro
está) “aunque se pudra mi boca por callar”.
“Ya lo estoy queriendo
Ya me estoy volviendo canción
Barro tal vez
Y es que esta es mi corteza
Donde el hacha golpeará
Donde el río secará para callar”
Ya me estoy volviendo canción
Barro tal vez
Y es que esta es mi corteza
Donde el hacha golpeará
Donde el río secará para callar”
A los quince años qué puede saber uno de lo que será su
vida, su destino, su futuro. Pero el flaco lo sabía, y lo quería. Quería
volverse canción, dejar en la memoria de la posteridad no la anécdota más o
menos interesante sobre su pasar por el mundo, sino la brillante simiente de su
arte para que se multiplicara cada vez que su música fuera reproducida. “Ya lo
estoy queriendo / Ya me estoy volviendo canción”. Y mientras el arte lo hace
inmortal, trasciende su tiempo, el cuerpo, ese vestido destinado a la fosa, se
vuelve en ella “Barro tal vez”, y después de eso, cuando los inocentes y
repugnantes gusanos hagan lo suyo y la materia se disperse y luego se agrupe
nuevamente para formar otra cosa se convertirá quizás en “la corteza / Donde el
hacha golpeará / Donde el río secará para callar”.
Quince años. Escribir eso a los quince años.
Hay un sentimiento. No sé si llamarlo envidia, porque tiene
que ver con la admiración, con el asombro, con el amor tal vez. Más arriba
mencioné el gol de Maradona a los ingleses. Cualquiera que se haya puesto los
cortos y un par de botines y haya saltado al césped con la intención de hacer
un gol o evitar que le hagan uno, ha mirado esa imagen y ha deseado ser
Maradona, haber creado esa sinfonía en movimiento cuya trayectoria zigzaguea
entre cuerpos rivales. Nadie al que le guste el fútbol puede evitar eso.
Me pasa eso mismo con “Barro tal vez”. Me hubiera gustado
escribirla yo. No hay mucho más que decir. O sí, avisarle al flaco, aunque no
lea esto y aunque quizás ya lo sabía en 1965 a los quince años, que ya se
convirtió en canción.
Barro tal vez, versión original:
https://www.youtube.com/watch?v=xdrmY06iCcU
Otra versión que me gusta mucho, más jazzera:
https://www.youtube.com/watch?v=w-iBgr-4EfI
miércoles, 11 de septiembre de 2019
Acerca de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust
por
Andrés G. Muglia
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libros es un modo de alejar del olvido lo que hemos leído. Una forma de rescate
de ese inefable que, todavía fresco, no se ha disuelto en las omisiones
inevitables de la memoria a largo plazo. A propósito de esta faceta del
comentario literario como género, nunca más oportuno que uno en esta clave con
respecto a la obra de aquel dandi intelectual que fue Marcel Proust.
Precisamente porque los siete libros que componen “En busca del tiempo perdido”
son su combate personal, encarnizado, obsesivo al final de su vida, contra
todas las formas del olvido. “En busca…” es un ejercicio de recuperación de los
vestigios de ese mundo naufragante del que Proust fue testigo. Un mundo que más
que nunca se dirigía hacia la disolución y que tuvo su golpe de gracia en la
Primera Guerra Mundial.
Testigo y privilegiado, dos términos que Proust llenó en toda regla. Testigo porque todo lo que describe, salvo su propios sentimientos por Albertine, la joven que ¿amó?, lo encuentra en una posición perfectamente consciente (y consistente) de cronista de una época. Es sobrecogedor advertir hasta qué punto Proust entiende que su destino es dejar registro de lo que fue el “Gran Mundo”, como él lo llama brutalmente y sin contraste de ironía, de la Francia de finales del siglo XIX. Y privilegiado porque sin tener ningún título nobiliario, menos gracias que a pesar de pertenecer a una acomodada familia burguesa (su padre fue un reputado psiquiatra), Proust tuvo acceso al mundo secreto de la alta sociedad francesa y sus salones, ese universo subterráneo que contradictoriamente se revelaba en sus cotilleos en las secciones de sociedad de Le Figaro. Pero revelarse no es darse a conocer. Lo que podía reconocer el vulgo de esa alta sociedad donde la genealogía era más importante que la fortuna, eran nebulosas aproximaciones de un contorno, de un cuerpo oscuro del que Proust nos ofrece, quizás con reminiscencias del oficio médico de su padre (tal como Foucault), sus entrañas con la frialdad y el detalle de una disección anatómica.
