Hace poco tiempo he publicado en esta misma revista un artículo acerca de cómo en las obras de arte se filtran datos: sociales, culturales, económicos, de la época en que fue realizada esa obra; lo que Erwin Panofsky trata de indagar en el paso iconológico del análisis de una obra. En este sentido no solamente las obras visuales nos revelan esos contenidos solapados. La literatura, quizás más directamente que las artes plásticas, nos habla de las creencias, los prejuicios y la ideología de un cierto tiempo; quizás incluso, puede llegar a anticipar una ideología que vertebró a una época siguiente a la suya, como en el caso del libro que nos disponemos, amorosamente, a analizar. Mirar detrás de lo evidente, un consejo que, no exentos de cierta jactancia, reincidimos en recomendar.
Existe este libro: “Las aventuras de Robinson Crusoe”, “recreado” por el escritor inglés Daniel Defoe en el año1719. Cuando decimos recreada nos referimos al hecho de que Defoe se basa en una historia real, la del marinero Alexander Selkirk, que presumiblemente habría llegado hasta Defoe a través de un texto de Woodes Roger, el cual da noticias de la suerte de Selkirk cuando naufragó frente a las costas de la isla de Juan Fernández. Robinson Crusoe, o mejor "La vida y aventuras sorprendentes de Robinson Crusoe de York, marinero, ... escrito por él mismo”, como en realidad se llamó el libro, se cristalizó desde aquel lejano siglo XVIII como una obra inmortal, referente de un género que acogió a toda una serie de prolongaciones y consecuencias del Robinson (algunas incluso de Defoe), que nunca llegaron a tener la fuerza y el misterio que generó la obra original. Ni el mismo Defoe, quien escribió más de 250 obras, ha trascendido a la posteridad si no es por este escrito.
No debe pensarse tampoco que el Robinson de Defoe fue, como el Quijote, una obra fundacional, el inicio de una escuela o un género; había ya antecedentes de historias similares: las aventuras de Pedro Serrano referidas por el inca Garcilazo de la Vega, Simbad el marino y Ulises atraviesan algunos episodios similares. Pero de algún modo Robinson Crusoe cristaliza una historia que interesa a todas las generaciones. Esta historia que, como diría Borges, no es del todo inocente de simbolismo, sino que por el contrario discurre permanentemente entre lo moral y lo didáctico, muestra, como todos lo sabemos, las evoluciones de un hombre que es calificado de disoluto y libertino en los primeros párrafos del libro y que luego de un naufragio queda solo en una isla desierta.
Su suerte, los recursos que utiliza para sobrevivir, su amistad con un nativo que Defoe se vio obligado a admitir dentro de la trama quizás pensando que renovaría el interés del lector, pero que disuelve lamentablemente esta oscura y rica soledad que es en realidad el motivo central del libro y que Defoe desarrolla tan brillantemente al principio de la trama; han llegado hasta nosotros a través de los siglos sin disminución de su energía original. Sin embargo, las conductas de Robinson con las que creemos identificarnos desde el principio de la obra y que nos parecen en algún punto previsibles, no lo son tanto. Crusoe actúa de determinada forma frente a estímulos que quizás podrían causar el efecto contrario. Incluso muchas de sus decisiones o sus reacciones son, si las analizamos detenidamente, antinaturales e ilógicas hasta lo desaforado. No está exento de influjos Defoe cuando escribe su obra, eso es muy claro. La Ilustración naciente, cierta nueva fascinación por la naturaleza, cierta confianza en el trabajo y el progreso que el hombre pueda provocar con él, y sobre todo cierto misticismo cristiano y puritano muy británicos, se entrelazan durante toda la obra con el destino de Crusoe. Esto sin duda influye en su historia, y la fuerza en ocasiones por caminos muy lejanos a la conducta “natural” de un hombre en la más absoluta soledad.
Defoe compuso sin crítica que la pueda mancillar una obra inmortal, y a su modo perfecta. Decimos a su modo porque su objetivo edificante, esperanzador, aleccionador de la fe cristiana, de la perseverancia y de la fe en el ingenio del hombre y su fuerza; parece haberse cumplido tal como Defoe lo pensó. Si cotejamos éste escrito con otros del mismo autor, descubriremos que en esas otras publicaciones Defoe fue mucho más directo en su acento de la fe cristiana, puritano él mismo; en tanto que en Robinson Crusoe su procedimiento es mucho más elíptico y oculto, aunque no secreto. La fascinante historia de Robinson fue por tanto vehículo de otras ideas más densas y menos inocentes que lo que el propio relato denota.
