viernes, 14 de agosto de 2020

El mundo como voluntad y representación, de Arthur Schopenhauer

por Andrés G. Muglia


Publicado en revista CULTURAMAS de España:

https://www.culturamas.es/2020/07/29/el-mundo-como-voluntad-y-representacion-de-arthur-schopenhauer/

Arthur Schopenhauer es una curiosidad en el mundo de la filosofía, un outsider, aunque involuntario, del sistema. Alguien que fue reconocido en vida por una obra menor como Panerga y paralipómena (un volúmen de pensamientos y aforismos mucho más accesible que el árido El mundo…) y a quien se reconoció como pensador influyente mucho después de su muerte.

Schopenhauer es un personaje atractivo. Misógino, declarado enemigo de Hegel y su filosofía. Inauguró una cátedra de filosofía en la misma universidad y mismo día y horario en que el ya célebre Hegel dictaba clases, el epílogo predecible es que nadie se anotó en sus clases y tuvo que renunciar a su cátedra. Brillante hombre ilustrado, conocedor profundo de las más diversas temáticas, amigo de Gohete, enemigo de los hombres y amante de los perros.

Muchos dicen que, además de filósofo original, el atractivo de Schopenhauer es que era un gran escritor. Es indudable que El Mundo como Voluntad y Representación se lee sin tropiezos porque Schopenhauer ponía especial cuidado en ser claro en la redacción de sus ideas y conceptos. No encontraremos aquí el fárrago dialéctico que el autor criticaba tanto a Hegel. La ideas se expresan con prístina claridad, aunque, claro está, siempre estamos hablando de un texto de filosofía, que exige más esfuerzo y atención que otra clase de textos.

Antes de iniciar la lectura de El Mundo como Voluntad y Representación conviene haber leído a Kant. Aunque no imprescindible, esta lectura dará otra dimensión al texto de Schopenhauer, que se afirma sobre las ideas de este otro gran pensador alemán, aunque lo rebata y critique en algunos aspectos. Del mismo modo, las ideas de Hume, Locke, Berkeley y Platón (otro gran admirado por Schopenhauer) son sino imprescindibles, si enriquecedoras para entender de dónde viene y hacia dónde va el pensamiento de Schopenhauer.

El gran interrogante que se planteó Kant, fue el de saber de dónde saca el hombre su capacidad de razonar. Básicamente hay dos respuestas; la capacidad de razonamiento del hombre es innata, o es adquirida por experiencia. Hume y Locke habían fundamentado la idea de que la experiencia lo es todo en la formación del pensamiento. Kant da un paso más allá y busca aquella estructura innata que sostiene ese conocimiento adquirido por la experiencia, lo que ya existe a priori antes de la experiencia. El giro revolucionario de Kant (su giro copernicano) es partir del sujeto y no de la «realidad» o del objeto (lo externo al sujeto) para ver cómo éste comprende el mundo. En esto lo ayuda Berkeley. Kant afirma así que el mundo es una construcción del sujeto que lo percibe, filtrada por esta estructura otorgada a priori, y por la experiencia que la nutre. Lo que no es construido, lo que queda fuera del sujeto y no puede ser percibido, es «la cosa en sí», la cual nunca puede ser percibida; y con la que Kant ya no se mete.

Luego de esta dilación teórica diremos que en este punto se sube Schopenhauer a este tren filosófico que ya venía funcionando desde hacía siglos. Porque Schopenhauer dirá en su libro que el mundo es la «representación» del sujeto. El mundo como lo ve el sujeto, es una interpretación de la realidad, una construcción filtrada por todos los a priori (espacio, tiempo, ley de causalidad) y eso es lo que el sujeto percibe del mundo. En el caso de la cosa en sí, Schopenhauer asociará este concepto ininteligible a lo que él llama voluntad. La cosa en sí kantiana es la voluntad de Schopenhauer.

Schopenhauer casa las ideas de Kant con las de su admirado Platón y recupera el mundo de las ideas platónicas. Platón decía que las cosas del mundo no son sino un reflejo imperfecto de un mundo de ideas donde se guardan todo los arquetipos perfectos de las cosas. Y acá se complica un poco más la cosa. Porque estas ideas para Schopenhauer (no las ideas de la cabeza sino estos arquetipos), no son más que las objetivaciones menos imperfectas de la voluntad; el elemento fundamental que compone el mundo. Freno de mano aquí.

Según Schopenhauer, los objetos percibidos (representaciones) no son más que objetivaciones o en términos de Kant fenómenos, más o menos imperfectos de la voluntad. De estas objetivaciones las más perfectas son las fuerzas de la naturaleza, le siguen las ideas (las de Platón), después los animales y las más imperfectas somos nosotros mismos y las cosas del mundo. Pobre lugar el del hombre. Pero ¿qué es la voluntad?

La voluntad es la cosa en sí, y como tal no puede ser percibida más que a través de sus objetivaciones adquiridas por la representación. ¿Eh? Exacto, la voluntad no se define más que como la esencia, la fuerza más allá de la comprensión humana que hace que el universo se mueva y que las cosas del universo existan como tales (reflejos imperfectos de ella). Entonces, esto suena a Dios. No. Schopenhauer se abstiene prolijamente durante todo su libro de hablar de Dios. La voluntad es la energía que mueve el universo, pero no puede percibirse más que a través de sus reflejos (las sombras de la caverna platónica). Según Schopenhauer el camino más cercano a través del cual el hombre puede llegar a intuir a la voluntad tal como es, es a través del hecho artístico y del goce estético.

Para entender la voluntad, o una de sus facetas, podemos explorar otro texto de Schopenhauer: «Las mujeres, el amor y la muerte». En él, el filósofo alemán entiende al amor, sentimiento tan ensalzado desde el romanticismo a esta parte, no como una emoción digna de los versos de los poetas, sino como un mero instinto (una pulsión como diría después Freud que toma bastante de Schopenhauer) que arrastra al hombre hacia una hembra con la única idea fija de aparearse. Y esa idea fija, que no tiene que ver con la razón o el sentimiento se llama según Schopenhauer voluntad de vivir; que no es otra cosa que el mecanismo mediante el cual la especie se asegura perpetuarse en el mundo, ignorando todo condicionamiento o llamado a juicio de la razón. Y todo el universo lucha en este sentido; cada especie se perpetúa aún a costa de otras; lo que tiene también que ver con Darwin.

