por Andrés G. Muglia
Todo escritor o artista en ciernes pasa
fatalmente por la experiencia de concursar en algún certamen. No hay otro modo,
y si lo hay que me acerquen la sugerencia inmediatamente, de hacerse conocido,
de exponer en alguna galería en el caso de pintor, de publicar en el caso de
escritor. O sí, si hay otra forma, pagar la edición (y ver después cómo se
distribuye ese libro) o pagar a las galerías para que te expongan. Si no, si
uno no tiene un mango, ahí vamos con nuestras cándidas esperanzas en forma de
obras, a que tipos que no conocemos más que por una biografía de Google (con
suerte) levanten o bajen el pulgar ante nuestra palpitante creación (que es
como un riñón o un pulmón o un hijo nuestro). No hay otra.
Uno piensa que esto es injusto. ¿Cómo va a
competir una obra de arte con otra? Un libro no es un auto de carreras, ni un
corredor de cien metros: más rápido que los demás, ganador. Así de fácil. ¿Bajo
qué criterios se juzga si una obra es mejor que otra? ¿Estilo? ¿Tema? ¿Técnica?
¿Gusto del jurado? Desde el vamos todo esto es difuso. ¿Dónde está la regla que
dice que el Ulises de Joyce es mejor o peor que Sobre Héroes y Tumbas?
¿A alguien se le ocurriría ponerse a comparar eso? ¿Por qué hacerlo entonces
con otras obras? ¿Por menores? ¿Porque deben someterse al escrutinio de
los sabios para poder entrar al parnaso de las letras impresas? Todo es muy
extraño y demanda que quien ha escrito una novela (por poner un ejemplo), y les
puedo asegurar que compararía el quebradero de cabeza que eso exige (estamos hablando
a veces de varios años de trabajo) con el trabajo físico más intenso y
sostenido, confíe blandamente y con candidez el fruto de tanto esfuerzo a una
maquinaria que desconoce y de la que sospecha. Porque vamos, el mundo de hoy no
esta fundado en la libertad, la igualdad y la fraternidad; sino en la
desconfianza que nos hace pensar que en todo momento y bajo cualquier
circunstancia estamos ante el riesgo de que nos caguen.
Para colmo, esta paranoia que no voy a ser tan
zonzo de limitar al ámbito vernáculo con la siempre derechosa sentencia de
"mucho más en este país", se confirma a veces con un dato de la
realidad tan concreto y demoledor como el que incluyó a un afamado concurso, a la
novela Plata quemada, a su autor Ricardo Piglia y a un valiente escritor
llamado Gustavo Nielsen que denunció fraude, y al que pasado los años un lento
proceso judicial le dio toda la razón.
Pero. Y entonces. ¿Para qué seguir gastando
pólvora en chimangos? ¿Para no perder la ilusión? Hay un hecho, particular y
personal, que convalida que siga participando en concursos. Alguna vez, lo digo
casi con vergüenza, gané alguna mención y hasta un premio. Eludo la jactancia
para narrarlo brevemente, y como para echar un poco más de luz a este tema
espinoso.
Cuando era pintor, o quería ser pintor,
mandaba, dentro de mis posibilidades (flete carísimo) cuadros a concursos. Una
vez obtuve una mención por un cuadro mediocre con un título pomposo, se llamaba
"De la serie Música para Mirar, La luna que se quema adentro tuyo" Tomá
mate. Siempre tuve la sospecha de que la mención del jurado la obtuve por el
título y no por el cuadro, que la verdad no era gran cosa. Aunque siguiendo esa
lógica titulística el díptico que una vez envié a un certamen provincial
de grabado, titulado "Intercambio de miradas entre Rosamel Araya y una
mosca" tendría que haber ganado el premio nacional; pero apenas lo
colgaron en un recodo alejado de la muestra, cerca de la puerta del baño.
Pero una vez, si señores, una vez, obtuve un
premio y me dieron PLATA. Exacto. PLATA. Creí que por fin había llegado.
Sin embargo el premio tuvo un sabor agridulce. Primero, porque el cuadro
realmente me gustaba, y lo peor, estaba colgado en el living de casa y le
gustaba a mi mujer; digamos que era de ella. Lo mandé al concurso porque ya lo
tenía enmarcado y total no iba a ganar. Pero ganó. Contradicción: tuve la mala
suerte de que ganara. Un premio municipal y era adquisición, chau cuadro.
Cuando se lo dije a mi mujer creo que no me lo reprochó, pero si lo hubiera
hecho hubiese estado en todo su derecho. Había vendido su cuadro. Para
colmo la desventura no terminó ahí. El día de la premiación, entré con mi
familia vestidito, perfumadito y feliz con la intención de ver mi obra colgada en
el lugar destacado de los premios y en vez de gritar el gol, me puse a mirar el
resto de las obras expuestas. Mala idea. La verdad había varias mejores que mi
cuadro. No se puede ser objetivo en eso, pero había uno bellísimo, de la
fábrica de vidrio Rigolleau en un atardecer; una cosa media fauve que explotaba
de color. Todavía me lo acuerdo y eso que fue hace muchos años. Me sentí como
el orto. Realmente mal. Para colmo a los pocos días me llamaron de la Secretaría de Cultura.
