miércoles, 18 de diciembre de 2013

Kafka apasionado

por Andrés G. Muglia


Es curioso el modo en que Kafka es un apellido que me suena familiar desde la infancia. Mientras mis contemporáneos de séptimo grado se perdían por los jueguitos del Atari yo entretenía mis horas leyendo "América", ok lo recuerdo con cierta jactancia. Ignoro si en ese momento entendí cabalmente la múltiple simbología del texto que leía, ignoro también si soy capaz de desentrañarla ahora mismo. La obra completa de Kafka fue siempre una presencia destacada de nuestra biblioteca. Mi padre era un gran admirador del escritor checo-alemán. Hoy día esta colección es una de las pocas herencias materiales que guardo de él. Me resulta sugestivo que esta literatura que tanto tuvo que ver en su gestación con los conflictos entre un padre y un hijo, me haya llegado a través del mío con el que no tuve, y eso es quizás lo extraño, mayores conflictos. Aunque no venga a cuento, o tal vez sí, al menos para mí, mi padre fue lo opuesto al de Kafka, aquel sólido y obtuso Hermann. Mientras que Kafka padre jamás comprendió la vocación de su hijo por ser escritor, el mío fogoneó la mía por ser artista de las más diversas y conmovedoras maneras. 

Cuando mi facilidad como dibujante se hizo patente, me traía fotografías de sus compañeros de trabajo para que hiciera sus retratos, que él se encargaba de cobrar puntualmente a modo de improvisado marchand. Hasta tuvimos una especie de bizarra pyme que enmarcaba lo que yo dibujaba, lo cual me reportó mis primeras ganancias en el mundo del arte; que para un adolescente de quince años no estaba mal. Como sea, en contra de las historias de artistas torturados que nadan contra la corriente del deseo familiar y de futuros de corbatas estrechas y oficinas sombrías, mi familia y mi padre no hicieron más que empujar mi vocación. Y cuando mi padre ya no estuvo ahí, vamos que se murió, mi madre me bancó (estudios, comida, ropita, salidas) hasta que me recibí de una licenciatura de arte de la que, paradójicamente, nunca extraje un centavo.

Como sea, uno ve las cosas desde su propio punto de vista, por eso a veces me parece doblemente cruel el destino de ciertos artistas que tuvieron que luchar por imponer su vocación al prejuicio de su entorno, de su época y de su familia. Sin embargo, después de leer la biografía de Kafka de Nicholas Murray titulada "Kafka, literatura y pasión" uno no puede sino quebrar una lanza a favor de Hermann Kafka. Kafka escribió una larga carta a su padre, obra famosa hoy en día, muy visitada por freudianos y lacanianos de toda laya, echándole la culpa de todo sus desaciertos. Es de esperar que Hermann no haya leído esa carta que Kafka nunca le envío, pues leer algo así debe ser el peor golpe que un padre pueda recibir de un hijo. Kafka mismo aceptó que en la construcción de ese texto había echado mano a muchas de sus "astucias de abogado". Pero veamos quién era este monstruo llamado Hermann Kafka.

El padre de Kafka era un judío de origen checo. Había tenido una dura niñez de pobreza y privaciones que nunca, al parecer, se cansaba de narrar a sus hijos. Hermann, que en esa misma niñez se había ganado la vida en los duros inviernos nevados de su terruño, empujando un carro repleto de leña y vendiendo su contenido puerta a puerta en diversas aldeas, era un self made man que había logrado superar con su propio esfuerzo ese pasado de estrechés para emigrar a Praga y convertirse en un próspero comerciante. Alto, atlético, saludable, era lo opuesto a su hijo, que cuando iban a nadar juntos sentía aquel cuerpo como un subrayado de su propia debilidad. Al parecer la relación padre e hijo siempre fue tirante, aunque Kafka pasó casi toda su vida viviendo con sus padres, lo cual no era necesario ya que por su trabajo bien remunerado podría haber roto fácilmente ese círculo infernal mandándose a mudar. Kafka odiaba sin embargo esa vida familiar, el ruido de sus hermanas y más tarde el de sus sobrinos; hasta la visión de los pijamas de sus padres preparados sobre la cama antes de dormir le daba una especie de asco (!).

Esta aparente relación imposible, no condicionó el hecho de que los estudios de Kafka fueran enteramente pagados por sus padres y que Kafka no tuviera que trabajar hasta egresar con su título de abogado. Finalmente consiguió un puesto en un instituto especializado en seguridad laboral, del que se quejaba permanentemente como una especie de plomada que tiraba hacia abajo de su verdadera vocación y le impedía ser un escritor de tiempo completo. Sin embargo Kafka trabajaba hasta la dos de la tarde, después daba paseos con su amigo y escritor Max Brod, almorzaba, dormía la siesta, en suma dedicaba un buen tiempo de su día a boludear. Hasta que después de las diez, tras la cena familiar y cuando todos dormían y por fin conseguía su preciado silencio, comenzaba a sacarle punta a sus demonios y escribía hasta la madrugada. Eso en el mejor de los casos, porque pasaba largos períodos sin anotar una palabra o destruyendo todo lo que había escrito.

