Leopoldo Brizuela
por Andrés G. Muglia
Tiro al blanco
Hacía rato que quería leer algo de
Brizuela, pero como ya se sabe soy alérgico a los libros nuevos, yo y mi
bolsillo. Cuando encontré Inglaterra, premio Clarín de novela 1999 en una mesa
de usados, fui por ella sin dudarlo.
El
autor
Tuve referencias de Leopoldo
Brizuela por primera vez allá por el año 1998, cuando estudiaba para mi
profesorado en la Facultad
de Humanidades de la UNLP
y me relacioné con un grupo de estudiantes de letras.
Finalmente y hace poco, un amigo me
contó que estaba leyendo algo de Brizuela y que le hacía acordar mucho a lo que
yo escribía. Además de halagarme, digo que comparen lo que uno hace con lo que
hace un escritor consagrado no es algo menor, la cosa me intrigó; por lo que ni
bien pude compré algo de este autor para ver a dónde podía ser que mi amigo
estableciera una correspondencia, una comparación o un parecido; sospechando
también que podía mear afuera del tarro.
La
obra
Leer Inglaterra lleva el contenido
implícito, para todo aquel que alguna vez haya llevado las tres copias
anilladas de su palpitante esperanza en forma de novela a un concurso
literario, de leer un libro que efectivamente ganó uno de esos concursos.
Aunque es estúpido querer desentrañar una formula triunfadora alojada entre las
líneas de Inglaterra, no deja de
moverse debajo del texto este fantasma que aqueja a cualquier participante de
certámenes literarios: ¿qué tiene que tener una novela para ganar un concurso?
En fin, que uno pronto se olvida de eso; porque si hay algo que Inglaterra no tiene es una estructura
fácil de desentrañar.
No puedo, como acostumbro en este
mismo blog, hacer una reseña sucinta de la trama del libro porque no existe en
rigor un devenir lineal y clásico, del estilo establecido y un poco sonso
(bueno es confesarlo señores académicos) de introducción, nudo y desenlace. Inglaterra es un libro fragmentario,
donde las diferentes historias, que transcurren a lo largo de cuatrocientos
años, se relacionan entre sí a través de ciertas claves que las articulan y las
implican. Estas historias, contadas por boca del autor-narrador, que como en el
teatro o en la novela antigua usa giros del estilo de "como el querido
lector supondrá" etc, o de los propios personajes que se convierten en
narradores, tienen como eje el destino de la compañía de teatro de William
Shakespeare y cómo ésta después de una época de esplendor donde actuó bajo la
batuta del gran dramaturgo para la corte de Inglaterra, se ve expulsada - por la propia dinámica histórica que convertiría
a su público aldeano y campesino en los obreros de las ciudades industriales,
que ya no comprendían el lenguaje de Shakespeare - a buscar nuevos horizonte
subidos a tres buques de la armada invencible.
Hay toda una cadena de simbolismos
en esta fábula. El primero, que los buques sean tres, como aquellos de Colón.
El segundo, que en época donde se perfilaba Inglaterra tal como se la conoció
hasta la Segunda Guerra Mundial, es decir el mayor estado imperialista de
occidente, la conquista a la que se dirige la Compañía de la Rosa no es otra
que la del mundo para el lenguaje de Shakespeare y, transitivamente, para la comprensión. La conquista que pretende
la compañía es pues, contrariamente a la del imperio, liberadora. Pero el éxito
no coronaría los esfuerzos de generaciones de actores shakesperianos que
heredarían de su ascendencia los personajes de Shakespeare como quien hereda
una característica transmitida por el ADN. La compañía, cuya perenne esperanza
se cifra en ser llamada de nuevo para actuar para la corte inglesa, se ve todo
el tiempo obligada a una subsistencia cada vez más austera y humillante, hasta
reducir su flota a un solo buque: el Almighty
Word (sugerentemente: Palabra Todopoderosa). Esta misma miseria los deja
finalmente en manos del Conde Axel, hijo de un antiguo mecenas que lo envía a
sumarse a la tripulación de actores a modo de encubierto destierro. El Conde,
un loco, un iluminado, ambas cosas; se ve sometido al amor de un brujo de
origen ruso (que recuerda mucho a Rasputín) por cuya influencia nefasta la
compañía se fusiona con un circo italiano y se convierte en el circo Great Will, lo que hará del universo del
relato algo decididamente bizarro.
