por Andrés G. Muglia
Antoine de Saint Exupery es de todos conocido por su célebre El principito, uno de los libros más vendidos de la historia. Pero la mayoría de sus textos poco tienen que ver con el famoso best seller. Apenas se relacionan en el hecho de que el protagonista es un aviador (Saint Exupery era un experto piloto) y de que el avión, como vehículo y como metáfora, está presente en casi todas sus obras.
Invirtiendo el orden cronológico de la ediciones, el primero de los textos que comentaremos es Piloto de guerra (1942), un libro crudo y veraz que se mete de lleno en la paradoja inherente a todo conflicto armado y la analiza descarnadamente. En tren de comparar, ubico en mi biblioteca ideal a Piloto de guerra junto a otra gran obra sobre los horrores de la Segunda Guerra Mundial: Kapput de Curzio Malaparte.
Sin embargo hay una diferencia fundamental entre Saint Exupery y Malaparte y es que el primero hace un esfuerzo por no ser un mero cronista de la tragedia. Se sabe y se asume como intelectual, pero abandona la laxitud del espectador, no se conforma con registrar el horror para la posteridad. Pone el cuero, se implica, es parte y lo dice con orgullo. Vuela hacia la muerte en misiones suicidas de reconocimiento a baja altura sobre el enemigo, aunque sabe que esas misiones no podrán hacer nada para cambiar el curso de la guerra; codo a codo con oficiales, soldados, amigos, que empiezan a desaparecer de la mesa a la hora de la cena. De veintitrés equipos diecisiete son abatidos en pocas semanas. Saint Exupery es de los afortunados sobrevivientes. Pero la ruleta gira cada vez que sale a una misión y pese a su suerte (suerte para nosotros que pudimos leer lo que escribió) muere cerca del final del conflicto.
Otra obra de Saint Exupery (¿cuento largo? ¿novela corta?) atravesada por su profesión es Vuelo nocturno (1931). Para los argentinos posee un interés adicional pues su escenario es nuestro país, consecuencia evidente de los años en que el autor francés vivió y trabajó en Argentina. Vuelo nocturno cuenta otra epopeya, menos dramática que la de Piloto de guerra, pero casi tan riesgosa: la de los pilotos que volaban las rutas de correo allá por los años ’30 del siglo pasado.
Los pilotos de Saint Exupery enfrentan la noche como un salto al vacío. Vuelan uniendo la Patagonia, Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, Porto Alegre, en largos periplos de diez días; con la ayuda de pocas herramientas, su intuición y vagas referencias geográficas que en medio de la noche son difíciles, cuando no imposibles, de divisar. La partida de Fabien, el piloto y protagonista que deja atrás a su esposa en Buenos Aires, la indiferencia de la enorme ciudad con sus miles de destinos ante la suerte de este héroe anónimo, su propio deseo de aventuras en contraste con la tristeza y el temor de la mujer, son descriptos en una escena rebosante de verismo. ¿A quién le importa la muerte de Fabien si las cartas llegan a destino? Hay una especie de dulce fatalidad que sobrevuela (un verbo a medida de este artículo) todo el escrito. Está la muerte que acecha y el piloto que la desafía, más el jefe que le exige la temeridad o, a cambio, el despido. La vida importa poco, ni siquiera el correo; lo importante al parecer es el sistema, la maquinaria que trabaja en base a quemar vidas humanas. El jefe se sabe injusto pero es su trabajo, el piloto suicida pero es su trabajo, y todo se anota en clave de ese registro amargo y existencialista.
Piloto y radioperador, únicos miembros de la exigua tripulación, se verán rodeados por la tormenta en medio de la noche y emergerán ya perdidos en busca de la única luz que entrevén en un jirón de la tempestad: una estrella que los conducirá a la belleza sobrenatural de un cielo alumbrado por la luna sobre un apacible campo de nubes. Belleza, poesía, Fabien divaga sobre el privilegio de ese premio inútil que ya de nada sirve mientras se les agota el combustible y debajo de ellos ruje el ciclón y duermen los campos en ominosa oscuridad.
Por último anotaremos algo sobre Tierra de hombres (1926), que en su comienzo transcurre también en Argentina. Pero pronto el escenario se muda a España, África y todos los exóticos destinos donde Saint Exupery fue destinado como aviador. El tema: nuevamente los vuelos aeropostales y las aventuras de los pilotos, pioneros para abrir rutas seguras que en el caso de la cordillera de los Andes, con sus montañas de siete mil metros de altura, o el Sahara de dunas interminables y árabes amenazantes, exigirán todo el esfuerzo y el coraje de estos aventureros que volaban sobre endebles engendros de madera y tela.
La aventura, pero también la poesía, sobresalen en este libro. Como en la escena en que Saint Exupery, aterrizando en una meseta en pleno desierto africano, encuentra un aerolito llegado de las estrellas que parecen tan cercanas en el cielo nocturno. La descripción de sus sensaciones al despertar sobre “la curva espalda del planeta”, su hallazgo, la conciencia de que el mundo no es más que una nave, un vehículo análogo al suyo con el que la humanidad atraviesa el espacio, anticipa aquellos otros planetas del Principito, diminutos y habitados en solitario por estrambóticos personajes.
Novelista y poeta, cuando Saint Exupery describe la grandiosidad del desierto, la belleza de cambiar la perspectiva del mundo a la del punto de vista del aviador, la poesía de los vuelos nocturnos constelados de estrellas o la alegría de los encuentros fortuitos con sus camaradas en cualquier aeródromo del mundo, el escritor logra transmitir la original filosofía personal que fue elaborando en su corta y agitada vida, de la que el Principito sólo es una pequeña muestra.
Tres libros que se pueden leer en cualquier orden y que siempre serán un viaje estimulante por un mundo visto desde arriba por un piloto y desde adentro por un poeta.
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