por Andrés G. Muglia
Es curioso el modo en que Kafka es un apellido
que me suena familiar desde la infancia. Mientras mis contemporáneos de séptimo
grado se perdían por los jueguitos del Atari yo entretenía mis horas leyendo
"América", ok lo recuerdo con cierta jactancia. Ignoro si en ese
momento entendí cabalmente la múltiple simbología del texto que leía, ignoro
también si soy capaz de desentrañarla ahora mismo. La obra completa de Kafka
fue siempre una presencia destacada de nuestra biblioteca. Mi padre era un gran
admirador del escritor checo-alemán. Hoy día esta colección es una de las pocas
herencias materiales que guardo de él. Me resulta sugestivo que esta literatura
que tanto tuvo que ver en su gestación con los conflictos entre un padre y un hijo,
me haya llegado a través del mío con el que no tuve, y eso es quizás lo
extraño, mayores conflictos. Aunque no venga a cuento, o tal vez sí, al menos
para mí, mi padre fue lo opuesto al de Kafka, aquel sólido y obtuso Hermann.
Mientras que Kafka padre jamás comprendió la vocación de su hijo por ser
escritor, el mío fogoneó la mía por ser artista de las más diversas y
conmovedoras maneras.
Cuando mi facilidad como dibujante se hizo
patente, me traía fotografías de sus compañeros de trabajo para que hiciera sus
retratos, que él se
encargaba de cobrar puntualmente a modo de improvisado marchand. Hasta tuvimos
una especie de bizarra pyme que enmarcaba lo que yo dibujaba, lo cual me
reportó mis primeras ganancias en el mundo del arte; que para un
adolescente de quince años no estaba mal. Como sea, en contra de las historias
de artistas torturados que nadan contra la corriente del deseo familiar y de
futuros de corbatas estrechas y oficinas sombrías, mi familia y mi padre no
hicieron más que empujar mi vocación. Y cuando mi padre ya no estuvo ahí, vamos
que se murió, mi madre me bancó (estudios, comida, ropita, salidas) hasta que
me recibí de una licenciatura de arte de la que, paradójicamente, nunca extraje
un centavo.
Como sea, uno ve las cosas desde su propio
punto de vista, por eso a veces me parece doblemente cruel el destino de
ciertos artistas que tuvieron que luchar por imponer su vocación al prejuicio
de su entorno, de su época y de su familia. Sin embargo, después de leer la biografía
de Kafka de Nicholas Murray titulada "Kafka, literatura y pasión" uno
no puede sino quebrar una lanza a favor de Hermann Kafka. Kafka escribió una
larga carta a su padre, obra famosa hoy en día, muy visitada por freudianos y
lacanianos de toda laya, echándole la culpa de todo sus desaciertos. Es de
esperar que Hermann no haya leído esa carta que Kafka nunca le envío, pues leer
algo así debe ser el peor golpe que un padre pueda recibir de un hijo. Kafka
mismo aceptó que en la construcción de ese texto había echado mano a muchas de
sus "astucias de abogado". Pero veamos quién era este monstruo
llamado Hermann Kafka.
El padre de Kafka era un judío de origen checo.
Había tenido una dura niñez de pobreza y privaciones que nunca, al parecer, se
cansaba de narrar a sus hijos. Hermann, que en esa misma niñez se había ganado
la vida en los duros inviernos nevados de su terruño, empujando un carro
repleto de leña y vendiendo su contenido puerta a puerta en diversas aldeas,
era un self made man que había logrado superar con su propio esfuerzo
ese pasado de estrechés para emigrar a Praga y convertirse en un próspero
comerciante. Alto, atlético, saludable, era lo opuesto a su hijo, que cuando
iban a nadar juntos sentía aquel cuerpo como un subrayado de su propia
debilidad. Al parecer la relación padre e hijo siempre fue tirante, aunque
Kafka pasó casi toda su vida viviendo con sus padres, lo cual no era necesario
ya que por su trabajo bien remunerado podría haber roto fácilmente ese círculo
infernal mandándose a mudar. Kafka odiaba sin embargo esa vida familiar, el
ruido de sus hermanas y más tarde el de sus sobrinos; hasta la visión de los
pijamas de sus padres preparados sobre la cama antes de dormir le daba una
especie de asco (!).
Esta aparente relación imposible, no condicionó
el hecho de que los estudios de Kafka fueran enteramente pagados por sus padres
y que Kafka no tuviera que trabajar hasta egresar con su título de abogado.
Finalmente consiguió un puesto en un instituto especializado en seguridad
laboral, del que se quejaba permanentemente como una especie de plomada que
tiraba hacia abajo de su verdadera vocación y le impedía ser un escritor de
tiempo completo. Sin embargo Kafka trabajaba hasta la dos de la tarde, después
daba paseos con su amigo y escritor Max Brod, almorzaba, dormía la siesta, en
suma dedicaba un buen tiempo de su día a boludear. Hasta que después de las
diez, tras la cena familiar y cuando todos dormían y por fin conseguía su
preciado silencio, comenzaba a sacarle punta a sus demonios y escribía hasta la
madrugada. Eso en el mejor de los casos, porque pasaba largos períodos sin
anotar una palabra o destruyendo todo lo que había escrito.