Decíamos que a su modo (pensando en los objetivos de Defoe) la historia de Crusoe es perfecta, pero también completamente falsa, ya que Defoe modifica muchos de los datos originales del destino del desventurado (o afortunado, según como se lo mire) Selkirk. El más importante es el factor temporal, mientras que Selkirk estuvo en la isla aislado durante cuatro años, Robinson Crusoe permanece en la suya durante veintiocho. En ese largo transcurso Robinson, que pese a los constantes reveses de su vida no había tenido antes un verdadero acercamiento a Dios, va viendo en su desgracia la constante intervención de la providencia; eso, sumado a la lectura detallada de una de las Biblias que habían sobrevivido los rigores del naufragio, lo persuade de aceptar su suerte y de encomendarse a su creador. En esta clave la suerte de Crusoe está entendida como un castigo a su anterior vida, donde ignoró los consejos paternos y se dejó llevar por un destino pródigo en aventuras y desarreglos. De allí también lo extendido del tiempo que permanece solo en su isla, pues cuatro años no habría sido suficiente (evidentemente esto juzgó Defoe) para una completa conversión del pecador.
La visión cristiana, anglicana y puritana de Defoe claramente atraviesa el libro, que no desprecia las críticas a la iglesia romana y sus sacerdotes, a quienes el autor compara con los farsantes chamanes de la primitiva religión de su siervo Viernes, que según descripción del "salvaje" mantienen su religión secreta. Defoe sostiene que la iglesia apostólica romana emplea un método análogo (recordemos que en esa época la misa era pronunciada en latín) para provocar la admiración del pueblo ignorante por el clero. Asimismo en otros comentarios muestra su horror por la institución española de la inquisición.
De tal modo entonces, el mensaje religioso y moral vertebra tan eficazmente la novela, que Crusoe se ve impelido por la ideología del autor a verificar ciertas conductas absolutamente contrarias a las que podría suponer el lector en un ser aislado en la más completa soledad y que había llevado hasta ese momento una vida lejana a la visión cristiana del camino de la fe. Robinson no está desnudo en todo el transcurso del libro ni por un momento. A pesar de ser descrita la isla en pleno mar Caribe, cercana a la desembocadura del río Orinoco, y castigada por calores intensos durante la mayor parte del año, a Crusoe jamás se le ocurre desplazarse desnudo por la isla, ni tan siquiera cuando nada mar adentro en busca de los desperdicios del naufragio. Robinson había recorrido en una aventura previa las costas africanas cercanas a Cabo Verde, había comprobado que los miembros de las tribus que habitaban estas costas acostumbraban a ir completamente desnudos, sin duda por el intenso calor. No obstante esto el náufrago no parece tomar nota de este hecho en los largos veintiocho años que transcurre en la isla. Incluso cuando la ropa rescatada del pecio se termina por destrozar a causa del uso prolongado, se cose una especie de traje de ¡pieles de animales!, con la excusa de protegerse del sol. Cuesta imaginarse la ocurrencia de ponerse un tapado de piel en las playas caribeñas durante una temporada de verano recia de sol ; pero Crusoe lo hace con la mayor naturalidad, sin atreverse quizás a mostrar su carne trémula al único testigo que lo observa: Dios, o tal vez el lector.
Hace unos años leí con una sonrisa el aviso de una obra teatral intitulada "Vida sexual de Robinso Crusoe"; ignoro cabalmente el contenido de la obra, sin embargo el título señala otra omisión en el escrito de Defoe. Efectivamente, en toda su estadía Crusoe no siente la menor inquietud de sus instintos, el menor atisbo de sexualidad, la más mínima añoranza del bello sexo ni tan siquiera en los términos que la época podría permitirle. Robinson es desde el primer momento un asceta, aún mucho antes de adentrase en los conocimientos de la Biblia; lo que no llegaría sino años después de su arribo a la isla. Defoe, movido por su religiosidad que obtura los bajos instintos del protagonista, no se permite la menor referencia anterior o posterior del naufragio a cualquier tipo de intercambio de Robinson con mujer alguna. Cualquiera podría suponer que en vista de la descarnada descripción que hace el autor y que sindica a Crusoe como un pecador, éste hubiese optado de la forma más natural por otro tipo de decisiones de las que Defoe lo obliga a tomar. Podemos ensayar algunas hipótesis al respecto.
En primer lugar y como cualquier otro hombre guiado por el "buen juicio" habría optado por permanecer desnudo sin peligro de ofender a ningún eventual espectador; en este ambiente propicio podría haberse liberado de las férreas indumentarias de la época, desde luego mucho más incómodas que las actuales. También, desconociendo al principio la condena de la Biblia hacia Onán, se habría procurado el placer subalterno de la sexualidad solitaria sin mayores contemplaciones y en la más difundida libertad. Quizás y a lo largo de décadas de privaciones en este sentido, habría probado el grueso y áspero amor del reino animal, adentrándose desesperadamente en las prácticas zoofílicas con las cabras y llamas que había domesticado. ¿Podría alguien condenar siquiera por un momento a aquel desventurado por conductas semejantes luego de décadas de abstinencia?
