por Andrés
G. Muglia
Está claro
que el gusto se educa, crece, muta como un organismo vivo que busca su
plenitud. No nos gustará lo mismo en la niñez que en la adolescencia o en la
edad adulta. El sabor amargo de la cerveza, que rechazamos en la infancia, será
la preocupación de muchos a partir de la juventud. Lo mismo ocurre con los
gustos literarios. El lector aprende que nunca debe rechazar de plano a ningún
autor, sino dejarlo a un lado de su camino edificado en papel y tinta. Quizás,
en otra vuelta de su viaje llegue de nuevo a ese autor y descubra con asombro
un tesoro que había rechazado en otro momento de su vida.
Esto mismo
me ha pasado con Ernesto Sábato. Accedí a él en la adolescencia, cuando todo
libro que cae en nuestras manos es leído con una cierta compulsión, una búsqueda
de la empatía profunda o el rechazo más riguroso. Por lo segundo me decanté en
esa época, cuando Sobre héroes y tumbas
me pareció un libro pretencioso, con personajes laboriosa y torpemente
construidos, con una propensión a dejar al lector sumido en el aburrimiento más
aburrido. No entendí, evidentemente, la filosofía profunda que encerraba aquel
libro; el modo en que reflejaba las preocupaciones de un autor torturado y,
como él mismo definiría en sus ensayos, problemático.
Más tarde
leí El túnel, un libro que vino a
confirmar esa sensación juvenil en la adultez. A pesar de corto, porque es más
un cuento largo que una novela breve, El
túnel revivió aquella sensación de estar leyendo algo a contrapelo de
nuestros deseos de abandonarlo. De pelear todo el tiempo con ese latente
fantasma del aburrimiento.
Pero la
madurez de un lector no es, como podría pensarse, un hecho progresivo. El
resultado de un sedimento que el tiempo y las lecturas van formando. Me imagino
más ese crecimiento al modo en que los bebés se convierten en nenes o nenas:
cuando por fin caminan. Me he asombrado viendo que ese acontecimiento, lejos de
ser un fenómeno paulatino, sucede de un día para el otro, como si un esforzado
ser de la cavernas hubiese estado observando por mucho tiempo un martillo,
tratando de comprender para que sirve, y de golpe se diera cuenta (¡Eureka!) y
comenzara a golpear con ansiedad todo lo pasible de ser martillado. Encuentro
en el crecimiento como lector esta suerte de tirones hacia adelante, de
revelaciones de nuevos sentidos que solamente ciertos autores y ciertas obras pueden
fomentar. Estoy pensando en Kafka, en Schopenhauer, en Apollinaire, en Alberti,
en Rimbaud. El mundo revelado ante una luz, o una sombra, nueva.
Curioseando
en una biblioteca ajena, costumbre obsesiva e inherente a todo lector que se
precie de tal; encontré un volumen ajado de Sobre
héroes y tumbas. Como es conocido (por este blog) mi gusto por los viejos
volúmenes que remiten a las bibliotecas de mi infancia (ese gusto no ha
variado) me impulsó a tomar aquel libro y pedirlo prestado. Hubo, entiendo, en
ese gesto una especie de empecinada soberbia del orden de: "no puedo ser
tan bruto de rechazar un autor tan elogiado por la fuentes más
acreditadas", o algo así. Lo cierto es que, dispuesto a reincidir en mis
juicios previos, me encaminé a mi hogar con el polvoriento libro bajo el brazo.
Tal vez hubo alguna preparación para lo que luego ocurriría, pues ese mismo
verano me atareaba en leer a Schopenhauer, mi filósofo de cabecera, un célebre
pesimista con respecto a las cosas de este (y el otro) mundo, que bien podría
emparentarse con Sábato. Lo cierto es que desembarqué en esa novela como quien
llega a un pálido puerto de paso cuyo nombre olvidará al partir, y me encontré
de pronto en un paraíso exuberante e inesperado. Un paraíso oscuro, como debe
ser la selva profunda, aquella cuyas hojas impiden que el sol toque la
superficie rica en humus, hongos, detritus y toda clase de alimañas que se
meten por debajo de la bocamanga del paseante.
