No pude
sustraerme a la tentación de anotar este título como inicio procaz de un
artículo sobre literatura. De tamaño, de extensión, de "largo" es de
lo que vamos a tratar, pero en términos literarios.
Ocurre con
los libros algo parecido a lo que ocurre con el tiempo. No está ligado ninguno
a la extensión física o temporal sino a la sensación del que los transita.
Desmenucemos. Existe una definición de lo que se considera tiempo psicológico.
Esto es: la sensación que se tiene del tiempo transcurrido en un determinado
momento, desligada de la duración concreta de este momento. No son lo mismo las
dos horas transcurridas en la cola del banco, a las dos horas transcurridas en
el cine. Unas se arrastrarán y las otras volarán.
No es mi
intención esclarecer ningún punto con esta descripción tan rudimentaria de
nuestra percepción temporal; sino presentarla simplemente para establecer un
paralelo con lo que sucede en la
literatura. Del mismo modo, no es tan importante el hecho de la
extensión concreta de un libro, en número de páginas y en tamaño y disposición
del texto; sino la sensación que su lectura cause al eventual lector. Hay pues
libros que vuelan y libros que se arrastran.
Recuerdo
bien mi estupefacción adolescente al comprobar que un libro con fama de
"plomazo", de "mamotreto" de extensión infinita, como La
Guerra y la Paz de León Tolstoi; fue para mi una suerte de hechizo
permanente de principio a fin. Está claro que estamos hablando de uno de los
grandes clásicos de la historia de la literatura; pero también está claro que
por ser clásico no tiene que ser, por fuerza, un libro entretenido para un
adolescente. Primera y provisoria conclusión (casi obvia desde luego): la
extensión de un libro no tiene que ver con el interés (o la ausencia de este) que
despierte en el lector.
Un poco más
acá en el tiempo, siendo ya un lector maduro (qué categoría tan tonta que se me
ha ocurrido ahora mismo), encaré la para mi heroica tarea de leer La Segunda
Guerra Mundial de Winston Churchill, libro que comento en este mismo blog.
Antes de arrojarme a las aguas profundas de estos seis tomos con un promedio de
600 páginas cada uno, hice una primera comprobación (como el que mete un pie
prudente en el agua insondable de un estanque desconocido) pidiendo prestado el
primer tomo en una biblioteca. Me sorprendí gratamente con el modo en que esta
primera lectura me impulsó como un poseso a conseguir el resto de la obra. No
en vano a Churchill le dieron el Nobel de literatura. Aunque demoré casi un año
para concluirlo, la lectura de La Segunda Guerra Mundial se me hizo por
momentos compulsiva. Segunda y provisoria conclusión: la extensión de un libro
no disminuye el grado de pasión (este maravilloso sentimiento que un lector
puede atravesar) o de compulsión que ese libro puede despertar.
Del mismo
modo experimento el sentimiento contrario con algunos libros escritos
precisamente para originar estos sentimientos de empática adicción por parte
del lector. Regularmente estos volúmenes bestsellerianos (adjetivo que
me complazco en inventar) que con la llaneza de su texto, pensado para poner en
la lectura una suerte de vaselina literaria por la que se deslice el lector,
intentan a través de la simpleza enganchar la atención; cuentan con mi más
completa y elitista aversión. Paso de Paulo Coelho e Isabel Allende por la
misma razón: mi deseo de que la literatura me entregue un texto un poco más
esmerado que la telegráfica noticia publicada en el diario de turno.
Por otro
lado tengo especial compulsión por otro premeditado producto destinado a las
góndolas de los supermercados: Wilbur Smith. Sus personajes son obvios. Las
mujeres hermosas y brillantes; los hombre rudos, un poco feos, violentos y
velludos. Utiliza el sexo como excusa para regodearse en detalles bordeando la
pornografía y la violencia para introducir escenas del sadismo más consumado.
Todo cliché melodramático que pueda utilizarse encuentra cabida en las novelas
de Wilbur Smith, no hay búsqueda por revelar la psicología de los personajes,
ni sus pensamientos íntimos, ni nada. Acción, aventura, escenarios interesantes
(la selva o el mundo de la gente muy rica) y una sucesión interminable de
lugares comunes. Pero me gusta. Está bien escrito y me gusta; cuenta bien su
mentira.
En una
tercera contradicción podría decir también que obras consagradas, fundadoras de
legiones de admiradores e imitadores, me son por completo indiferentes. No
puedo pasar de la quinta página de cualquier texto de Proust. Lo mismo me da si
son los tomos completos de En busca del tiempo perdido o un artículo
corto de los que publicaba en Le Figaro. No me importan los puteríos ni
los entretelones de condes y princesas. Sí me pueden interesar escritos por
otro, no por Proust. Lo mismo me pasa con el Ulises de Joyce. Lo comencé
a leer por lo menos cuatro veces, en todas no paso de los primero capítulos.
Encuentro pequeñas joyas de estilo metidas en el texto, pero el todo es
permeable a mi interés y mi voluntad.
Pero qué
tiene que ver todo esto con el tema de la extensión de un libro y su relación
con el interés que puede despertar en el lector. Precisamente, que libros
destinados a atrapar el interés, normalmente novelas cortas y de letra grande,
pueden no cumplir su objetivo. Mientras que obras extensas, tortuosas, sesudas
o interrumpidas constantemente de reflexiones y otras arbitrariedades más o
menos inconexas que conspiran contra su continuidad; pueden, según que público,
ser un auténtico anzuelo lanzado al medio del corazón del lector.