A veces, su compulsión por escribir cartas
diezmaba su literatura, le ganaba el espacio a escribir ficción. Sus relaciones
con mujeres fueron principalmente epistolares. La más larga, con Felice Bauer,
duró cinco años. Bauer vivía en Berlín y durante esos años se vieron un puñado
de veces en las que Kafka se sintió invariablemente incómodo. Sin embargo
escribía a Felice todos los días largas cartas explicándole con pelos y señales
sus tormentos internos, sus enfermedades imaginarias y las razones de por qué
no tendría que casarse con él. Se comprometió dos veces con Bauer y nunca se
casó. Kafka mantuvo varias de estas relaciones imposibles, donde el deseo de
casarse se veía siempre saboteado por su miedo. Sin embargo, para muchos como
su incondicional Max Brod, Kafka era un tipo simpático, reservado, muy
inteligente y agradable. Hay pruebas de que gustaba a las mujeres y no rehuía
una prostituta si se le presentaba la ocasión, aunque después sintiera
remordimientos.
Es bastante claro que el problema de
Kafka no era su padre; ni el Instituto donde era un empleado muy apreciado y en
donde se le toleraban largas licencias con goce de sueldo a raíz de sus
problemas de salud; ni las mujeres con las que nunca podía concretar su
anhelado matrimonio. El problema de Kafka era el propio Kafka y, como él
finalmente los bautizó, sus demonios interiores. Hasta la tuberculosis que
terminó con su vida fue recibida por él como una extraña forma de alivio, algo
concreto donde focalizar todos sus temores.
Es difícil imaginar de qué modo podía juzgar o
entender Hermann Kafka a este treintañero que no dejaba el nido, que vivía de
noche para una literatura que él jamás podría comprender y que mantuvo una
¿novia? durante cinco años casi sin verla.
La fatal conclusión de la vida de Kafka tiene
mucho de estas paradojas que a veces nos quieren pasar por moralejas y no son
más que oscuras demostraciones de que eso que llamamos vida no tiene sentido,
explicación o parábola. Por fin Kafka encontró el amor en una mujer más joven llamada
Dora Diamant que sin ser una intelectual supo comprenderlo a él y a su vida
literaria. Convivió con ella en Berlín, enfermo, en la estrechés económica pues
su jubilación no era suficiente como para vivir en la galopante hiperinflación
alemana, en contra de la moral de la época pues no estaban casados, pero feliz.
Se dio cuenta además que su literatura no era incompatible con la vida
matrimonial (su gran temor) y que podía escribir tranquilamente en presencia de
su querida Dora. Tras comprobar todo esto durante algunos meses y acallar los
viejos temores y escribir un poco, se murió a los treinta y nueve años en un
sanatorio de Kierling luego de pedirle a Dora que le trajera lirios del campo.
La ironía de todo esto, digna del culebrón más
retorcido y melodramático, es que aquellas relaciones de ficción a las que se
veía impulsado Kafka, aquellos amores hechos de literatura epistolar e
idealización que lo alejaban de las relaciones reales, se vinieron abajo junto
con su miedos cuando por fin pudo experimentar, como postrero manotazo de un
ahogado consciente de que se estaba ahogando, las delicias menudas y a veces
imperceptibles de la vida matrimonial. Kafka comprobó, tarde, dolorosamente
tarde, que había dedicado su vida a huir de un monstruo que vivía solamente en
su imaginación.
Después vendrán las polémicas de si le dijo a
Max Brod que destruyera todos sus escritos y si su amigo hizo bien o mal en no
hacerle caso. Brod arguye que Kafka era muy ambiguo es ese sentido y se agarra
de eso para publicar las obras de Kafka, que en pocos años cobraría una
celebridad mundial. Brod estaba equivocado seguramente, como estaba equivocado
cuando atribuía a los escritos de Kafka una intención religiosa. Kafka, a pesar
de sus esfuerzos por introducirse en el misterio de la fe judía, no era un
hombre de fe, y sus escritos son simbólicos pero no en el sentido que Brod les
confería. Del mismo modo, la mitología que indica que Kafka nunca publicó es
inexacta. Kafka tenía editor y publicaba regularmente en revistas
especializadas. Si bien era exigente con la perfección de sus escritos, y quemó
buena parte de su obra, mucha con la ayuda de Dora Diamant; también era un
escritor reconocido en un reducido grupo de iniciados (como por ejemplo los
artistas expresionistas) y de ninguna manera inédito. El siglo XX insufló a su
figura una notoriedad que tal vez lo hubiese horrorizado, el existencialismo aplaudió
su obra como una anticipación de la mirada pesimista sobre el mundo que su
filosofía difundiría, y la posteridad lo consagró como uno de los escritores más
influyentes del siglo pasado. No se si Hermann se llegó a enterar de eso. No se
si a Franz Kafka le hubiese importado. Calculo que sí.
Magnífico, Andres, sencillamente magnífico tu artículo sobre el gran y retorcido Kafka. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, siempre es fácil escribir sobre estos personajes fascinantes que nos ha dejado la literatura.
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