Pensé: "¡ahora me van a ofrecer laburo!". No. En realidad lo que
querían era que les devolviera la guita del premio porque nosequién había
objetado nosequé de mi obra que al parecer no respondía a lo que el reglamento pedía. Me
asesoré legalmente (gratis por supuesto, jodí a mi prima abogada - ¡Gracias
Bea!) y los mandé más o menos al carajo en una tirante entrevista en el
despacho del SEÑOR SECRETARIO. Todo, en fin, amargo amargo.
Me parece que después de eso no mandé otros
cuadros a concursos. Y ahora en el living tengo colgado una pintura de un
puerto con barcos que es una verdadera bazofia, pero entraba justo en el marco
que tenía, va en realidad no, tuve que amputarle un remolcador que sobraba.
Pero mis triunfos en el mundo de los concursos
no terminan ahí. Después me hice escritor (va todavía estoy tratando de ser).
Y gané, si señores, gané un par de menciones en concursos de poesía. Enumero
los extraordinarios premios: mención en un concurso de "poetas
docentes" (así como lo leen, no se rían) en una biblioteca del interior de
la provincia; me mandaron por correo un conmovedor diploma de esos de escuela,
donde asentaban que me habían premiado con la laboriosa
caligrafía de alguna bibliotecaria de anteojos gruesos. El otro que recuerdo me
lleva al salón de los bomberos voluntarios de no se que municipalidad, donde me
veo de traje, leyendo un poema delante de una multitud de viejas peinadas con
spray. Después leyó su cuento el primer premio de narrativa, un tipo medio
vestido de gaucho con mocasines de carpincho parecido al de la publicidad de
vino Toro, cuya obra narraba un viaje en carreta en una campera descripción de,
supongo al menos, una época donde Roca ya había exterminado a todos los pueblos
originarios, para que otros hacendados como los que el señor escritor quería
imitar (¿o realmente lo era?) pudieran plantar su trigo y su progreso. Paso de
largo una velada en un bar o teatro del barrio de San Telmo, lugar superpoblado
de escritores, escritoras, escritorsotes, escritorcitos y escritorcitas, que
intentaban explicitar que eran grandes artistas con actitudes de grandes
artistas, y charlaban y se conocían y yo era al cien por cien sapo de otro
universo, no ya de otro pozo. Bizarro, bizarro.
Pero por fin llego a mi otro y gran resonante
triunfo en el mundo de los concursos, sólo comparable a aquel en el que le
vendí su cuadro preferido a mi señora. Finalista en un certamen de poesía, pero
no de un poema, sino de un volumen entero de poemas. No se cuánto había estado
seleccionando, descartando, criticando mi propia obra para formar ese volumen.
¡Y era finalista! El primer premio era la edición. Pero yo ¡era finalista!
Me llamaron de la editorial para tener una
entrevista, no quisieron adelantarme nada por teléfono. ¿Realmente para qué
iban a llamarme sino era para editarme? Me tomé el tren y me fui a la capital.
No me puse el traje. Me pareció excesivo. Además el traje no da poeta. Da más
bien oficinista. Y el mío, azul, daba más bien chancho de colectivo. En fin
llegué a la editorial. En un departamento de no me acuerdo qué avenida. Me
hicieron esperar un rato y después me hicieron pasar a una oficina. Me recibió
una piba que atendía muchos teléfonos. No era fea. Tenía cara de escritorcita.
De escritorcita medio pirada, de esas con corte de pelo asimétrico. Me dijo que
mi obra más o menos por un pelo no había ganado el concurso. Cuando me dijo
eso, realmente sentí que Neruda, Apollinaire, Rimbaud, Alberti y Darío eran una
manga de giles. Yo, Andrés, el poeta finalista. Me dijo que mis poemas eran
"lindos", que los había leído con mucho interés. Lo dijo con esa palabra,
"lindos". Me pareció una palabra extraordinariamente pelotuda. ¿Cómo
vas a decir que un poema es lindo? Un poema es terrible, sublime, sutil,
lírico, apasionado; pero nunca es "lindo". La conversación fue
derivando, predeciblemente, hacia una propuesta de edición. Ya está, EL POETA
que editaría su primer obra, JA!. Después ciertos sustantivos abstractos
comenzaron a poblar el discurso de la escritorcita, eran más o menos: dinero,
edición, oferta, esfuerzo, aporte, hasta desembocar en una casi ganga en la que
yo ponía de mi flaco bolsillo de poeta la mitad del dinero para la edición.
Hay veces en la vida en que uno tendría que ser
capaz de levantarse de golpe. Pegar un portazo. Putear y golpear cosas. Mear
escritorios. Pero esas veces me he visto incapaz de mover un músculo, por un
sentimiento que me provoca una especie de parálisis psicológica, y es la
estupefacción. El asombro me anestesia. Y ete aquí que el poeta, el genial
poeta, el finalista poeta, el poeta casi editado; venía en tren desde allende
la pampas para que le pidieran guita. Agradecí la propuesta, indagué por pura
curiosidad (o por agrandar la herida en mi ego de poeta de poemas
"lindos"), detalles de cómo serían mis aportes pecuniarios. ¿Podría
hacerse en cuotas? ¿Pagaría por poema o por página? Creo recordar que aunque
estaba lejos me fui caminando hasta Constitución saboreando mi triunfo.
Colgando de la fascinante y luminosa noche porteña pude intuir a Neruda, a
Apollinaire, a Rimbaud, a Alberti y a Darío, cagándose bien de risa de mí.
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