Mencionamos
aquí arriba el detalle del tamaño de la letra. A riesgo de caer en una mera
reseña de diseño gráfico, tema que frecuento (por no decir domino porque sería
jactancioso), podemos echar un vistazo rápido al diseño de página. Amén del
interés intrínseco que un texto pueda despertar, el tema de cómo está dispuesto
en términos de imagen nos dice mucho de él.
Todo lo que
sigue son apreciaciones de índole y gusto personales. Cuando tomo un libro, por
lo general una novela, y descubro que mete siete palabras por línea y
veinticinco líneas por página, sospecho. Y no me llamen obsesivo por contar
palabras, ya que he llevado mi manía a tal grado que me vasta una simple mirada
para saber si estoy ante uno de estos libros. Eso significa ni más ni menos que
tenemos en nuestras manos una obra corta, quizás demasiado corta, que ha sido
estirada por la editorial mediante este recurso de edición para que el lector
pague por ella sin sentirse estafado por tener en la mano un librito miserable.
Esta "política editorial" me parece traidora a la buena fe del lector
y digna de que el comprador descarte la compra.
Un LIBRO,
con mayúsculas, le debe al lector un formato, mínimo de media A4 (en términos
cristianos A6 o 105 x 148 cm.), diez palabras por línea y treinta y cinco
líneas por página. Eso es el formato mínimo que le podemos exigir a un libro
para que sea cómodo de leer. Con trescientas páginas o más de esto tenemos un
libro para unos días, con cuatrocientas o quinientas un novelón de largo
aliento.
Más allá de
esto la cosa se pone incómoda. Libros de historia o que exigen por su volumen
de información un mayor espacio que esto que apunto, conspiran contra el
interés a través de poner incómodo al lector con la disposición del texto.
Letras muy apretadas en el interlineado, o diminutas (¿qué sentido tiene poner
referencias y comentarios a pie de página si no se pueden leer?) líneas de más
de doce palabras y páginas con más de cuarenta y hasta cincuenta líneas van en
contra de una lectura "natural".
Cuando uno
lee le está robando el tiempo a otra cosas, o ganándoselo, según se mire. Es
por esto que uno espera que el tiempo que le toma la lectura, sea por placer,
sea por buscar información o por estudio, le reporte un número x de páginas que
uno se sabe lee al cabo de x tiempo. Más o menos uno sabe cual es su marca. En
vacaciones y con tiempo libre, cien páginas o más puede ser tranquilamente la
marca de un lector frecuente. A veces, si la obsesión nos lleva a robarle
tiempo al sueño, un libro puede ser tramitado en un solo día. Por lo general no
contamos con tanto tiempo para dedicarle a nuestra (¿pasión?), pongámosle
afición para hacerlo menos preocupante; por lo que unas cincuenta páginas
pueden ser un buen número en un día promedio, incluidas esperas en colas de
bancos y alguna ida al baño con lectura.
Cuando el
diseño de página del libro hace que ese promedio natural para nosotros, que
sólo nosotros conocemos, mengüe; es decir, cuando en lugar de cincuenta páginas
leemos con el mismo esfuerzo unas veinte, nuestro interés se ve mancillado
porque comprenderemos que en lugar de un libro de quinientas páginas, estamos
leyendo uno que sería de mil con diseño estándar. Eso, aunque sea un dato que
parece tonto, también influye en el nivel de comodidad, y por tanto de atención
e interés que pueda poner uno en el texto.
Recuerdo
haber leído una edición de Historia del Siglo XX de Erich Hobbsbaum, con la permanente
sensación de que el libro era un resumen de una obra más basta, profunda e
interesante. Además del estilo de escritura que sugería este fenómeno, un texto
cuyo cuerpo rozaba los límites de lo decoroso, por lo insignificante, hacia
trabajoso leer este volumen ya de por si extenso. Si leer causa la impresión de
estar llevando a acabo un esfuerzo: de atención o de concentración visual;
entonces hay algo en el acto de la lectura que está fallando. O el libro que
estamos leyendo: su tema, su autor, su escenario, su estilo (tantas cosas!); o
el contexto donde lo estamos haciendo: lugares ruidosos, incómodos, con luz
deficiente, apremiados por otras cosas; o sencillamente el diseño del libro:
texto muy pequeño, tipografía difícil de leer, formato incómodo (apaisado,
cuadrado, demasiado grande).
Todos estos
detalles pueden también influir en que un libro sea largo o corto sin depender
de su realidad concreta. Esto cambia de una cultura a otra. El alemán promedio
a principios del siglo XX leía con mayor comodidad la letra gótica que la
románica. Luego occidente leyó con más naturalidad las románicas porque eran (y
son) las utilizadas en los diarios y por tanto las más familiares. Pero en
Internet las románicas no son las más utilizadas sino las tipografías san
serif tipo helvéticas (visualmente más simples, para decirlo de algún
modo), por lo que probablemente hacia allá vaya el futuro de la letra impresa. Pronto
también Internet hará que sea más natural un salto de línea para separar los
párrafos que la clásica sangría impresa. La lectura evoluciona con los tiempos
y los medios.
Muchos
temen la extinción de lo medios impresos, asesinados a manos de las ladinas
armas binarias de los digitales. Entonces ya los libros no serán largos, cortos
o en tomos. No importará el tamaño de la letra porque podrá regularse a gusto
del usuario. Quizás hasta puedan adquirirse diversas versiones de un mismo
texto (más resumido, menos resumido). No sería nuevo, con esto mismo hizo fama
la revista Selecciones. Como sea
cuando eso ocurra este texto, como los apolillados libros a los que se atarea
en describir, podrá echarse al olvido. Aunque quizás no convenga esperar y
olvidarlo ya mismo sea lo más recomendable.
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