Introducción
La literatura es un lugar. Un lugar al que se puede ir desde cualquier parte. Un paraíso latente; siempre ahí. En cualquier situación, bajo cualquier circunstancia, un libro puede salvar horas que de otro modo serían horas muertas. Puede convertir un punto muerto de nuestro día en un lugar de enseñanza o en el peor de lo casos de mero entretenimiento. La sala de espera de un hospital, la cola de un banco o el cuartucho oscuro de un sereno que vela, pueden convertirse por la maravillosa acción de la literatura en un paisaje africano, la lección de filosofía de un sabio alemán del siglo XIX o la tribulación de un chino en China.
La literatura posee el don de desarticular lo homogéneo de la vida, que se nos repite día a día, muchas veces toda igual. Puede introducir una nota de color, una reflexión, un abismo debajo de nuestros pies o una escalera para salir de un lugar muy oscuro del que queremos escapar.
Es además, el acceso directo a la memoria colectiva de la civilización humana. Puedo leer hoy los poemas homéricos como si el tiempo y la distancia no existieran. Vivo mil vidas, conozco mil paisajes y culturas sin salir de mi sillón.
En lo personal prefiero los libros viejos. Usados y manoseados por otros lectores. Libros ya leídos, con sus páginas amarillentas oxidadas. Ante los libros nuevos, con su saludable olor a tinta de imprenta y papel reluciente, siento una especie de desconcierto. Uno prefiere de adulto las cosas que se fijan en la niñez. De niño leí libros usados, libros de bibliotecas que me permitían tener a la mano miles de títulos con una cuota de dinero simbólica. Esos libros me formaron, me entretuvieron y me hicieron desear algún día poder yo también dejar mi aporte en alguna biblioteca lejana; en un estante quizás olvidado.
Un libro es una huella palpitante, siempre viva. Que espera que uno lo tome, esa máquina mágica de signos, y lo conecte a su cabeza. Para sentir que el alma se nutre de algo más que cosas y números. Que una vez, mil veces, un hombre o una mujer miraron una nube, o una flor, o un rostro amado, o un cadáver; y tuvieron la imperiosa necesidad de escribir lo que sentían y lo dejaron allí, flotando en el inmenso océano del tiempo, a la espera de que otro náufrago lo encontrara y no se sintiera tan solo en esta enorme angustia llamada universo.
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