Aquí está pues la concepción del universo de Schopenhauer. Un mundo en perpetua lucha. Donde los instintos se disfrazan de sentimientos para pasar por encima de la conciencia y la razón. Donde somos reflejos imperfectos (los más imperfectos) de una esencia ininteligible la cual no podemos siquiera percibir. Donde la realidad es una construcción del sujeto que la percibe. Y donde no se puede buscar un creador para justificar todo este caos. Lo que queda, como decía Bukowsky, es duro.

La casta de los metabarones, de Alejandro Jodorowsky y Juan Giménez

por Andrés G. Muglia


Publicado en revista CULTURAMAS de España:


En los primeros días de la pandemia, el COVID-19 se llevó la vida de uno de los más notables dibujantes de historietas de la nutrida escuela argentina, el mendocino Juan Giménez. De una época donde la educación formal no abarcaba tantos campos, Giménez tuvo una formación heterogénea que dejó marcada la imaginería sui géneris que llevaría su firma. Creador de universos fantásticos rebosantes de insólitas naves y trajes espaciales, su paso por el diseño industrial hizo que esas creaciones tuvieran un plus que el fan despierto siempre aprecia, que es su posibilidad de existencia en el mundo real.

Puede advertirse una evolución en la obra de Giménez, que da comienzo en la tradición americana del blanco y negro y la sucesión geométrica e invariable del cuadro a cuadro, para crecer hacia una composición que incluye la página completa y a veces dos páginas completas, con una deslumbrante técnica de ilustración. En su momento de madurez como ilustrador el color gana la página y cada cuadro, concebido en términos de su funcionamiento en cuanto a parte de un conjunto, es una pequeña obra de arte. Tal vez ese mejor momento como artista coincida en la colaboración de Giménez con el inclasificable guionista, escritor y psicomago chileno Alejandro Jodorowsky. 

De esa fructífera cooperación surgirá durante una década, entre 1993 y 2003, la saga La casta de los metabarones compuesta por ocho novelas gráficas: Othon el tatarabueloHonorata la bisabuelaAgnar el bisabueloCabeza de hierro el abueloDoña Vicenta Gabriela de Rokha la abuelaAghora el padre-madre Sin nombre el último metabaron.

La historia se sitúa en un hipotético futuro donde la raza humana no es más que una de tantas que pueblan las galaxias. La Tierra fue asolada por la guerra nuclear y es una vaga referencia del pasado. En este contexto Jodorowsky propone la fantasía heroica encarnada en la tradición de una estirpe de guerreros perfectos. Para eso echa mano a variadas fuentes que se vuelven nebulosas en la mixtura, pero entre las que podemos reconocer los mitos griegos y escandinavos, además de ciertas referencias a la caballería medieval. Como vuelta de tuerca a este cóctel, Giménez propone desde lo gráfico una mezcla extraña y fascinante de imaginería hi tech y estampas japonesas de guerreros samuráis.

Pero no es este universo imaginario superpoblado de cyborgs, seres con poderes telekinéticos, piratas espaciales, lasers, katanas y guerreros invencibles (que al fin y al cabo podemos encontrar en cualquier historia de ciencia ficción mucho menos lograda), lo que hace original a esta novela gráfica creada por Jodorowsky y Giménez, sino la tradición de esta familia terrible, admirable y despreciable al mismo tiempo.

La historia surge de la narración que Tonto, un pequeño robot sirviente de la casta de los metabarones, le cuenta a Lothar, otro robot de servicio de aspecto enorme y atolondrado que siempre le pide, como el terrible sultán a Sheresade, un cuento para entretenerse. Estos dos personajes en perpetua disputa, persisten a lo largo de los ocho volúmenes de la historia.

La dinámica de la herencia matabarona funciona de la siguiente manera. El padre metabarón tiene que mutilar a su hijo al que se le implantará una prótesis biónica que sustituirá al órgano mutilado. En el transcurso de la terrible operación (por supuesto efectuada sin anestesia), el hijo no podrá quejarse porque en ese caso no será digno del título de metabarón. Este chocante rito irá quitando a cada heredero una parte diferente de su cuerpo, hasta llegar al paroxismo en la edición número 5 titulada Cabeza de hierro el abuelo y que no merece mayores explicaciones. La odisea de Cabeza de hierro buscando una cabeza que le brinde sentimientos es análoga al Hombre de hojalata del Mago de Oz. Para eso se aliará con un poeta que se suicida ante sus ojos de metal y con el que conforma un cuerpo dividido y en permanente contradicción, que ofrece un nuevo giro a una historia ya de por sí tortuosa. 

Pero las extrañas y sangrientas tradiciones de los metabarones no concluyen en la mutilación, sino que para convertirse en matabarón y luego de una ardua preparación como guerrero durante toda su vida, el hijo deberá matar al padre en una suerte de actualización cibernética del mito de Edipo. Para eso se desarrollará un combate entre ellos y el que gane será quien perpetué la estirpe. 

Estrambótica y estimulante, la saga está atravesada de aventuras, batallas, asesinatos, traiciones, grandes historias de amor, incestos, parricidios y todo lo que la desmesurada y enfermiza imaginación de Jodorowsky acostumbra a sus seguidores. Sin embargo, la historia de los metabarones  no sería la obra de culto que es sin el aporte del talento de Giménez. Prueba de ello es que Jodorowsky intentó resucitar a los metabarones en 2008 y 2014 con Dayal el primer ancestro y Las gemelas rivales con dibujos de Das Pastoras, pero a pesar del talento innegable del español los resultados no fueron los mismos. Tampoco cuando los artistas Zoran Janjetov y Travis Charet intentaron lo suyo. Para los puristas el verdadero matabarón estará hoy y siempre dibujado por la mano de ese artista, que por suerte recibió a tiempo el reconocimiento internacional que su obra merecía y que fue Juan Giménez. 

