por Andrés G. Muglia
Existe una
literatura cuyo eje es el encarcelamiento. Cuando esa literatura tiene, además
del atractivo de contar una realidad que nos es ajena (por suerte), el de poner
al encarcelamiento en contexto histórico como herramienta de represión a manos
de un poder absoluto, entonces se transforma además en una dolorosa y ejemplar forma
de denuncia. ¿Y para qué sirve esa denuncia? En primer lugar, como bien lo dice
el título de una de esas obras que nos toca de cerca, para que “Nunca más” el hombre cometa las
atrocidades denunciadas. En segundo lugar, y esto en un sentido individual y si
se quiere psicológico, para que el que realiza la denuncia, el autor y el
afectado en primera persona, tramite por medio de la literatura ese misterioso
sortilegio que hace que lo que se saca afuera mediante la confesión, el relato
o el grito desnudo y primordial, no pese tanto en el adentro.
El primer
contacto con este tipo de literatura lo tuve en mi adolescencia con el libro El sepulcro de los vivos de Fiodor
Dostoievski. Recuerdo la impresión que me provocó leer las crueldades a las que
eran sometidos los supuestos enemigos del zarismo. El encarcelamiento, la
deportación a las temidas estepas siberianas, acaso la muerte. Heredando las
prácticas de la policía del Zar, la Checa, después NKBD, es decir la policía secreta
del régimen comunista, copiaría casi exactamente los mismos métodos del
derrocado Zar para castigar a sus propios presos
políticos. La psicótica persecución estalinista de los disidentes también tuvo
su cronista. Aleksandr Solzhenitsyn fue encarcelado
cuando era teniente del ejército rojo, a raíz de un intercambio epistolar con
un amigo donde supuestamente criticaba al gobierno. Por este inocente delito
Solzhenitsyn cayó en la máquina del encierro de la URSS a la que él llamó con
lucidez el Archipiélago Gulag.
El archipiélago fue la metáfora con que Solzhenitsyn denominó a esa
patria paralela, trama que se sobreponía al extenso mapa de la Unión Soviética,
punteada de innumerables presidios. Como en un archipiélago formado por islas,
estas otras islas, los centros de encarcelamiento, tenían sus formas, sus
costumbres, sus códigos y su lenguaje determinado, una verdadera nación
subterránea de desdichados. Entre encarcelamiento y exilio Solzhenitsyn estuvo
ocho años en el Gulag, una pena muy menor en términos de la “justicia”
soviética de aquellos años. De allí volvió con una historia que contaría al
mundo, como testigo privilegiado (triste privilegio) y que le llevaría a ganar
el premio Nobel de literatura de 1970 y también a no poder volver a la Unión
Soviética hasta bien entrado el siglo XXI.
Pero los presos soviéticos no pertenecían a un grupo ocioso. Muy por el
contrario, la mano de obra esclava era una parte importante de la industria
naciente de la URSS. Otro libro, precedente y peor escrito que el de Solzhenitsin,
daría cuenta de este fenómeno y lo denunciaría a occidente. Yo elijo la libertad, de Victor
Kravchenko, publicado en 1943, fue pionero en contar lo que sucedía detrás de
la cortina de hierro. Kravchenko era un ingeniero y alto funcionario comunista,
que se evadió en ocasión de una visita a los EEUU. En su libro, que sin formar
parte de la literatura de encierro sí da buena información acerca del trabajo
esclavo en la URSS, cuenta cómo se estructuraban algunas industrias soviéticas
y cómo la máquina del régimen; de la que el libro 1984 de Orwell, a la vista de
la evidencias históricas, pasaría a ser menos una caricatura que un retrato
bastante fiel; perseguía de un modo maniático a través de una red de espías y
delatores a todo opositor o sospechoso de serlo, especialmente a sus propios
funcionarios.
Nos fuimos del tema escogido para adentrarnos en otras zonas pantanosas de
la condición humana, volvamos pues al camino. Siguiendo un orden estrictamente
cronológico encontramos otra literatura de encierro en la extraordinaria
Trilogía de Auschwitz, del italiano Primo Levi. Esta trilogía está compuesta
por los libros Si esto es un hombre, La tregua y Los hundidos y los salvados.
Levi fue víctima del tristemente célebre campo de extermino estrella de
la Alemania bajo el nazismo. Fue para él una suerte, como él mismo lo expresa
irónicamente al comienzo de Si esto es un
hombre, haber caído en manos de la SS en el año 1944, por lo que “sólo”
tuvo que pasar un año en Buna, uno de los campos que formaban Auschwitz (que
eran más de cuarenta). Levi, un partisano inexperto, un preso político
encarcelado por el gobierno de Mussolini, fue deportado junto con otros 650
judíos italianos hacia las desconocidas tierras polacas. De todos los que
viajaban en ese tren hacia la muerte solamente tres sobrevivieron. Cuando
regresó y aún antes, Levi tomó como compromiso dar testimonio de lo ocurrido.
