sábado, 1 de agosto de 2020

Poesía precoz, de Rimbaud al flaco Spinetta

por Andrés G. Muglia



Artículo publicado en la revista CULTURAMAS de España.
El link:

https://www.culturamas.es/2020/04/03/poesia-precoz-de-rimbaud-al-flaco-spinetta/

«Si yo quiero un agua de Europa es la de la charca  negra y fría donde, hacia el crepúsculo embalsamado un niño en cuclillas lleno de tristezas, suelta  un barco frágil como una mariposa de mayo», Arthur Rimbaud
Borges decía que la buena poesía es aquella que deja como una resonancia, algo adentro nuestro, vibrando, luego de ser leída. Ese algo misterioso, apreciado solamente por aquella parte de nuestro ser que es un arcano para esa otra parte que se dedica a calcular la compra y hacer la lista del Super, será lo que busque todo arte que se precie de tal. 
El penúltimo verso de “El barco ebrio”, antes citado, siempre dejó en mi ¿alma? (digámosle así) alborozada, esa misma sensación. Una imagen acongojada y vívida aunque no sea más que una metáfora, capaz de mover las estanterías de lo que no tenemos atornillado a la razón. ¿Me conmovería la imagen del niño solitario soltando ese barquito en un charco de una calle que yo imaginaba un callejón decimonónico del Londres victoriano? ¿Sería acaso la inminente llegada del fin de este poema magnífico que, como el movimiento de una sinfonía de Beethoven, se precipita hacia el desenlace como una grandiosa fanfarria? No lo sé, y lo mejor es no saberlo, porque revelaría el misterio que hace que la poesía sea poesía, toda la magia moriría bajo las botas de la razón.
Llegué hasta Rimbaud en la adolescencia, el momento ideal para llegar a este tipo de poesía. Me cautivó al instante. Había una cierta musicalidad que se sobreponía a las traducciones, una serie de imágenes que saltaban de la página, la esencia romántica con su aire fugitivo y mórbido de la caducidad, del momento vivido con intensidad; en fin el bagaje conocido y multiplicado en mil formas del romanticismo. Además de por magistral, y quizás por eso mismo, la calidad del arte de Rimbaud se subrayó en mi mente cuando supe que toda su corta obra había sido producida cerca de la adolescencia; tal vez porque el sentido común indica que la maestría, el dominio de los propios recursos (ya sea en la poesía, el tango o el tiro libre) son un rasgo de la madurez.
En el parnaso de la poesía de todas las épocas y lugares que ha formado mi mente a lo largo de los años, se ubica a Rimbaud cerca del pináculo, dos pasitos por detrás de Apollinaire que es el Zeus de mi Olimpo, y uno al costado de Alberti con toda su sal de mar y su luz mediterránea. Por ahí anda Bukowsky soltando imprecaciones y un tímido García Lorca con sus ojos llenos de tragedia. Pero lo que destaca a Rimbaud por sobre sus compañeros en el debate e intercambio que les imagino, es que el descarado Arthur es el que voltea la mesa, vuelca el vino, hace pedorretas en el momento en que Baudelaire comienza a divagar hablando sobre su spleen, o le quita la silla a Homero para verlo caerse muerto de risa. 
Quizás no sea más que un prejuicio (y no sólo mío) pensar que un artista debe alcanzar su madurez artística de forma paralela y sincronizada a su madurez cronológica. Pero son tantas las pruebas a favor de esta idea y tan contadas las evidencias en contra, más del estilo de la excepción que confirma la regla, que es casi forzado condenar esta idea a la minoridad del prejuicio.  Sobre todo en pintura es muy fácil comprobar cómo el estilo de un artista se va construyendo con el devenir del tiempo, como un sedimento que agrega una capa sobre otra, que se modela a sí mismo. No es lo mismo el Mondrian de sus inicios al que llegó a la síntesis de “Broadway Boogie Boogie”, ni el Van Gogh de los “Comedores del papas” al del retrato de “Pere Tanguy”, sólo por citar ejemplos archiconocidos. Del mismo modo, el hecho de que todos los artistas que llegaron a la abstracción nacen de la figuración habla también de una evolución, de un camino hacia la madurez de la expresión plástica. Basta ver la solvencia de la obra temprana de Kandinsky, plenamente figurativa, para constatar sin muchas vueltas este mismo fenómeno. Sugiere esto que la maestría, la expresión acabada, el dominio del propio estilo y el propio universo simbólico son un fruto de la maduración (metáfora bastante simplona) natural que ofrece el tiempo y su vaivenes. 
