¿Qué es aquello que llaman experiencia, o conocimiento? ¿Es este sedimento de lecturas semiolvidadas que anidamos? ¿Es esta incongruente suma de fragmentos que se pegan a la memoria por quien sabe qué mágicas empatías? ¿Es, en fin, una acumulación lenta, inconciente, sin un objetivo, que vegeta allí adentro de nuestra cabeza y de vez en cuando se asocia con una idea y le da otro color al pensamiento? La melancolía o los minutos perdidos en salas de esperas atestadas, nos hacen (como decía Yupanqui) mirar para adentro y entonces, en este examen desganado, uno se da cuenta de que no es el mismo de hace veinte años. Y no me refiero a las esperanzas y los sueños, ni al cuerpo que se empieza a sentir, sino a aquello que hemos ido aprendiendo a lo largo de las lecturas.
En el caso de este que escribe ese aprendizaje no estuvo acompañado por una enseñanza formal. Mi acceso a todos los barrios de la literatura es la de aquel curioso ensoñado que se asoma a todo balcón creyendo que quizás, más allá, todos los paisajes son bellos como la bahía de Nápoles. Ningún profesor ni catedrático me ha dictado (de dictar, de dictador) lo que era conveniente que leyera. Paralelas a las lecturas obligadas por mis estudios formales, una comunidad heterogénea y vociferante de artistas, poetas, novelistas, historiadores, sociólogos, filósofos, y por supuesto, escritores de tercer y cuarto orden, pululan en la memoria.
En este sentido sólo me he impuesto dos reglas a la hora de seleccionar lo que leo. No marginar ningún tema por ajeno que parezca a mis intereses, y no perder la curiosidad. Hasta ahora esas dos reglas sencillas me han dado buenos resultados. Es raro que algún texto bien escrito me aburra (cualquiera sea el tema que aborde); y es raro que cualquier tema, repito, si está bien escrito, no me interese. Desde luego, ciertos libros especializados y técnicos están fuera del alcance de mi comprensión y por tanto no me aventuro en ellos. Pero aquellos libros de divulgación, aquellos primeros peldaños para entrar en un tema (el átomo, el pingüino emperador o el croché a una aguja) son de mis lecturas favoritas porque los nuevos universos -siempre- son los más atractivos.
Pero, contrariamente a lo que puede suponerse, este sedimento, esta acumulación, no es una bolsa de gatos; un hojaldre sin concierto de conocimientos apilados sin ton ni son. Mi razón o mi sentimiento, con personalísimo afán, clasifica, ordena, tabica todos esos saberes dispersos. Y aunque esos tabiques son bajitos, lo suficiente como para poder saltar de un campo a otro (gracias Bordieu) y que esos saberes se comuniquen y dialoguen entre sí, no quiere decir que no existan. Sin embargo, como ya dije, no he echado mano de ninguna educación formal para esa clasificación, simplemente mi (¿cabeza, mente, memoria?) los dispone de un cierto modo cuya intimidad y génesis ignoro, para que en cualquier conversación yo eche mano de ellos que estupefactos y desubicados se ven impelidos fuera de mi boca, para aterrizar sobre el mantel de un asado, la sala de espera del dentista o el grosero contexto de un colectivo. Así, me he sorprendido hablando de física cuántica en la cola del supermercado (lo juro), o de relojería con el oculista.
Fácilmente advertirá el interlocutor especializado que mi conocimiento sobre la mayoría de las ciencias y praxis es estrictamente superficial. No obstante eso puedo sostener el engaño, a veces, por períodos de tiempo considerables, sobre todo dejando hablar al otro. En ese momento es que, como advertido de una trampa no demasiado sutil, pero en la que el interlocutor ha caído por el entusiasmo de hablar del tema que le interesa, hago mi jugada preferida: vampirizar sus conocimientos. Me convierto así en un preguntón inquisidor y detallista, al borde de lo insoportable. Someto al especialista a un interrogatorio entre periodístico y policiaco hasta dejarlo vacío. Lo más curioso de todo: el interlocutor a pesar de agotado se irá feliz. Ha tenido la oportunidad de hablar de lo que le interesa con alguien que se interesa. No como su esposa y parientes a quien tiene hartos con referencias a un tema que ya ha advertido ellos le toleran con paciencia y por cariño.
Cualquier agrimensor, abogado, zapatero o médico especialista promedio, porta un corpus de conocimientos adquiridos en largos años de estudio y práctica. Aunque parezca sorprendente, buena parte de ellos se pueden condensar en una conversación de sobremesa; ni que hablar de si hay asado y vino de por medio.
Cuando este señor suba al auto que dejó al sol en la tarde del domingo, pletórico porque ha comido bien y ha tenido una charla que disfrutó (aunque fue más parecida a un monólogo), le dirá a su señora esposa:
- Che, que simpático el gordito este… el cuñado de fulano.
- ¿Te parece? Yo le veía cara de boludo - responderá ella con gesto ausente.
El agrimensor pondrá primera y arrancará con un encogimiento de hombros, quizás ignorando que le he robado algo (¿conocimiento, experiencia, saber?); y ese algo caerá, impávido y manso entre tabiques ya preparados. Sentirá la nebulosa sensación de estar acompañado. Una mano peluda se abrirá paso por encima de una de las finas divisiones, escuchará una voz:
- Bienvenido, soy el reglamento de rugby.