Esto sucedía en épocas en que todavía se dudaba acerca de la veracidad del
holocausto, en que la justicia internacional hacía su trabajo de limpieza de
conciencias en la farsa de Núremberg, y en que organizaciones como Odessa
facilitaban una cómoda jubilación en Argentina, EEUU y otros países amigos a
los criminales de guerra nazi.
Si esto es un hombre es la narración
desgarrada, la catarsis de alguien que pasó por el infierno y necesita
contarlo. Levi anota con detalle las crueldades de la SS y la meditada forma de
quitar la humanidad al otro, de animalizarlo para después matarlo sin piedad en
la cámara de gas. Pero también cuenta el modo en que esa deshumanización impone
entre los mismos que padecen, la lucha por la supervivencia que diluye la
solidaridad, dejando al hombre sólo y en primer plano, peleando contra todo y
todos, degradándose e ignorando los códigos morales que se pueden sostener en
la vida civil pero no en medio del infierno. Los mejores, los valientes, dice
Levi, morían. Sólo quienes tuvieron algún privilegio y una buena dosis de suerte,
como el mismo Levi que por ser doctor en Química logró trabajar los últimos
meses de encierro en los laboratorios del campo de Buna (que era en realidad el
proyecto de una industria química que funcionaría en base a mano de obra
esclava), lograron sobrevivir. Entre medio Levi narra el horror y los pequeños
detalles del horror. El modo de relacionarse, las costumbres delirantes
impuestas por los alemanes, la manera en que se usó a los mismo judíos para el
control y el trabajo de matar a sus propios compañeros, de modo de implicarlos
y hacerlos “culpables”; y otras mil formas de tormento.
La tregua es un libro de
descanso luego de Si esto es un hombre.
Pero es un descanso lleno de melancolía. La liberación de Auschwitz no tuvo que
ver con la festiva actitud de los soldados americanos haciendo la ve de la
victoria para los fotógrafos de Life. La liberación de Auschwitz y su constelación
de campos de reclusión fue un lento y doloroso despertar donde solamente los
enfermos que no habían podido caminar habían quedado atrás. El resto de los
reclusos moriría en su mayoría sometido a marchas de exterminio hacia el oeste,
obligados por los nazis a escapar del avance del frente ruso con la intención
de eliminar al resto de los testigos que podían contar lo que habían visto y
sufrido. La fortuna quiso que Levi estuviera en la enfermería cursando una
escarlatina y por esa casualidad no fue sometido a una de esas marchas. Pudo
sobrevivir gracias a su tesón y su ingenio combinado con el de dos soldados
franceses que habían sido recluidos dos meses antes; sobreponiéndose al último
y más pesado de los espantos, el de los enfermos muriendo de hambre y sed en el
campo abandonado.
Después la liberación poco organizada por el ejército ruso,
las aventuras con compañeros de andanzas italianos, simpáticos estafadores y
decenas de personajes más. Los constantes traslados hacia el interior de Europa
del este. La permanencia junto a un contingente de miles de italianos en una
suerte de cuartel en medio de la estepa, donde vivieron tres meses y donde, con
un tono propio del mejor Fellini, Levi narra la vida en esta suerte de
delirante falansterio. La restitución a la patria será en el mismo registro, en
un tren comandado por un maquinista que no sabía muy bien a donde iba y
custodiado por un puñado de soldados rusos adolescentes que pasaban el tiempo
jugando con los niños sobrevivientes. Treinta y cinco días duraría ese viaje en
tren, epílogo lento y agridulce de la liberación.
Los hundidos y los salvados
completa la trilogía y la remata, cerrando el
círculo que Si esto es un hombre y La Tregua habían abierto. En este libro,
un Levi ya maduro, como hombre y como escritor, cosecha la experiencia de sus
años dando conferencias, charlando con jóvenes y adultos, abrevando en las
múltiples fuentes bibliográfica que puntualizaron algunos datos que no estaban
claros en época de la publicación de Si
esto es un hombre en 1947. En Los
hundidos y los salvados Levi intenta un análisis de las diversas facetas
del holocausto, y lo hace de una manera tan lúcida y a la vez tan humana, sin
pretender ahondar en la motivaciones psicológicas de los opresores ni en la
huella indeleble que su accionar dejó en sus oprimidos, que el libro resulta
cercano y de algún modo revelador para quienes alguna vez, luego de conocer
este y otros terribles episodios de la historia se preguntaron: ¿cómo pueden
haber hecho esto?