No puede pedirse tan exageradamente que Defoe transparentara de un modo tan explícito los perfiles más sórdidos de la obligada soledad de Crusoe. Los prejuicios de la época, y no sólo los religiosos, están reflejados puntualmente en esta obra. Encontramos claramente representado al mito del "buen salvaje" que había inspirado a Voltaire y otros pensadores y filósofos de la Ilustración, en la figura de Viernes, que a pesar de caníbal abraza con fervor la fe cristiana revelando incluso una inteligencia y profundidad superior a la del encargado de su catecismo, en sus agudos cuestionamientos a ciertas contradicciones que encuentra Viernes (que encuentra Defoe) en la Biblia. Crusoe es entonces y en virtud de la presencia de Viernes, misionero y evangelizador, afirmando sin un atisbo de inocencia, que la mera lectura de las sagradas escrituras son suficientes para acceder al misterio de la fe sin necesidad de intermediarios. Soberbio y solapado ataque protestante a los sacerdotes de la iglesia "romana", como la menciona el autor.
A tal punto son reiteradas las insistentes referencias religiosas que, si no se sintoniza rápidamente las intenciones no demasiado sutiles del autor, constituyen una traba o un impedimento para la fluidez de la trama. Recuerdo que en mi lectura infantil de este libro los constantes soliloquios morales del protagonista, que no terminaba del todo de entender, me desesperaban hasta la llegada de los detalles de su estadía solitaria y de la forma en que sobrevivió, o los métodos empleados para confeccionar sus herramientas, sus vestidos, su morada o procurar su alimento. Pasados los años, nuevas lecturas del libro me han dejado la misma temprana impresión: la verdadera esencia fascinante de la novela no la constituye su agotadora acción ejemplificadora y moral o sus parábolas repetidas, sino ese desafío que supone al hombre ignorante de casi todo recurso, la adversidad repentina y acuciante de tener que sobrevivir sin prácticamente más recurso que sí mismo. ¿Por qué es esto fascinante para el continuo discurrir de las generaciones? Tal vez porque la generalidad de nosotros somos precisamente ajenos a todo recurso para un desafío de éste género; es fácil por lo tanto identificarse con Crusoe; en nuestros términos, nosotros, cada uno, somos Crusoe, al menos potencialmente. Vivir la vida de Robinson a través de la lectura de su historia es liberar simbólicamente esa potencia, participar del mito moderno de la huida de la civilización.
Es cierto de que si a la principal obra de Defoe se la liberara de los impedimentos de su prédica reiterada, su énfasis moralizador y su recurrente pedantería británica que considera a todos los personajes que visitan la isla de Crusoe como "siervos" o "súbditos" de éste, el libro conservaría y potenciaría la esencia de su fascinante poder. También es cierto que si se incluyeran detalles más crudos referidos a la fisiología y la sexualidad, quizás hasta límites escatológicos, del desventurado Crusoe, el libro sería más picante pero más ordinario, menos universal y atractivo; nuestras objeciones están teñidas en ese sentido de cierta falsedad. Es evidente que la obra esconde las contradicciones de su autor y de la cultura de su autor. Con la misma naturalidad que Crusoe evangeliza a Viernes, sobre el final de la trama y en su desenlace, dispara a traición sobre marineros dormidos sin la menor objeción de su conciencia. También y luego de la extensa filípica que nos propina a lo largo de todo el argumento acerca de los valores cristianos, entre los cuales podríamos suponer sin exagerar un fuerte énfasis en el rechazo de lo material en apoyo de lo espiritual, Crusoe se dedica durante el extenso e innecesario epílogo casi completamente a sus intereses comerciales y negocios, aunque premiando generosamente a sus benefactores. Lo puritano y lo comercial, la moral y la conquista colonial, los estereotipos de la época, todo está representado por Defoe en una demostración bastante transparente e inocente de las contradicciones de la cultura británica del siglo XVIII.
Según James Joyce la historia de Defoe prefigura el imperialismo inglés del siglo XIX, y la imagen de Crusoe es la del prototipo del conquistador británico: independiente, persistente, práctico e inteligente, pero también cruel y sexualmente apático; y Viernes, por supuesto, es el símbolo de los pueblos sometidos al imperio.
La historia de Crusoe lucha contra la trama que teje su época a su alrededor, lucha contra sus prejuicios y sus falsedades, pero es precisamente esa trama la que le da la veracidad de un tiempo de tierras nunca holladas por el pie occidental, de aventuras geográficas y de islas alejadas de las rutas marítimas y por ello doblemente perdidas para el hombre (y el hombre perdido en ellas). ¿Sería hoy creíble una historia como la de Crusoe? ¿Hoy, en la era del GPS, Internet, la comunicación satelital, alguien podría perderse durante veintiocho años sin ser descubierto, rescatado, recuperado? Ya no hay aventura en el viaje, no se necesita ser Marco Polo para ir a la China y cualquier pelafustán medianamente informado va en carpa a Machu Pichu; somos realmente unos tipos afortunados. Pero si queremos naufragar, perdernos de la civilización, alejarnos, irnos definitiva y resueltamente lejos de las márgenes del mundo conocido, deberemos volver a releer la suerte del querido Robinson, porque ese, junto con tantos otros, es un destino que el progreso también nos ha vedado.