Finalmente el Conde, que arrastra a
la compañía a una condición cada vez más desesperada, se reivindica al casarse
ya cercano a su muerte, con una muchacha hija de un predicador que será llamada
a salvar a la compañía. Esta joven virginal convertida en Condesa, no es otra
que la Miranda de La tempestad, la
encarnación de la inocencia en este universo que naufraga y que le exige que lo
salve (toda la compañía) aunque ella, pese a las lecciones del Conde, no sepa
bien cómo; y su única preocupación sea averiguar, igual que Miranda, cuál es el nombre de su destino.
El pasaje más interesante del libro
es a su vez el más hermético y el que exige, si se quiere, cierta información
previa del lector para poder disfrutarlo en su real dimensión. Pues la
operación de Brizuela consiste en reproducir en clave de recreación pero
también de interpretación, de análisis y de homenaje, el argumento completo de La tempestad. De este modo la obra de
Shakespeare, que hará muy bien el lector en leerla sincrónicamente al texto de
Brizuela (así lo hice yo, tampoco es tan larga) establece un diálogo con este
pasaje de Inglaterra, donde los
personajes son evocados por Brizuela, pero su accionar o su conducta responden
no ya a la lógica intrínseca del texto de Shakespeare, sino a la del de Brizuela, que se revela de
este modo dominando la trama de La Tempestad ;
inmiscuyéndose, abundándola en interpretaciones y simbolismos. Pero a su vez
esto somete a toda la novela de Brizuela, como un planeta que obligara a todos
los demás a girar a su alrededor, a que los fragmentos que concatena y que
forman su historia se expliquen precisamente como deudores de la
"mitología" shakesperiana, y más precisamente, del mundo de símbolos
y personajes que propone La Tempestad.
Por ejemplo, en el texto crudo de Shakespeare
el monólogo final de Próspero destinado a despedirse del auditorio que lo
"liberará" con su aplauso, se convierte en manos de Brizuela en un
diálogo destinado a Calibán, personaje secundario de Shakespeare (un salvaje,
un monstruo, o ambas cosas que en la imaginería imperialista británica de la
época evidentemente son una misma) que de derrotado Brizuela transmuta en
triunfador, al menos en un sentido. En el regreso de Calibán a Inglaterra que
Brizuela imagina en su novela (una suerte de epílogo de La tempestad); Calibán se transforma en una metáfora de los pueblos
oprimidos por el imperialismo británico que se niegan, a través de su gesto de
cortarse la lengua, a darle al conquistador lo más preciado: su "lengua",
o lo que es lo mismo, su cultura. Como aquellos aztecas que escapando de las
huestes españolas sepultaban los tesoros de su pueblo para que el conquistador
no pudiera usurparlos (su calendario de piedra = su interpretación del tiempo =
su cosmogonía), Calibán se inmola, y junto con él sus secretos y los de su
tierra; aquella que en el texto de Brizuela es la de los Onas. Como su madre,
la bruja Sycorax, Calibán enmudece.
La Condesa, que descubrirá encarnando
al personaje de Calibán (anagrama de caníbal), el salvaje, su lugar en la
compañía tatral; será quien decida en el Canal de Panamá y luego de una exitosa
gira de la compañía por América, donde recibirán la invitación esperada durante
siglos de retornar a la corte inglesa, intercambiar el Almighty Word por un acorazado y dirigirse hacia la Patagonia en
busca del destino del Great Will y
del suyo propio, en esta que no es otra que la isla de La Tempestad (transmutada por la magia de Brizuela en otra ubicada
al sur de Tierra del Fuego) y en la que la Condesa (Miranda) buscará encontrar
por fin el nombre de su destino.