Entre otras cosas Levi intenta dilucidar esa pregunta. También ensaya
una comparación con los campos de castigo rusos, citando a Solzhenitsin, y
encuentra que en estos la exterminación era una consecuencia y no un fin en sí
mismo como ocurría en los Lager
alemanes. También trata el problema de la comunicación en los campos, verdaderos
babeles de lenguas y nacionalidades, donde judíos de toda Europa eran
encarcelados y donde era vital comprender rápidamente las órdenes que los SS y
los Kapos judíos ladraban a los
prisioneros.
Por último, y para completar este artículo viciado de extensión,
citaremos un libro que quizás sea el menos serio de los aquí mencionados. Y es
porque se trata del más famoso, llevado a la pantalla por Hollywood y por si
fuera poco, sospechado de ser una gran mentira basada en hechos reales. Se
trata de Papillon de Henry Charriere.
Esta supuesta novela autobiográfica, publicada en 1969, cuenta en primera
persona las peripecias del propio Charriere cuando fue encarcelado por la
policía francesa en su colonia carcelaria de Guyana, y su posterior evasión.
Aunque es un hecho comprobable que Charriere estuvo preso en Guyana, no es
seguro, y a ciencia cierta a quien lee la novela le es difícil de creer, que
Charriere haya vivido todas las aventuras que el libro cuenta. En cambio, lo
más probable es que haya tomado historias escuchadas en el penal y las haya
contado como suyas. Y casi tan seguro como eso es que Charriere no haya escrito
Papillon, sino que lo hizo un
periodista, un escritor fantasma que conoció durante su vida de hombre libre en
Venezuela.
Por otro lado existe un libro, menos glamoroso y más llano, la
verdadera fuente sobre la que se estructura el texto de Charriere, llamado Guillotina Seca de René Belbenoit. La
metáfora del título es suficientemente elocuente, el presidio francés era tan
efectivo para provocar la muerte del recluso como el adminículo inventado por
Monsieur Guillotin, y mucho menos sucio.
Para quien lee los dos libros el parecido es evidente, con el único detalle de
que la obra de Belbenoit, casi desconocida antes de la aparición de Papillon,
precede a la de Charriere.
Papillon es menos importante
por la trama o la aventura, y hasta por el predecible final heroico con
recuperación de libertad incluida, que por mostrar hasta qué punto el sistema
judicial y penal francés se deshacía de sus reos enviándolos a morir a los
presidios montados en sus colonias en América. Los detalles del encarcelamiento
son sobrecogedores, así también como el sistema con que los presos guardaban
sus tesoros más preciados (dinero casi siempre) en un supositorio o “estuche”
que llevaban siempre encima (no hay que explicar con qué método) y que sorteaba
los imprevisibles cacheos y revisiones de los guardias.
Como sea, auténtico o no, el libro de Charriere está bien escrito en el
sentido de que atrapa al lector de principio a fin, un merecido best seller. Pero el detalle de la
falsedad de lo que cuenta (no de su escenario, que confirma Belbenoit) hizo que
mi entusiasmo por el libro decayera, hasta tal punto que su secuela: Banco, donde el protagonista narra las
alternativas de su vida de hombre libre, sigue esperando en mi biblioteca para
que lo lea.
Dostoievski, Solzhenitsyn, Levi, Charriere, los tres primeros
injustamente, el último por estafador y un supuesto asesinato del que se
declaró inocente, fueron víctimas de sistemas de encarcelamiento que envilecían
a sus víctimas al punto de convertirlas en animales, enloquecerlas o
simplemente quitarles el deseo de vivir. Los tres en ese sentido lucharon, cada
cual con sus armas, para sobrevivir. Lo lograron y dejaron crónica de eso y de
cómo el hombre es capaz de tratar a sus semejantes, motivado por el racismo, la
presión de un sistema autoritario o el simple goce sádico. En la cárcel o el Lager a ellos se los enjauló, se los castigó, se los humilló, se intentó
quitarles el resto de humanidad que pudieran conservar para luego liquidarlos
una vez convertidos en cosas sin voluntad.
Quedaría considerar, en época en que el sufrimiento animal es tenido en
cuenta de tal modo que los jardines zoológicos comenzaron a cerrar sus puertas,
como ocurrió con el zoo de Buenos Aires y de a poco con el de la ciudad de La
Plata; cómo es que el hombre no ha descubierto otro sistema mejor y más humano
que el de encarcelar, enjaular literalmente como a esos animales, aislar a los
delincuentes en condiciones infrahumanas.
¿No existe otro modo? ¿A nadie le interesa pensarlo? ¿Da miedo pensarlo?
Mejor bajar la imputabilidad y sentirse seguros, seguir enjaulando. Pero por un
solo inocente que caiga en la trampa, alguno habrá la justicia como toda
creación del hombre es falible (por eso la pena de muerte es una paparruchada) valdría
la pena pensarlo.