Testigo y privilegiado, dos términos que Proust llenó en toda regla. Testigo porque todo lo que describe, salvo su propios sentimientos por Albertine, la joven que ¿amó?, lo encuentra en una posición perfectamente consciente (y consistente) de cronista de una época. Es sobrecogedor advertir hasta qué punto Proust entiende que su destino es dejar registro de lo que fue el “Gran Mundo”, como él lo llama brutalmente y sin contraste de ironía, de la Francia de finales del siglo XIX. Y privilegiado porque sin tener ningún título nobiliario, menos gracias que a pesar de pertenecer a una acomodada familia burguesa (su padre fue un reputado psiquiatra), Proust tuvo acceso al mundo secreto de la alta sociedad francesa y sus salones, ese universo subterráneo que contradictoriamente se revelaba en sus cotilleos en las secciones de sociedad de Le Figaro. Pero revelarse no es darse a conocer. Lo que podía reconocer el vulgo de esa alta sociedad donde la genealogía era más importante que la fortuna, eran nebulosas aproximaciones de un contorno, de un cuerpo oscuro del que Proust nos ofrece, quizás con reminiscencias del oficio médico de su padre (tal como Foucault), sus entrañas con la frialdad y el detalle de una disección anatómica.
Pero
seríamos injustos si dijéramos que hay sólo un testigo objetivo en Proust, quien
es además un poeta, un filósofo y un estilista. En las cerca de 2.800 páginas
de “En busca…” (edición de Alianza) encontraremos algo que solamente un verdadero
artista puede lograr: ser veraz sin ser frío, narrar de modo sinestésico las
formas múltiples de lo vivido en sus diversos planos: imágenes, olores,
sabores; pero también detallando gestos, inflexiones de voz, actitudes
corporales de los actores. Y todo eso filtrado por la reflexión, la
inteligencia, la ironía sabrosa de un escritor que confiesa algunos de sus
pecados sin juzgar (mucho) los de los demás. Algunos los confiesa por espíritu
de época: el machismo rezuma toda la obra desde el momento en que las mujeres
son encasilladas en categorías que las hacen semejantes, muchas incómodas
veces, a objetos. Una cocotte, por más que en base a sucesivos
casamientos pueda convertirse en Marquesa, nunca será respetable para Proust.
El diálogo de una mujer, su inteligencia, su cultura, no será equiparable a una
conversación entre hombres cultos. La mujer, como un animalito sometido a sus
instintos primarios, siempre debe ser vigilada para que no escape hacia los
excesos de la infidelidad.
La doble vida. Toulouse Lautrec.
Los
propios pecados, los que escapan al contexto, como la reclusión motivada por
sus celos a que somete a Albertine durante el volumen titulado elocuentemente
“La prisionera”, son descriptos tan descarnadamente como los ajenos, y si
Proust anota morosamente sus sensaciones, es menos para justificar lo
monstruoso de su conducta que para analizar las sombras del alma humana.
Los
celos son uno de los ejes fundamentales en donde reposa todo el andamiaje de
“En busca…”. Los de Proust hacia Albertine que se llevan dos volumenes (5º y
6º): “La prisionera” y “La fugitiva”; pero también los de Swann, otro de los
personajes principales, por su obsesionante Odette en “Por los caminos de Swann” (volumen 1º). En
esos tres libros Proust hace una radiografía exhaustiva de los celos masculinos,
como testigo y como protagonista. En éste último caso, llega al extremo de
celar a su amante después de muerta. Buscando testimonios que dieran cuenta del
lesbianismo de Albertine y confirmaran sus sospechas que lo llevaran a
recluirla.
Pero
este ejercicio de describir pasiones no se agota en los celos, sino que
continúa en la revelación de inclinaciones prohibidas a la descripción de su
época, tal como el lesbianismo, la homosexualidad o el sadomasoquismo; que son
comentados por Proust con la misma tranquila parsimonia que lo lleva a
conversar con todo lo que somete a su escrutinio. En “Sodoma y Gomorra” (4º
volumen) el Barón de Charlus (inspirado aparentemente en el famoso Barón de
Montesquieu), respetable miembro de una aristocracia en la que Proust pugnaba
por introducirse, se convierte en protagonista de la escena. Su doble vida
homosexual, que a medida que los volúmenes avanzan comenzará a emerger de las
bambalinas cada vez menos sutilmente, es descripta como ejemplo de lo que en su
época la alta sociedad barría debajo de la alfombra. La homosexualidad
reaparecerá más adelante en la figura del íntimo amigo de Proust, Robert de
Saint-Loup, miembro de la nobleza y oficial del ejército que, casado con una
antigua amiga de Proust, Gilberte, hija de Swann y amor platónico del autor en
su adolescencia, le hace vivir un matrimonio desgraciado fruto de su desdoblamiento.