A veces, su compulsión por escribir cartas diezmaba su literatura, le ganaba el espacio a escribir ficción. Sus relaciones con mujeres fueron principalmente epistolares. La más larga, con Felice Bauer, duró cinco años. Bauer vivía en Berlín y durante esos años se vieron un puñado de veces en las que Kafka se sintió invariablemente incómodo. Sin embargo escribía a Felice todos los días largas cartas explicándole con pelos y señales sus tormentos internos, sus enfermedades imaginarias y las razones de por qué no tendría que casarse con él. Se comprometió dos veces con Bauer y nunca se casó. Kafka mantuvo varias de estas relaciones imposibles, donde el deseo de casarse se veía siempre saboteado por su miedo. Sin embargo, para muchos como su incondicional Max Brod, Kafka era un tipo simpático, reservado, muy inteligente y agradable. Hay pruebas de que gustaba a las mujeres y no rehuía una prostituta si se le presentaba la ocasión, aunque después sintiera remordimientos.

Es bastante claro que el problema de Kafka no era su padre; ni el Instituto donde era un empleado muy apreciado y en donde se le toleraban largas licencias con goce de sueldo a raíz de sus problemas de salud; ni las mujeres con las que nunca podía concretar su anhelado matrimonio. El problema de Kafka era el propio Kafka y, como él finalmente los bautizó, sus demonios interiores. Hasta la tuberculosis que terminó con su vida fue recibida por él como una extraña forma de alivio, algo concreto donde focalizar todos sus temores.  

Es difícil imaginar de qué modo podía juzgar o entender Hermann Kafka a este treintañero que no dejaba el nido, que vivía de noche para una literatura que él jamás podría comprender y que mantuvo una ¿novia? durante cinco años casi sin verla.

La fatal conclusión de la vida de Kafka tiene mucho de estas paradojas que a veces nos quieren pasar por moralejas y no son más que oscuras demostraciones de que eso que llamamos vida no tiene sentido, explicación o parábola. Por fin Kafka encontró el amor en una mujer más joven llamada Dora Diamant que sin ser una intelectual supo comprenderlo a él y a su vida literaria. Convivió con ella en Berlín, enfermo, en la estrechés económica pues su jubilación no era suficiente como para vivir en la galopante hiperinflación alemana, en contra de la moral de la época pues no estaban casados, pero feliz. Se dio cuenta además que su literatura no era incompatible con la vida matrimonial (su gran temor) y que podía escribir tranquilamente en presencia de su querida Dora. Tras comprobar todo esto durante algunos meses y acallar los viejos temores y escribir un poco, se murió a los treinta y nueve años en un sanatorio de Kierling luego de pedirle a Dora que le trajera lirios del campo.

La ironía de todo esto, digna del culebrón más retorcido y melodramático, es que aquellas relaciones de ficción a las que se veía impulsado Kafka, aquellos amores hechos de literatura epistolar e idealización que lo alejaban de las relaciones reales, se vinieron abajo junto con su miedos cuando por fin pudo experimentar, como postrero manotazo de un ahogado consciente de que se estaba ahogando, las delicias menudas y a veces imperceptibles de la vida matrimonial. Kafka comprobó, tarde, dolorosamente tarde, que había dedicado su vida a huir de un monstruo que vivía solamente en su imaginación.

Después vendrán las polémicas de si le dijo a Max Brod que destruyera todos sus escritos y si su amigo hizo bien o mal en no hacerle caso. Brod arguye que Kafka era muy ambiguo es ese sentido y se agarra de eso para publicar las obras de Kafka, que en pocos años cobraría una celebridad mundial. Brod estaba equivocado seguramente, como estaba equivocado cuando atribuía a los escritos de Kafka una intención religiosa. Kafka, a pesar de sus esfuerzos por introducirse en el misterio de la fe judía, no era un hombre de fe, y sus escritos son simbólicos pero no en el sentido que Brod les confería. Del mismo modo, la mitología que indica que Kafka nunca publicó es inexacta. Kafka tenía editor y publicaba regularmente en revistas especializadas. Si bien era exigente con la perfección de sus escritos, y quemó buena parte de su obra, mucha con la ayuda de Dora Diamant; también era un escritor reconocido en un reducido grupo de iniciados (como por ejemplo los artistas expresionistas) y de ninguna manera inédito. El siglo XX insufló a su figura una notoriedad que tal vez lo hubiese horrorizado, el existencialismo aplaudió su obra como una anticipación de la mirada pesimista sobre el mundo que su filosofía difundiría, y la posteridad lo consagró como uno de los escritores más influyentes del siglo pasado. No se si Hermann se llegó a enterar de eso. No se si a Franz Kafka le hubiese importado. Calculo que sí.

2 comentarios:

  1. Magnífico, Andres, sencillamente magnífico tu artículo sobre el gran y retorcido Kafka. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  2. Gracias por tu comentario, siempre es fácil escribir sobre estos personajes fascinantes que nos ha dejado la literatura.

    ResponderEliminar