La novela gráfica latinoamericana o el caso de ‘El Eternauta’, de Héctor Oesterheld

 por Andrés G. Muglia

Publicado en la revista CULTURAMAS de España:

https://www.culturamas.es/2020/08/06/la-novela-grafica-latinoamericana-o-el-caso-de-el-eternauta-de-hector-oesterheld/

Muchos condimentos hacen de El Eternauta la novela gráfica (en el pasado historieta o tebeo a secas) más importante de la larga tradición argentina. El primero, su guionista Héctor Oesterheld y su historia personal. Militante opositor al gobierno de facto de la Argentina que dio comienzo en el año 1976, Oesterheld fue muerto por el régimen junto con sus cuatro hijas. Pero antes de este terrorífico desenlace, había pasado a la historia definitiva de este género que mezcla texto e imágenes en una suerte de fascinante cinematógrafo congelado, con la fundación de la editorial Frontera en 1956 y su principal producto, la publicación de aparición semanal Hora Cero.

En esta humilde revista apaisada publicaría varias historias en episodios. Guionista de extraordinaria versatilidad, Oesterheld escribiría los textos de todas ellas, colaborando con dibujantes que luego trascenderían al mundo. El italiano Hugo Pratt, el chileno Arturo Pérez del Castillo, Francisco Solano López y otros, crearían junto a Oesterheld historietas que han quedado como referencia del género de esa época. La más importante sin duda fue El Eternauta. Desde el primer número de Hora CeroEl Eternauta cubrió el nicho de la ciencia ficción. Durante dos años la historia de una invasión extraterrestre en pleno Buenos Aires tuvo en vilo a los fans que pronto ganó la calidad inexcusable de la publicación. 

La narración, aunque víctima de las taras de todo texto que se va publicando aditivamente y sin posibilidad de revisión, es consistente de principio a fin, pasando por clímax y ambientes cambiantes y hasta contrapuestos; representados eficientemente por los dibujos de Solano López. 

El principio es deslumbrante. Un hombre se materializa en la casa de Oesterheld, le explica que es un viajero del tiempo (eternauta) y se dispone a contarle la historia que lo ha llevado a tan extraña situación. 

Este antaño hombre corriente, Juan Salvo, se reúne en la casa donde vive con su mujer y su hija, a jugar con un grupo de amigos al típico juego de cartas rioplatense, el Truco. En medio de la partida que llevan a cabo en el altillo de la casa de Salvo, que es además el refugio de los hobbies de todos los presentes, se corta la luz. Cuando se asoman por la ventana para ver qué ocurre, descubren que una extraña nevada (no es secundario advertir que en Buenos Aires nieva en promedio una vez por siglo) empieza a cubrir la ciudad. Poco más tarde descubrirán que el contacto con los bellos copos iridiscentes es mortal y que la nevada no es más que el primer recurso de una invasión extraterrestre para ultimar a la población.

El primer paso de la historia, que se actualiza  en estos tiempos de encierro y cuarentena por el COVID-19, se realiza pues bajo el influjo del encierro obligado por la amenaza de la nevada mortal. La casa de los Salvo será una isla de vida en un mar de muerte, la metáfora de cuño “robinsoneano” es reiterada varias veces por Oesterheld. También es tomada de Defoe la siempre fascinante descripción, clasificación y optimización de los recursos limitados con los que se cuenta para sobrevivir ante un revés repentino y decisivo del destino. Asistimos, embrujados desde el primer momento, a la lucha de Salvo, Favalli (científico que forma parte del grupo de amigos) y el resto de los personajes, por utilizar todos los recursos disponibles para sobrevivir. Pronto se fabricarán trajes protectores para salir al exterior en busca de recursos, comida y medicamentos. También pronto descubrirán que en la calle ya reina la “ley de la selva” y el “sálvese quien pueda” que convierte al hombre en una fiera dispuesta a todo en un mundo naufragado. 

La trama sufrirá un cambio de registro, justo a tiempo cuando la fascinación inicial de esta estructura isla-encierro-acopio de recursos-lucha por la vida, comienza a decaer; cuando una unidad armada de resistencia ante el invasor llega a la casa de Salvo y recluta a todos los hombres qua allí se refugian. La historia toma entonces ribetes vertiginosos, sucediéndose batallas contra un enemigo cada vez más complicado.

Es interesante analizar la estructura del poder en las filas de los extraterrestres y perfilar el solapado análisis de la guerra, la violencia y la responsabilidad de los actores involucrados por ellas que hace Oesterheld. Los primeros enemigos con los que Salvo (nombrado rápidamente teniente) y sus filas se encuentran son los “cascarudos”, típicos bichos a escala humana de las historietas “pulp” norteamericanas de  los post-atómicos ´50s, y los “gurbos” seres portentosos capaces de tumbar edificios de un frentazo.  Sin embargo los “cascarudos” y los “gurbos”, no son otra cosa que organismos teledirigidos por otros más inteligente llamados “manos”, comandantes superiores y de terrible y fría estampa que cuentan con manos de dedos infinitos. Pero la postergación de la responsabilidad no termina allí, porque los “manos” son a su vez dominados por los “ellos”, jefes que convenientemente jamás son mostrados. De este modo y con esta suerte de postergación indefinida de la responsabilidad en relación a la violencia, Oesterheld fragua una elíptica metáfora en torno a la violencia en general y a sus mecanismos de implementación.

El éxito rotundo de El Eternauta llevó a Oesterheld a extender la historia en varios sentidos. El primero, una nueva versión con otro dibujante, el talentoso Alberto Breccia, a publicarse también en entregas en la revista Gente. Breccia, que es quizás el mejor dibujante de historietas o tebeos de su tiempo, encaró la imagen de El Eternauta de un modo más experimental que Solano López, todavía ligado a la tradición historietística norteamericana, más convencional. La imagen que Breccia elige para la historia de Juan Salvo roza por momentos lo abstracto. La intransigencia del artista ante las presiones de la revista, que le exige volver a una representación plástica más tradicional, hará que Oesterheld negocie abreviar la tira para no dejarla inconclusa. Así se convierte esta segunda vuelta triunfal de El Eternauta, en un triunfo a lo Pirro, donde la que principalmente sale perdiendo es la historia. A fin de cuentas la imagen de Solano López, quizás menos talentosa pero más eficaz en termino narrativos que la de Breccia, será la que quedará en el imaginario popular como mejor ligada a la inmortal historia escrita por Oesterheld.