En una
entrevista televisiva realizada a Sábato en el año 1976, en el programa español
A fondo, aquel cuya extensión podía
llegar a exasperar a personalidades como Roman Polansky que se amotinó en plena
emisión; Sábato se explayó, como permitía y estimulaba el mismo entrevistador,
en una suerte de defensa (aunque el sustantivo es en cierto modo ampuloso) de
su literatura, y en particular de sus novelas. Decía:
"Yo me he propuesto cosas grandes… Si yo
tengo un pequeño jardín se me puede exigir, casi se me debe exigir, que el
jardín sea perfecto. Que sea limpio, que sea ordenado, que esté bien dispuesto.
Pero si yo me propongo el Mato Grosso… es otra cosa. El Mato Grosso tiene
fieras, pantanos, mosquitos. Alimañas de toda clase, sabandijas de toda índole.
No le pidan eso al Mato Grosso. Yo me he propuesto el Mato Grosso, que lo haya
logrado… no se. Pantanos hay muchos, de eso estoy seguro." (1)
En fin, que
todas mis esforzadas metáforas sobre jardines y selvas no son más que una idea
del propio Sábato: ¡touche
originalidad! Como sea, elíptica o directamente, Sábato mismo da un porqué a
sus tortuosos textos. Pero sino por propia confesión, podemos encontrar algo
tortuoso (pero consecuente con sus ideas hasta el fin) en el propio camino de
Sábato como ser humano: su vida. Sábato es un ejemplo de renunciamiento.
Alguien que, alcanzado un objetivo que se ha propuesto, lo abandona con la
misma pasión que lo motivó a perseguirlo. Secretario General de la Federación
Juvenil Comunista de Argentina, renuncia repentinamente a ese cargo, mientras
se dirigía a un congreso en Bruselas. En charla con un camarada Sábato se da cuenta, casi con miedo, que el lugar hacia
donde se dirigía el comunismo, cuya referencia más marcada era la Rusia de
Stalin, no era el que él ¿idealizaba? Esa misma noche huye hacia París. Del
mismo modo, renuncia a un promisorio futuro como científico (Sábato trabajó en
el laboratorio del mítico matrimonio Curie) cuando advierte que la literatura
que persigue es incompatible con el universo del saber científico. Las
matemáticas, refiere, fueron un refugio en su juventud, cuando buscaba
respuestas a un mundo caótico, desordenado, hostil; que se refleja después en
sus libros. Con cierta solapada jactancia Sábato comenta en entrevistas y hasta
en su libro Abbadón el exterminador,
que aquella renuncia insólita para sus compañeros de disciplina le valió que el
propio Bernardo Houssay, premio Nobel de Medicina, le retirara el saludo.
Buscándose
a sí mismo (¿consiguió encontrarse alguna vez?) Sábato se aisló de aquel mundo,
en un rancho sin luz ni agua corriente de las sierras de Córdoba. Allí, en la
compañía de su imprescindible Matilde y su hijo pequeño, escribió su ensayo Yo y el universo, y decidió que el futuro
que edificaría sería no a través de la ciencia, sino de los dudosos ladrillos
del arte y la literatura. Poco ha sido lo que ha llegado de ella hasta nosotros,
al menos en el terreno de la novela; terreno que según declaraciones del propio
Sábato era al que él más jerarquizaba por sobre, por ejemplo, su labor como
ensayista. Como un escritor lejano en los tiempos, que ha ido extraviando sus
obras en catástrofes cíclicas o en incendios a manos de obtusos conquistadores,
el propio Sábato, autocrítico y exigente como su admirado Kafka, echó al fuego
muchas de sus obras que, por demasiado imperfectas, no consideraba llenaran sus
ambiciones. Matilde nos hizo el favor de rescatar de las llamas Sobre héroes y tumbas (¿cuántas veces lo
habrá rescatado al propio Sábato?), destino que ya le preparaba el escritor,
que con humor se declaró algunas vez pirómano de su propia literatura. Sólo
tres novelas han llegado hasta nosotros de esta especie de holocausto que el
propio Sábato llevó a cabo.
Gracias Matilde por recuperar esos oscuros y
amargos frutos del incendio, frutos que supe degustar cuando no ya ellos, sino
yo, estuve maduro para hacerlo.
1- Ernesto Sábato entrevistado en el programa
"A Fondo". España, 1976.
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