Lo que hace Brizuela es convertir a
Calibán; un símbolo que prefigura la dominación imperialista, tal como el Viernes de Crusoe o más acá en el
tiempo el Umslopogaas de Quatermain; el amigo-esclavo que pone en acto lo que había
advertido Hegel; en un arma antimperialista. Calibán se convertirá a través de
la representación de la condesa, en una herramienta de liberación de los
pueblos indígenas sometidos. Hay que hacer sí, un esfuerzo de imaginación para
pensar cómo los americanos podrían comprender el teatro shakesperiano en otro
idioma diferente al suyo, pero Brizuela deja esto librado a la elocuente
gestualidad de la condesa.
Conclusiones
Inglaterra es un
fábula, como lo confiesa y nos orienta desde su subtítulo su autor, y como tal
forma parte de un género al que no soy demasiado afecto. Cuando leí Arcaos o el jardín resplandeciente de
Christiane de Rochefort, un delirio en toda regla que abordé poco después de El reposo del guerrero, famoso libro
naturalista y con guiños existencialistas (hay peli); no me pude enganchar con
el universo que proponía la fábula de Rochefort; y la lectura me resultó muy cuesta
arriba. Inglaterra tiene a favor que
su universo, a pesar de fabulesco, resulta, sino verosímil, sí atrayente. Uno
se pregunta qué ocurrirá con estos personajes, de Brizuela o de Shakespeare, o
de ambos; porque si Brizuela hace un esfuerzo que es recompensado con nuestra
expectación (de espectador, como el teatral) es por empujar de nuevo a los
personajes shakespeareanos hacia renovadas aventuras, por llenar un poco (o
sacudir) ese silencio en el que
Shakespeare se sumergió hacia el final de su vida. Todo esto condimentado por
símbolos de la propia patria (la Patagonia) y del propio universo (el acorazado
del Great Will es sin duda el barco en
el que el padre de Brizuela trabajaba para YPF) del escritor.
Queda por dilucidar qué era lo que
vinculaba en la imaginación de mi amigo lo que escribe Brizuela con mis ensayos
literarios. De movida vamos mal con la comparación, porque Brizuela escribe muy
bien, a veces demasiado. Cada frase y párrafo del autor platense está repujada
con el oficio perdido de un orfebre, un oficio complejo y si se quiere
artificioso; pero no del artificio que decora, sino de aquel que agrega valor a
una obra. Sí encuentro una coincidencia, sino estilística, porque poco puede
hacer uno a la par de un estilista con todas las letras; si de, digamos,
ideología literaria. Brizuela, y en eso me ha resultado placentera la lectura,
va a contrapelo de esta nueva (o vieja) escuela literaria de menos es más. Que
piensa que la escritura simple, despojada, directa y (lo uso de modo
peyorativo) periodística, es una buena - la mejor posible - escritura. El
estilo de Brizuela es complejo, de fraseo largo, de utilización imaginativa de
todo un repertorio de recursos de escritura: abunda en los dos puntos, las cursivas;
en vocablos fuera de uso que agregan un toque veraz a este texto que transcurre
en épocas diversas; en largas divagaciones que se vinculan a veces con lo
poético. La lectura del texto se vuelve entonces rica, no fácil; pero quien
dijo que leer es fácil. Ni Cohello ni Allende tienen razón; allá ellos con su
literatura simple para facilitarle las cosas al lector.
Lo que queda de Inglaterra es un amor evidente del autor por esa tierra (de difícil
confesión en esta), o de parte de su historia, la del oro shakespereano que
lucha en su novela por sobreponerse, por rescatar esa riqueza (no material) de
la de esta otra Inglaterra; la más conocida,
la rigurosamente materialista y antipática, la de la época de la
Revolución Industrial y el imperialismo. Un amor que se infiere de sus estudios
en Cambridge y de su condición de traductor, y que le da un conocimiento que se
evidencia lo suficientemente profundo como para jugar en esta fábula con
símbolos de esta otra cultura; transfigurarlos, ponerlos en diálogo con los de
su propia cultura americana. Queda también el goce evidente de quien escribe
deleitándose en los recursos de su idioma y que demuestra que escribir bien a
veces no tiene nada que ver con escribir simple.
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