Otra vuelta de El Eternauta no fue una remake sino una típica secuela, publicada en 1976 y que sería además la obra póstuma de Oesterheld. En un mundo postnuclear con influencias de La máquina del tiempo de H.G. Wells (hombres de la cavernas, humanos y mutantes entremezclados), reaparece Juan Salvo dispuesto a expulsar a lo que queda de la invasión extraterrestre. El cliché que indica que “segundas partes nunca fueran buenas” se verifica parcialmente en esta secuela, que de todos modos puede resultar estimulante para los fans de El Eternauta

Luz de agosto, de William Faulkner

 por Andrés G. Muglia


Publicado en la revista CULTURAMAS de España:

https://www.culturamas.es/2020/08/11/luz-de-agosto-de-william-faulkner/

Faulkner es el exponente del sureño americano que demuestra que a medio siglo de la guerra de secesión, todavía la división persistía en los EE.UU. Miembro de una de las tantas familias a las que la abolición de la esclavitud no había precisamente beneficiado, se percibe en toda su descripción del sur de EE.UU., que Faulkner narra como ningún otro con su abrumador talento, un tufillo intolerante que pone todo el tiempo a la gente de color en el lugar del otro. La cultura afroamericana esta imbricada de tal modo en la obra de Faulkner que ésta no podría existir sin esa influencia, perdería toda su esencia. Sin embargo, su mirada es todavía la mirada del amo,  que observa, espía, se inmiscuye en ese otro mundo paralelo; con la curiosidad y el horror del que describe a una criatura que no termina de comprender, o mejor, de apreciar.

En la prosa de Faulkner podemos encontrar a un escritor absolutamente moderno, cuyos recursos: cambio de punto de vista del narrador y persona, monólogo interior, relato de una misma escena desde personajes diferentes; se entrecruzan forzando la atención del lector. Pero también encontramos a un estilista, un narrador de largo fraseo lejano a la epístola telegráfica de Hemingway, un meticuloso paisajista de impresiones a la hora de describir un escenario, y un profundo analista de la psicología de los personajes, a los que construye (desnuda) de afuera hacia adentro; descubriéndonos de a poco todos los tortuosos recovecos de sus personalidades. En cada larga parrafada descubrimos, como engarzadas en esta trama llena de riqueza, pequeñas y brillantes metáforas, joyas de un novelista que quiso ser también un poeta, aunque haya editado un solo libro de poemas.

El resultado es sólido pero denso. Se tiene la impresión de estar leyendo algo importante, como lo escrito por los grandes rusos de finales del siglo XIX, pero la trama se recarga por momentos de tal modo: de personajes, de ambiente, de tensión dramática; que parece asediar al lector y llenarlo un poco de ese clima caluroso y desesperado del Misisipi profundo donde transcurre la acción.

Para mejor situarnos en el escenario (geográfico y social) de la novela podemos decir que es el mismo de las películas «To kill a mockingbird» – «Para matar a un ruiseñor» (Gregory Peck, 1962) y «The grapes of wrath» – «Viñas de ira» (John Huston – Henry Fonda, 1940); aquel mismo contexto que fotografío la sensible cámara de Dorothe Lange en la época de la gran depresión.

De las llanuras polvorientas de Alabama pasamos a la ciénaga nublada de mosquitos, calurosa y opresiva del Misisipi. Este contexto lo llenamos de granjeros de mirada desconfiada en jardinero de jean, de niños descalzos y de mujeres huesudas con vestidos raídos, agregamos unas cuantas casuchas de madera reseca con puertas chirriantes y dos o tres Ford T a cuyo paso saludan negritos sonrientes que juegan sobre la carretera desierta; y ya tenemos el telón de fondo para Luz de agosto. Precisamente éste es el viaje que inaugura la novela. Es el que hace Lena, una veinteañera embarazada que busca con una inocencia que roza lo pueril, a quien ayudo a gestar a su criatura y después apuntó hacia horizontes menos complicados de faldas. Este canalla que se metía a hurtadillas en medio de la noche por la ventana de la receptiva joven, es un tal Lucas Burch, que ella supone encontrará en algún aserradero de Jefferson según referencias que ha ido recogiendo por el camino.

Gracias a la solidaridad de gente pobre como ella, que la juzga (madre soltera en los años ´30) pero la ayuda, Lena cumple la proeza de llegar a Jefferson a pie y haciendo dedo. Allí se dirige rectamente al aserradero y descubre que su buscado Burch, es en realidad Bunch, y que la pereza de la memoria colectiva ha confundido a los dos. Este último es un ser tranquilo que dedica sus fines de semana a predicar. Lena lo interroga, hasta descubrir que Burch se ha cambiado el nombre por Brown y vive con un vagabundo llamado Christmas (con el que se dedica a traficar wisky) en la trasera del terreno que ocupa la casa de una solterona, la cual es ignorada por el pueblo sospechada de trato con gente de color. Por supuesto Bunch se enamora de Lena y se promete ayudarla, protegerla y finalmente hacerse cargo de ese niño que sabe que Burch – Brown rechazará.

Bunch, asediado por su repentino amor, consulta a su único amigo, un reverendo retirado llamado Higtower, con el que sostiene largos diálogos de denso contenido. Duda entre ayudar a Lena a buscar a Burch o tratar de quedarse con ella. Pero el relato cambia todo el tiempo la perspectiva y salta de la historia de un personaje a otro. La de Christmas es quizás la más interesante y también la más retorcida. Porque el drama interno de Christmas es la sospecha de que es un mestizo, un hombre que lleva sangre afroamericana. Se establece dentro de Christmas (Faulkner establece) una lucha interna entre esas dos sangres (como una especie de ying y yang delirante y racista) que después precipitará el destino de Christmas; quien (como para complicar más las cosas) sostiene una tirante relación basada en el sexo con la solterona puritana que le da asilo.