Barón de Montequieu. Boldini.
Sin
embargo y a pesar de no tener empacho en contar sus propias miserias y
debilidades: los siete volúmenes de “En busca…” están atravesados prolijamente
por la descripción de la enfermedad de Proust, un asma que lo empujaba a la
hipocondría y lo convertía en poco menos que un inválido; el autor no asume su
propia homosexualidad de la que existen múltiples registros. Puede ser
comprensivo hacia las pasiones de los demás (en el último volumen describe sin
juicio de valor el giro de Charlus hacia la pederastia), pero no es capaz de
sacarse a sí mismo del closet. Es curioso, porque en toda la obra las “faltas”
de los hombres son consideradas con indulgencia, meros deslices, mientras que
las de las mujeres los son con dureza. Sin embargo la imparcialidad aparente de
Proust no es suficiente como para poner en papel su propia esencia, la que
trasfiere y analiza en otros personajes.
La vida para la galería. Klimt.
Pero
quizás llevemos demasiado lejos la interpretación de “En busca…” como una
transcripción puntual de lo vivido por el Proust real. Mucho de ficción hay en
los siete volúmenes, y no todas son máscaras sobre rostros reales, aunque
muchos se quiebren la cabeza jugando al quién es quién y buscando a las
personas de carne y hueso detrás de los personajes.
Como
en cualquier novela o historia podemos discriminar en “En busca…” dos ejes de
atención: escenario y personajes. El contexto, la Francia de comienzos de siglo
XX y los lugares presentados: París, Combray y Balbec; los últimos, dos destinos
turísticos cuyo nombres reales son Illiers en el caso del primero, una aldea en
la campiña donde la familia Proust tenia una casa de verano; y Cabourg en el
del segundo, ciudad balnearia situada en Normandía. Hay un paso por Venecia y
también menciones a paseos por otras localidades cercanas a París, pero estos
tres primeros serán los escenarios principales.
Para
poner en dimensión la importancia de la obra de Proust en las letras del siglo
XX, basta con decir que el gobierno francés decidió rebautizar como
Illiers-Combray al pueblo en el que transcurre el primer libro de “En busca…”.
Y para más referencias reales en relación a su obra, sugiero buscar en la red “Grand
Hotel Cabourg” para reconocer inmediatamente aquella soberbia construcción
descripta en “A la sombra de las muchachas en flor” (2º volumen), con todo y
las magníficas vidrieras del comedor donde un joven Marcel se extasiaba viendo
el mar.
Por
el lado de los personajes la obra de Proust será, como la del Balzac en cuyas
páginas los comentaristas han reseñado a más de dos mil, una verdadera sociedad
articulada a través de sus interrelaciones y su posición de clase. La enorme
cantidad de personalidades que vemos desfilar en “En busca…”, desde Francisca, cocinera
de la tía de Proust en Combray, luego sirvienta de su familia en París, muestra
de la clase humilde campesina francesa de ambigua relación con el protagonista
al que sirve pero también juzga y critica; hasta la princesa de Guermantes,
mujer inalcanzable de la que Proust estaba enamorado y a la que esperaba en los
jardines de los Campos Eliseos con la sola y patética ambición de verla un
momento, y en cuyo salón, el más famoso de París, soñaba con introducirse;
vemos cruzar ante nuestros ojos una verdadera población discriminada en sus individuos,
con sus respectivas personalidades, mañas, bondades y miserias.
La
cantidad y variedad de personajes es tal que a veces es necesario volver sobre
nuestros pasos para releer algún pasaje donde se introdujo a alguno de ellos.
Pues los actores de Proust se desarrollan a lo largo de la novela, no son estáticos
sino que crecen, envejecen, se envilan de vicios o mueren; y hay que estar
atentos a esos cambios para comprender además en dónde nos encontramos con
respecto a una línea de tiempo de la que Proust aporta pocas fechas concretas.
Ejemplo de ello es el último volumen “El tiempo recuperado”, donde un Proust
que se mantuvo largo tiempo alejado de los salones, regresa a uno de ellos. En
lo que en un primer momento el autor nos describe, en una genial metáfora, como
una fiesta de disfraces en que sus antiguos conocidos se han disfrazado de
ancianos, descubrimos en realidad el paso del tiempo que ha hecho mella en
todos ellos, incluido el propio Proust.