El escabroso argumento, donde se entrecruzan todo el tiempo la historia de los personajes, se complejiza porque cada uno lleva una intensa lucha personal, además de la ordinaria contra los problemas que le presenta la vida, y que es la peor de todas las luchas: contra uno mismo. Christmas lucha contra su sangre de color, Bunch lucha contra sus deseos de quedarse con Lena vs. su obligación de ayudarla a encontrar a Burch, el reverendo Higtower lucha contra su historia, Lena lucha por dejar de creer en Burch (y no lo consigue). Cómo se desenvuelven los destinos de estos personajes tan embrollados es lo que menos importa, aunque desde luego no todos son finales felices.

Un libro denso, pero no aburrido. A veces un poco lento. Un ambiente opresivo poblado de personajes torturados; que van enhebrando sus historias personales, contadas con detalle. En medio de todo, el estilo complejo e inconfundible de Faulkner, permanentemente  cruzando el relato con  brillantes metáforas y largas reflexiones de los personajes o del mismo autor. Interesante además por mostrar los prejuicios de Faulkner que se traslucen en la materia que utiliza para crear los personajes y el ambiente. Si bien no es de sus obras más conocidas lleva el sello inconfundible de un autor que de vez en cuando es bueno visitar.

domingo, 2 de agosto de 2020

Bosques y hombres, de Ernst Wiechert

por Andrés G. Muglia


Publicado en la revista CULTURAMAS de España.

El link:
https://www.culturamas.es/2020/07/09/bosques-y-hombres-de-ernst-wiechert/?fbclid=IwAR0WUxcuwVdy7Aavc8Ho7Wfl6MSBohG1ETm_Ktu4Z5gDyposCE5LyJGo-FM


La historia de cómo compré este libro es una de esas que sólo son significativas para quien las vive, y para quien la escucha puede quizás parecer tonta. Había leído este libro hace muchísimos años. Lo descubrí revolviendo en una biblioteca de barrio en la que, conocido dea la bibliotecaria, deambulaba libremente entre los anaqueles de metal. No conocía al autor del que aún hoy tengo apenas referencias. Me enamoré de este libro. Pensé incluso no devolverlo, pero nobleza obliga, fue reintegrado puntualmente. Muchos, pero muchos años después lo encontré en una librería de usados y lo compré sin dudarlo. De vez en cuando lo releo y lo encuentro casi tan maravilloso como la primera vez.
Por la época que leí Bosques y hombres su autor permaneció para mi largo tiempo en el misterio. Casualmente, tiempo después, en una revista ajada sobre la cultura alemana (creo que editada por el Instituto Gohete de Buenos Aires) encontré una referencia biográfica. Decía que Wietchert era un escritor que en su época había abogado por la recuperación de las tradiciones alemanas, con sus historias campesinas y una recuperación (¿bucólica?) del pasado teutón. Sonaba a Wagner, a nacionalismo conservador a ultranza, tufillo que me lo hizo antipático. Hasta que, en el último párrafo, la breve biografía aclaraba que junto a otros autores, las obras completas de Wietchert habían tenido el honor de ser arrojadas a la hoguera por las huestes de la SS hitleriana. Eso me hizo querer al pobre e incendiado Ernst mucho más.
Hoy en día, en que googleamos  cualquier nombre y en instantes sabemos su biografía, no es mucho lo que se encuentra en internet acerca de Wietchert. Fue un prolífico novelista, muy leído durante los años ´30 del siglo XX en Alemania. Desde el advenimiento del nazismo mostró su oposición al régimen a través de su cátedra en la Universidad de Munich donde llamó a la juventud alemana a conservar su pensamiento crítico ante la influencia del nacionalsocialismo; lo cual le valió una temporada en el campo de concentración de Buchenwald. En fin, un tipo con el cual simpatizar.
Bosque y hombres no es ni más ni menos que un libro de recuerdos. No son memorias, no es una autobiografía; es en cambio la mirada hacia atrás de un hombre que añora algo que ha pasado. Y aunque esto no tenga nada original, en el sentido de que a todos nos pasa esto mismo de vez en cuando (se llama nostalgia y cuando es peor melancolía), tiene Wietchert tal amorosa visión sobre sus propios recuerdos, y los recursos de un buen escritor para traerlos a la luz con veracidad, con poesía y hasta con humor; que se siente uno rápidamente involucrado en sus sentimientos, sus simpatías o sus temores. En la caracterización de los personajes de su infancia se ve en Wietchert algo de Dickens o de Hogart, un arte que describe bien lo grotesco.
Pero lo más interesante de Bosques y hombres no son los personajes que lo pueblan, sino el escenario. La infancia de Wietchert, comentada desde los albores mismos de la memoria del autor, transcurrió en los bosques de la Prusia oriental. El humedal del bosque, silencioso, solo quebrado por la voz quejumbrosa del águila barbuda. Los grupos de abetos oscuros que borraban el horizonte, junto con los campos de centeno y el lago que alquilaba su padre guardabosques al gobierno (un niño con su propio lago), configuran este entorno único; la tierra que el adulto Wietchert añora y su pasado con ella. Quizás este libro escrito en 1937, momentos convulsos para Alemania donde ya se perfilaba la guerra, no sea sino una recuperación de una patria que Wietchert ya creía perdida. Pero esas son cosas que se nos ocurren y quizás Wietchert simplemente transcribió sus recuerdos porque quería, porque había perdido su trabajo y tenía mucho tiempo libre, o estaba en cama con una pierna rota. Quién sabe.
Cada uno tiene sus gustos literarios. Yo soy de los que prefieren una buena descripción a un buen diálogo. En este sentido las descripciones de Wietchert nos llevan a su paraíso perdido, un paraíso poblado de la presencia de este Dios al que Wietchert veía en el bosque (él mismo se ataja del panteísmo en un pasaje), un paraíso que existió en Europa cuando los niños morían de cosas que hoy salvan los antibióticos y donde los lobos todavía rondaban en la espesura como una amenaza nocturna.
El quiebre consiste precisamente en el alejamiento del bosque por parte de Wietchert y su hermano: cazadores, pescadores, pastores y exploradores que se convierten en citadinos para ir a recibir educación formal a la ciudad. Allí Wietchert narra, como una parábola análoga a la cristiana, la pérdida de la inocencia junto con la pérdida de su paraíso. Las descripciones de los regresos a la casa paterna para los recesos vacacionales se hacen más intensas y profundas, como si por lo fugaces (por la presencia de un fin predeterminado que apremiaba a disfrutar cada segundo) estos períodos hubiesen quedado grabados con más profundidad en los recuerdos del autor.
Un hermoso libro, que parece transmitir la melancolía de un hombre que añoraba su pasado, quizás idealizándolo, pero que transmite el amor por la vida sencilla y el contacto con la naturaleza; algo ligado inconfundiblemente al Romanticismo, que se ve que a Wietchert le había llegado un poco tarde.
Nacimiento y muerte. Las navidades. Las cacerías (su primer águila abatida que sería la última por la tristeza que sintió), la muerte de su hermano pequeño, la presencia de una tía loca, un padre demasiado aficionado a las tabernas y una madre enferma de melancolía. El resto es una estructura de episodios separados en capítulos, con una sombra de cronología, una estructura que casi parece innecesaria; como si la magia de estos bosques vistos por un poeta fuera más fuerte, floreciera oscuramente entre las páginas y lo cubriera todo. Y ese paisaje parece engullirse al hombre en la naturaleza abrumadora de la selva negra; un lugar donde en los brezales, todavía estará saltando el niño Ernst con su escopeta de pequeño calibre.