La opera de París. Pisarro.
La opera de París. Pisarro.
Hay
algunas personalidades que se destacan sobre esta comunidad que Proust pone a vivir
en sus páginas. La madre, desde un primer momento subrayada en protagonismo, motivo
de los desvelos de un Proust niño que esperaba con torturada impaciencia su
beso de las buenas noches y que, cuando éste no llegaba fruto de alguna reunión
social, lo sumergía en atribulado sufrimiento. La abuela, columna de la
familia, personaje sutil que entendía la peculiaridad de su nieto, cómplice a
veces, eterna fuente de comprensión donde Proust refugia muchas veces su
desasosiego. Su muerte se lleva parte de las páginas más sentidas de la novela.
El padre, destacable sobre todo por su ausencia dentro de la obra (¿en la vida
de Proust?). Por momentos severo, por otros distante, a veces
condesciende a una muestra de cariño, como cuando deja que la madre pase la
noche leyéndole a su hijo en uno de sus numerosos ataques de angustia; escena
que el escritor muestra negativamente como la asunción final por parte del
padre de la debilidad de su hijo.
De
los personajes que no forman parte de la familia el más importante al comienzo
de la obra es Charles Swann, basado en parte en Charles Ephrussi, un reputado
coleccionista y crítico de arte de religión judía. El imaginario Swann es un
corredor de bolsa amigo de la familia (heredó esa amistad de su padre, también
corredor de bolsa, con el abuelo de
Proust), que vive en una mansión venida abajo en un barrio parisino de
mala fama; prefiere gastar su fortuna en obras de arte que dilalapidarla en
distracciones menos edificantes. Eterno diletante, Swann está escribiendo
siempre un ensayo sobre Jan Vermeer que nunca concluye. Pero también tiene un
costado superficial, que es su pasión por los salones parisinos. A fuerza de
propio talento y sin contar con un apellido que lo avale, es un visitante
apreciado, amigo de princesas, barones y marqueses. Swann es ejemplo de cómo la burguesía pugnaba por entrar al “Gran Mundo”.
Charles Ephrussi.
Charles Ephrussi.
En el
primer volumen traba relación con Odette de Crecy en el salón burgués (que
quería imitar a los de la aristocracia) de la familia Verdurin. Odette es otro
ejemplo de cómo accedía la burguesía a los salones: los hombres por talento,
las mujeres por belleza. Esto, así de terrible, lo describe Proust en varios
ejemplos a lo largo del libro. Está claro que no solamente era belleza lo que
Odette prodigaba en los salones, y la caída de Swann es, precisamente,
enamorarse de Odette. Primero haciéndola su “querida” para, sobre el final del
libro, con el sólo objeto de hacer exclusivo su amor (la posesión de la mujer
como un bien es uno de los tópicos reiterados en “En busca…”) cometer el
dislate supremo que dejó boquiabierta a esa sociedad a la que Swann había
destinado tantos esfuerzos por pertenecer: casarse con ella. ¡Casarse con una
cocotte! Reunía así dos pecados supremos para su época: ser judío y casarse
con una puta. Así de brutal se dice y así de brutal lo pensaba la sociedad
“bien” de su tiempo, que nunca le perdonó aquel pecado.
Swann es importante en el universo proustiano, porque anticipa de
cierto modo el proceder de Proust a continuación de la historia. Proust
también, en la novela y en la vida real, fue un burgués que por su brillante
inteligencia, su cultura y su conocimiento de la compleja etiqueta de la aristocracia,
adornó el ambiente de los salones de la Belle
Époque. Donde no sólo pululaban los aristócratas sino que los artistas:
escritores, músicos, cantantes, actrices y actores especialistas en el recitado
y la declamación, eran invitados a entretener a la aristocracia. El caso de
Proust era particular, porque a pesar de no concretar nunca una obra (la
publicación de un artículo suyo en Le Figaro es un acontecimiento que se
festeja como notable promediando la novela) había logrado “pertenecer”, y ser
un invitado regular en los más destacados salones.
La vida a plein air. Seurat
La vida a plein air. Seurat
Del
mismo modo, la obsesión enfermiza de Swann por Odette es reproducida
puntualmente en la de Marcel por Albertine, tanto que por momentos se tiene la
sensación de releer una misma historia con los nombres cambiados. Albertine es
una bella joven que Marcel conoce en Balbec en “A la sombra…”, junto con otro
grupo de amigas de la alta burguesía. Pero Albertine no tiene fortuna, vive
prácticamente de las invitaciones de sus amistades acomodadas, que la llevan de
vacaciones y la hacen participar de ese mundo al que nunca podrá pertenecer.