sábado, 1 de agosto de 2020

El obelisco negro, de Erich María Remarque

por Andrés G. Muglia


Artículo publicado en la revista CULTURAMAS de España.
El link:

https://www.culturamas.es/2020/03/24/el-obelisco-negro-de-erich-maria-remarque/

“Brilla el sol en la empresa de pompas fúnebres ´Heinrich Kroll e Hijos´. Es en abril de 1923, y el negocio marcha bien”. Así comienza esta novela de Erich María Remarque publicada en 1956, dando el tono general de la obra desde la primera línea. Remarque ya era célebre desde 1929 por su best seller Sin novedad en el frente, adaptada al cine y ganadora del Oscar. Después de 1939 se instala en los EE.UU. y en 1958 se casa con Paulette Godard, una de las diosas de Hollywood de su época. A pesar de integrado a la floreciente sociedad americana de los años ´50, Remarque nunca dejó de pensar y escribir sobre la experiencia que lo marcó de por vida: la Primera Guerra Mundial. En plena guerra fría, retorna al mundo de entreguerras y cuenta con maestría el ambiente de la Alemania donde se cocía la olla a presión del nazismo, avivada por el fuego de la hiperinflación y el odio generado por el Tratado de Versalles.
Prolijo, lírico y romántico por momentos, brillante en las frases que cierran los capítulos o en las irónicas que articulan sus personajes, con la dosis justa de reflexión pacifista, filosofía existencialista y fina poética en las descripciones; Remarque es en 1956 dueño absoluto de su oficio de escritor y de su estilo.  El obelisco… es la historia, contada en primera persona, del ex cabo Bodmer; un joven de veinticinco años avejentado prematuramente por su experiencia en el frente. Bodmer: poeta en ciernes, mal pianista, dibujante, publicista y vendedor de lápidas; trabaja y vive en casa de George Kroll, compañero de armas. Ambos comparten la hermandad de todos los que han atravesado juntos el horror de la guerra, y tratan de sobrevivir en base a su curioso oficio en medio de una nación cuya economía naufraga. 
El escenario: Werdenbrück es el nombre elegido para esta pequeña ciudad ficticia, que bien podría ser la provinciana Osnabrück donde nació Remarque, conocida como “la ciudad de la paz” porque allí se firmó en el siglo XVII la Paz de Westfalia que puso fin a la Guerra de los treinta años. Pero Werdenbrück es todo menos pacífica. Como todos los pueblos pequeños es pródigo en personajes y situaciones. Los de Remarque tienen mucho que ver con los de Toulouse Lautrec, pintor que el escritor menciona en la novela; como si el autor hubiese querido componer su historia con geniales caricaturas que a veces rozan lo humorístico pero, como las del desgraciado conde francés, también tienen mucho de trágico. Todos los personajes que trasuntan la historia bordean lo bizarro. Está Wilke, el ebanista y fabricante de féretros que teme a los espectros y duerme en el ataúd fabricado prematuramente para un gigante de circo que volvió a la vida. O Bach, escultor incapaz de crear ángeles pero que se le dan bien los leones con dolor de muelas para monumentos militares. También Lisa, la esposa de un peligroso matarife que vive frente a la ventana de Bodmer  y que goza exhibiéndose desnuda a la hora en que su marido sale a trabajar. O Eduard Knobloch, presidente del club de poetas al que Bodmer pertenece, sufrido dueño del restaurante Walhalla, que el protagonista y George Kroll estafan diariamente pagando su comida con bonos que ya nada valen por la inflación y que el comerciante tuvo la mala idea de emitir hace tiempo. 
Cuando el protagonista no se dedica a su oscuro trabajo de vendedor de lápidas, concurre al cabaret El Molino Rojo (otro homenaje a Lautrec) junto a George Kroll, el pelirrojo Willy, quien ha hecho fortuna con la especulación, y toda la caterva de personajes que pululan en la novela. Allí conoce a la querida de Willy, una cantante que hace duetos a puro falsete como soprano y bajo (registro que utiliza para asustar a los desprevenidos gritando como un sargento en las trincheras); quien le presenta a Gerda, una atractiva contorsionista que, de paso por Wedenbrück, propone a Bodmer una conveniente relación sin lazos ni compromisos. El protagonista, que ha madurado de golpe durante la guerra pero que ha quedado bisoño en temas de polleras, acepta el trato pero sufre hasta adaptarse al pragmatismo de Gerda que, paralelamente a su relación, inicia otra con el despreciable pero solvente Eduard Knobloch.  
Pero no es en Gerda donde Bodmer encuentra el amor, sino en otro inesperado sitio. Todos los domingos para ganar unos devaluados marcos extras y una comida gratis, el protagonista toca el órgano en la iglesia del vicario Bodendiek, anexa al manicomio local. En los jardines que comparten iglesia y cotolengo, que los internados recorren libremente, Bodmer conoce a Isabel, una bella joven trastornada por la esquizofrenia. Isabel, que ni siquiera sabe su nombre y lo llama Ralph o Rudolph y que es alternativamente una cándida y atribulada adolescente, o una agresiva joven, sexual y maliciosa, comienza a socavar los paradigmas y las verdades de Bodmer, ya de por sí erosionados por sus experiencias en la guerra. Pero Isabel es una joven aristócrata y Bodmer un pobre poeta desorientado, su relación es sólo posible en el dislocado contexto que por su enfermedad la mantiene cautiva y alejada de su mundo. Como contrapunto a sus encuentros con Isabel, que recorren la poesía, la cuestiones existenciales y trascendentales: el amor, la muerte, la verdad, el sexo; Bodmer comparte su comida con Bodendiek, que representa la saludable e inquebrantable fe de la iglesia, a donde quiere acercar al ateo Bodmer; y Wernicke, psiquiatra del manicomio y doctor personal de Isabel. Religión, ciencia y poesía están fielmente encarnados en los tres personajes, a través de cuyas voces Remarque hace debatir tres puntos de vista sobre la existencia.
Pasan las páginas sazonadas de nuevas escenas y personajes surrealistas: Clara Beckmann, esposa del zapatero que gana apuestas con la robusta contextura de su esposa, cuyo talento principal es sacar clavos de la pared con la fuerza de los cachetes de su culo; visitas al prostíbulo del pueblo con el club de poetas; peleas callejeras con falanges nacionalsocialistas que son vencidas por el coro de la iglesia y un amputado que les propina mandobles con su prótesis. Pero la historia comienza a hacerse más densa y a correr el registro de la novela. El amor por Isabel, inconstante, surreal, atravesado de contradicciones y de culpa, gana el relato y el espíritu de Bodmer agoniza en provisorio equilibrio. ¿Cómo amar a una loca sin volverse loco? ¿Quién es en realidad el equivocado? Ella, que escucha gritar a las flores cuando tienen sed, o Bodmer, y nosotros con él, que nunca nos dimos cuenta de que el rostro se gasta cuando nos miramos al espejo. 
La pompa de jabón explota. La inflación se detiene bruscamente con una devaluación que derrumba la fortuna de especuladores como Willy. Wernicke utiliza el influjo de Bodmer para intentar “curar” a Isabel y traer de vuelta a Genevieve, la distante aristócrata incapaz de amar a un pobre poeta organista de iglesia. El triunfo del psiquiatra es la desdicha de Bodmer, porque la cura de Genevieve significa la muerte de su amada Isabel; la una y la otra se excluyen.
En una Alemania que se precipitaba hacia el odio que explotaría en la mayor matanza de la historia, el amor de un poeta aturdido no es suficiente siquiera para evitar su pequeña tragedia. Sobre el final de la novela y a modo de posdata, Bodmer logra vender el obelisco negro, lápida invendible que ha permanecido en el patio de exhibición durante dos generaciones. Hito sobre el que mea todas las noches su vecino borracho. Símbolo de un siglo estoico que soportó sobre su cabeza la violencia del hombre y cuyas olas todavía nos siguen rozando fríamente los pies.