Como Odette, Albertine tiene por todo capital su encanto y su belleza, lo que
la lleva, privada de dote y de apellido que la respalde, a someterse a los
tiranos deseos de Proust que la rebaja a obligarla a convivir con él sin estar
casados en “La prisionera”.
La manipulación psicológica del protagonista sobre
Albertine es nauseabunda, como para un manual de maltrato. La conserva
enclaustrada en sus habitaciones y recibe a sus amistades sin que estas
sospechen que la joven se encuentra encerrada a pocos pasos de ellos. Aunque
Marcel tiene, en comparación con Swann, una preocupación más con la que
fustigarse: la sospecha del lesbianismo de Albertine que lo somete al espiral
de obsesión que lo lleva a encerrarla. En uno de esos juegos psicológicos de
amo y servidor que llevaban como único objeto esclavizarla aún más, Marcel la
despide una noche pensando que ella no será capaz de irse de su lado. Pero para
su sorpresa, la jugada le sale mal y Albertine hace sus petates y se manda a
mudar mientras él duerme; con la asistencia de la fiel Francisca (fiel a Proust
pero que odia a la joven) que, por no despertar al señorito, no le advierte de
la fuga hasta que ya es muy tarde.
La
historia de Swann, la de Odette, la de Albertine y la del propio Marcel, son
las de personajes que intentan quebrar el orden establecido de una sociedad de
castas fuertemente parceladas, cuyo cascarón se irá quebrando lentamente a lo
largo de la novela, para dejar entrar en él, mediante la mixtura y una especie
de “mestizaje de clases”, a la burguesía que sobre el final de “En busca…” se
queda con el premio mayor. Odette, tras la muerte de Swann y gracias a un
segundo matrimonio, se convierte en Marquesa. Madame Verdurin logra que su
salón sea el de más brillo del barrio de Saint Germain. La hija de Swann y
Odette, Gilbert, gracias a renunciar al apellido Swann y adoptar el de su padre
adoptivo, Forcheville, logra que la alta sociedad olvide su “tara” de origen
que le vedaba el acceso a los salones, y se casa con el Marqués de Saint Loup.
Lo
que Proust narra no es otra cosa que el ascenso de una clase y la declinación
de otra. A pesar de pertenecer a la triunfante, Proust anota la victoria con
cierta nostalgia. Él también, como Albertine, era esclavo, pero no de una
persona en particular, sino de ese orden asimétrico que intenta retratar y en
el que encuentra personajes a quienes, a pesar de sus defectos evidentes, les
logra sonsacar motivos de admiración.
El
tercer eje sobre el que se basa cualquier novela, junto con el escenario y los
personajes, es decir la trama, en muchos sentidos brilla por su ausencia en “En
busca…”. No se trata de que no existan historias dentro de la novela y de que
no interese seguir su devenir, sino que encontramos un universo de ellas, como
un patchwork de escenas cuyo nexo, su único hilo conductor, es el propio autor
que las atraviesa y las pone en relación. Y hasta en ese sentido la obra no es
un todo consistente, porque mientras que en algunos pasajes la voz en primera
persona describe experiencias vividas, en otros casos el narrador se eleva por
sobre su universo de marionetas para convertirse en omnipresente mirada de
acontecimientos que nunca pudo haber presenciado.
Podría decirse que “En busca…” es menos una historia lineal que una sucesión de escenas, de instantáneas y aguafuertes que muestran un mundo menos congelado que bullente en un momento determinado. Pero la lente de Proust no sólo detalla personajes, sino que los atraviesa revelándonos sus almas, sus deseos, sus sentimientos o sus contradicciones. Realiza esta operación (de nuevo la medicina), esta disección de entomólogo, armado con las mismas herramientas que le abrieron las puertas de esos salones privados, tan anhelados como cerrados a los de su condición: su inteligencia, su sensibilidad, su poder de observación, su prodigiosa memoria, su ironía y su exquisito estilo.
Ser o parecer. Cailllebotte.