Las cartas de amor y despecho en ‘De profundis’, de Oscar Wilde

por Andrés G. Muglia


Artículo publicado en la revista CULTURAMAS de España.
El link:

https://www.culturamas.es/2020/03/29/las-cartas-de-amor-y-despecho-en-de-profundis-de-oscar-wilde/

Puesto en perspectiva, es difícil dimensionar el infortunio de los últimos años de Oscar Wilde. Autor brillante, niño mimado de las letras inglesas, ejemplo extravagante del esteticismo, muchas son las vestiduras de adjetivos que le cuadran. La más llamativa en su tiempo y la que lo llevó (para estupefacción de nuestra mirada situada en el año 20 del sigo XXI) a pasar dos años en la cárcel, fue la de homosexual.
Recapitulemos. Wilde nació en Irlanda dentro de una familia acomodada. Hijo de dos personalidades notables: su padre William era un reputado cirujano, además de arqueólogo y especialista en estadísticas; su madre Jane era escritora; Oscar creció en un entorno sensible a su talento. Cursó sus estudios en Oxford donde pronto se destacó como clasicista y poeta. A partir de esos años, además de su genio como escritor; su inteligencia, su personalidad y su facilidad para la charla culta e ingeniosa (sus ironías son legendarias) le ganaron la atención de su círculo. 
En 1881 publicó su primer libro de poemas, que fue bien recibido por la crítica. Para 1895, año de su encarcelamiento, Wilde ya era una celebridad internacional. Su estrella brilló, por lo tanto, catorce escasos años que fueron suficientes para inmortalizarlo como una de las personalidades literarias de su tiempo. 
“Vive rápido y deja una cadáver hermoso”. Tal vez por premonitorias, esas palabras del malogrado James Dean pasaron a la posteridad. Oscar Wilde parece haber hecho gala, durante esos pocos años a los que nos referimos, de un espíritu semejante. Se convirtió en una figura de la literatura y los salones. Se casó con Constance Lloyd, hija de un consejero de la reina Victoria y tuvo dos hijos. Se transformó en el prototipo del flaneur, el dandy, el bon vivant. Saltó a la fama además de por su talento como artista, por sus largos cabellos rubios, sus vestimentas recargadas y teatrales y su pintoresca personalidad. 
En el ápice de su fama Wilde conoció a los 37 años a Lord Alfred Douglas, un joven escocés de 21 años de aire andrógino y mirada lánguida. Wilde, que ya había tenido otras parejas masculinas, se enamoró perdidamente del joven. No es seguro que el amor fuese correspondido, a juzgar por lo que Wilde apunta en  De profundis, pero lo que sí está profusamente documentado es que Bosie (tal era el sobrenombre del joven Lord) se dedicó a dilapidar la fortuna de Wilde a través de su gusto por el lujo y su afición a los casinos.
La escandalosa (para la época) y tormentosa relación que entablaron, no hubiese tenido trascendencia si Bosie no hubiera sido hijo de John S. Douglas, Marqués de Queensberry. Y es que el recio John, poeta, teniente coronel de la marina, político y boxeador de peso liviano; quien pasó a la posteridad por ser el creador de las reglas del boxeo moderno; no veía con buenos ojos la sexualidad de su vástago y mucho menos que tanto él como Wilde no hicieran nada para ocultar su relación. Resolvió en consecuencia dejar una tarjeta de visita en el club que el escritor solía frecuentar con la inscripción: “Para Oscar Wilde, que presume de sodomita”. 
Azuzadas las llamas de su indignación por Bosie, que odiaba a su padre, Wilde entabló una demanda por difamación contra el Marqués y lo mandó a la cárcel. Pero como un boomerang, aquella afrenta se le vendría en contra cuando el Marqués, liberado ya, le iniciara juicio por “grave indecencia”. 
Los amigos de Wilde le aconsejaron quitar el cuerpo al proceso judicial que se le venía encima y salir rápidamente de Inglaterra. Sin embargo, por sugerencia de Bosie, el artista se quedó en Londres y afrontó los cargos. El proceso ya es célebre y el resultado también. Sobrestimando su propia figura o subestimando lo que el Marqués y la justicia pudieran hacer en su contra, Wilde quedó completamente en la ruina y fue condenado a dos años de trabajos forzados. 
Deshilábamos cuerda embreada
con las romas uñas sangrientas;
fregábamos suelo y barrotes
y frotábamos pared y puertas,
y enjabonábamos las tablas
chocando los cubos en ellas. 
Coser sacos y partir piedras,
voltear taladros polvorientos,
chocar vasijas, gritar himnos,
y en el molino el sudor nuestro…
Pero en el corazón de todos
se escondía tranquilo el miedo.(1)
De profundis es la extensa carta que, a punto de concluir su condena como forzado, Wilde le escribe a Bosie.
Buena parte de la esquela es un reclamo despechado, un concienzudo pase en limpio de todo lo malo que Bosie le había hecho. El lector lee con perplejidad cómo Wilde da cuenta de cada escena, cada diálogo, cada actitud desamorada que le echa en cara a su ex-amante. Pero también el texto es un registro exhaustivo y asombroso de cada viaje, cada cena y, sobre todo, cada gasto en libras esterlinas hecho para complacer a Bossie. Uno por uno, minuciosamente y sin vergüenza, los incidentes, los desplantes, las cartas desgarradoras, los reencuentros y las nuevas rupturas son reseñados con escrúpulo, tanto que da la sensación que Wilde no quiere hacer que Bosie los evoque, sino que un tercero, un lector eventual, pudiera tener perfecta noticia de las condiciones en las que se desarrollaba su relación de pareja.
Sin embargo, el mayor reclamo que se inscribe dolorosamente en esas primeras, y segundas, y terceras páginas (porque se reenvía con una constancia obsesiva), es el de la incomunicación del joven Douglas para con él. Wilde no puede comprender el abandono de quien, a su juicio, es el culpable de su reclusión al insistir que continuara el proceso contra su padre. Para el escritor, él mismo no ha sido más que una herramienta para que padre e hijo tramitaran su mutuo odio. 
Buena parte de De profundis es un grito de amor no correspondido. A veces con la superficialidad de lo material que echa en cara el dinero malgastado, otras con la fuerza de un profundo sufrimiento que se transmite en la prosa hasta hacerse sofocante; como cuando Wilde describe la tristeza de que su mujer no sólo se haya divorciado de él, sino que le negara la posibilidad de volver a ver a sus hijos. Por Bosie, Wilde perdió su fama (o ganó una que no lo favorecía), su fortuna, sus hijos. No obstante lo que más le preocupa recuperar es su arte. Constantemente le reclama a Douglas que en su compañía le era imposible escribir. Con De profundis pretende sacar la negra bilis que ha acumulado en dos años como presidiario, quitar el odio que lleva adentro, perdonar para reconciliarse con el mundo y poder recuperar la extinguida capacidad de crear.
Wilde demuestra en extensos pasajes de explícita megalomanía que no tenía la menor duda de que era un genio de la literatura. Su mayor deseo al salir de la cárcel era, luego de capitalizar las enseñanzas que el sufrimiento le había regalado, reencontrarse con su arte para poder dar a luz nuevas muestras de su talento.
Después de 208 páginas (para la edición de Corregidor) de lamentaciones, pase de facturas y reclamos despechados; pero también de desgarradora lucidez para analizar el dolor y profundas reflexiones metafísicas en torno la vida, el destino, el amor, el arte o Cristo; uno imagina que Oscar Wilde habría hecho el duelo que pretendía con esa larga carta a su amante del que hacía dos años no tenía noticias. Era de suponer que en paz consigo mismo y sus demonios, al salir de la cárcel buscaría un sitio tranquilo, amparado quizás por la hospitalidad de algún amigo que nunca había dejado de visitarlo en la cárcel, para dedicarse a escribir y reencontrarse con el artista que sabía podía ser. 
Pero el amor hace cosas inesperadas.
No bien se vio libre Wilde se encontró con Bosie. Juntos pasaron los siguientes tres meses en Nápoles, hasta que nuevamente el Marqués de Queensberry y la sociedad de la época comenzaron a acorralarlos. Se separaron y nunca más volvieron a verse. Wilde se mudó a París y vivió allí, ocultándose bajo un nombre de fantasía. En ese tiempo publicó La balada de la cárcel de Reading, poema elaborado durante sus años de encarcelamiento.
Hay dos versiones de estos años finales. La primera, amiga de las moralejas, habla de un Wilde quebrado, enfermo y oscuro. La segunda, que apoyan varios testimonios de amigos, describe al artista haciendo gala de su famosa inteligencia e ironía humorística para la charla. El arte y, sobre todo, la pintura, es capaz de revelar con una imagen el interior del alma humana. Henry de Toulouse Lautrec (otro desventurado) conoció a Wilde en el famoso cabaret Moulin Rouge de Montmartre y lo retrató varias veces. Observando el más conocido de esos retratos, que muestran a un Wilde que aparenta muchos años más que los 46 que contaba al final de su vida, con el ralo pelo rubio peinado al medio, los labios delineados formando un fruncido corazón y el rostro fofo ojeroso, es difícil decir que el suyo fuera el gesto de alguien que estaba pasando por un buen momento; sabio tal vez, feliz no. Oscar Wilde murió en París el año de 1900 enfermo de meningitis, lejos de su amado Bosie. 
1- Extracto de “La balada de la cárcel de Readin”. Oscar Wilde.