Podría decirse que “En busca…” es menos una historia lineal que una sucesión de escenas, de instantáneas y aguafuertes que muestran un mundo menos congelado que bullente en un momento determinado. Pero la lente de Proust no sólo detalla personajes, sino que los atraviesa revelándonos sus almas, sus deseos, sus sentimientos o sus contradicciones. Realiza esta operación (de nuevo la medicina), esta disección de entomólogo, armado con las mismas herramientas que le abrieron las puertas de esos salones privados, tan anhelados como cerrados a los de su condición: su inteligencia, su sensibilidad, su poder de observación, su prodigiosa memoria, su ironía y su exquisito estilo.
“En busca…” es un ejemplo de los sacrificios
que debe hacer un artista al crear su obra, de las decisiones que tiene que
tomar y los caminos que está obligado a abandonar en favor de su plan. En este
caso la acción se sacrifica a la descripción. ¿Por inclinación natural del
escritor hacia una de las dos? ¿Por decisión consciente en cuanto a lo que la
obra necesita? Sólo podemos conjeturarlo. Lo cierto es que si alguna dificultad
entraña la lectura de “El tiempo..” es, además de su maratónica extensión, el
tiempo que el lector demora en adaptarse, en comprender y entenderse con el
estilo del autor; que se solaza en la digresión, la descripción pormenorizada
de los detalles, las sensaciones, los gestos y lo que estos ocultan.
En un
mundo basado en el esnobismo, donde conocer la correcta genealogía de una
persona variaba el modo en que se la saludaba (con arrobada genuflexión a un
noble, con respeto a un notable o a un político, con desprecio a un arribista).
En donde la diferencia entre los auténticos aristócratas de larga ascendencia
nobiliaria y los nuevos ricos, era que los primeros eran deferentes y
considerados hacia sus lacayos, a los que tratan familiarmente, mientras que
los segundos los despreciaban y sometían para demostrar su categoría superior (algo
que el noble no se veía forzado a hacer porque su superioridad estaba ya
demostrada en su prosapia); en ese mundo superficial, injusto y por momentos
nauseabundo que se enraíza en la lejana pero todavía presente corte de Luis
XIV, es donde insólitamente Proust se propone ser profundo. Lo más asombroso es
que, viendo el barro con el cual se dispuso a modelar su monstruo, Proust
consiga de un modo tan rotundo este resultado a la vez descarnado, inteligente,
sutil, ocurrente y perturbador en muchos pasajes.
No en
vano esta novela que escribió obsesivamente en sus
últimos años de vida encerrado en una habitación con las paredes forradas de
corcho para que no le llegaran los ruidos del exterior, ha sido señalada como
una de las grandes obras de la literatura del siglo XX. No se equivocaba Proust
cuando presentía su destino. Su prosa describió un mundo
desaparecido, como las pinturas de Altamira congelaron el suyo prehistórico en
un gesto. La posteridad: nosotros, los que vendrán después de nosotros,
agradecidos.
Posdata: descubro con una última lectura de este artículo, que a pesar de advertir sobre el peligro de confundir la ficción de "En busca..." con la verdadera vida de Proust, yo también, por pasajes, caigo en esa trampa. Queda, a consecuencia de esto un deuda: profundizar en la biografía de Proust y escribir otro artículo (o reescribir éste) con enmiendas, aclaraciones y desmentidos que puntualicen qué hay de verdad y qué de ensoñación en "En busca...". ¿Fue Proust un Barba azul que mantuvo cautiva a una pobre joven, o es puro simbolismo? ¿Era hijo único como indica en la obra, o tenía un hermano que se dedicó con amor a publicar su obra póstumamente? Quizás sea lo mejor (y más poético) permanecer en el engaño, pensar que los escritos de este soñador serial que fue Proust son más reales que la realidad que le tocó vivir. Elegir el arte sobre la realidad. No está tan mal después de todo.
Posdata: descubro con una última lectura de este artículo, que a pesar de advertir sobre el peligro de confundir la ficción de "En busca..." con la verdadera vida de Proust, yo también, por pasajes, caigo en esa trampa. Queda, a consecuencia de esto un deuda: profundizar en la biografía de Proust y escribir otro artículo (o reescribir éste) con enmiendas, aclaraciones y desmentidos que puntualicen qué hay de verdad y qué de ensoñación en "En busca...". ¿Fue Proust un Barba azul que mantuvo cautiva a una pobre joven, o es puro simbolismo? ¿Era hijo único como indica en la obra, o tenía un hermano que se dedicó con amor a publicar su obra póstumamente? Quizás sea lo mejor (y más poético) permanecer en el engaño, pensar que los escritos de este soñador serial que fue Proust son más reales que la realidad que le tocó vivir. Elegir el arte sobre la realidad. No está tan mal después de todo.
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