¡Mentira! Basta para contrastar la falacia de tales afirmaciones la aparición ramplona en la historia del arte de un solo Rimbaud, con su estilo redondo, acabado y perfecto en sus términos, para darle una patada a esa concepción, para sacarle la silla a un ciego y desesperado Homero, para cagarse de risa en su propia cara. 
¿Cómo explicar este fenómeno? No se puede. Como no se puede explicar el segundo gol de Maradona a los ingleses o la materia oscura. Se disfruta tal como es o se aborda por vía de la fe.  
Rock & Roll poetry
Hablando de prejuicios yo tengo uno, y grande, con las letras de rock. Todos sabemos que el rock nace como un arte popular y que buena parte de sus letras se expresan con el trazo a veces demasiado grueso de “me gusta ese tajo que ayer conocí, ella me calienta la quiero invitar a dormir”, o bien la liviana inocencia de “a mi Popotito yo le di mi amor”. Si bien existen ejemplos de trovadores que salvan la ropa del género como Bob Dylan, que fue nominado al premio Nobel recientemente recibiendo así el reconocimiento del establishment a su categoría de poeta; y otros que pueden defender esa misma etiqueta como Leonard Cohen, Nick Cave o Ian McCulloch. Estamos (estoy) acostumbrados a tomar las líricas del rock no demasiado en serio. Habrá quienes salgan a quebrar una lanza en ese sentido invocando otros nombres: John Lenon, Jim Morrison, Frank Zappa, Ian Anderson, Paul Simon, Roger Waters, y muchos otros cuyos nombres tranquilamente podrían reclamar la corona de laureles; aunque de todos modos tampoco creo que les hubiera interesado. Después de todo el rock y la poesía no siempre van de la mano y tampoco está mal que sea así.
En el universo de nuestro rock argentino existió un rockero al que le cuadró el apelativo de ser el “poeta del rock”, el flaco Spinetta. No vamos a desgranar aquí una biografía del flaco, siendo que abunda material en internet para saciar la curiosidad del más exigente; lo que sí vamos a decir es que Spinetta tenía bien ganado ese apodo. Músico siempre respetado, miembro y fundador de bandas de leyenda como Almendra, Pescado Rabioso y Spinetta Páez, las líricas de Spinetta siempre fueron bastante más allá que las de sus contemporáneos. Había otro vuelo en Spinetta. ¿Devenía aquello de su formación cultural, de su confesa admiración por autores difíciles como Antonin Artaud? No se sabe, o es inútil saberlo. Describir el horno de donde sale la tarta no explica (jamás) la tarta.
Hace poco me entusiasmé con una canción que ya conocía, pero que no había escuchado realmente. La canción, que me enganchó cuando la re-descubrí, me arrastró con ella a ese limbo del repeat con su pulsión obsesiva sobre el iconito de la flecha que regresa una y otra vez al inicio de la canción. “Barro tal vez” fue reiterada hasta el hartazgo en mi automóvil, mi celular, el equipo de música de casa y todo aparato sensible de reproducir sonido; con la ironía tal vez de que se trata no de la típica balada del rock sino de una zamba (no confundir con la zamba brasilera lectores internacionales). La droga del repeat, tan fácil ahora que los soportes no son los cassetes rebobinables (rebobiabominables) de antaño, me había hecho un yonkie sonoro de “Barro tal vez”. Pero el golpe de gracia me lo dio saber que Spinetta había escrito esta joya exquisita a los quince años. 
No me gustan los análisis detenidos de la poesía. Siento que estoy asistiendo a una disección sobre la mesa de una morgue, lejana a aquella lúdica de Lautreamont donde se encontraban insólitamente un paraguas y una máquina de coser, y cercana al cuadro “La lección de anatomía” de Rembrandt donde tan bien representada está la lividez del cadáver del hombre que se ha transformado en objeto (de estudio pero objeto al fin). Pero hay veces que vale la pena. Hecha la disculpa entremos en materia.
“Si no canto lo que siento
Me voy a morir por dentro
He de gritarle a los vientos hasta reventar
Aunque solo quede tiempo en mi lugar”
De movida no más (en los dos primeros versos) Spinetta da cuenta que conoce tan tempranamente la angustia del que tiene algo que expresar y debe hacerlo a como dé lugar, aquello de pasar lo ininteligible del lado de lo inteligible que tanto torturaba a Gustavo Adolfo Becquer: acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar después en la escena del mundo”.
Por si ya no fuese bastante con articular este sentimiento tan difícil de expresar, el flaco arremete con los dos versos finales para enunciar el otro gran motivo que impulsa al artista a hacer lo que hace: permanecer con su expresión más allá de su tiempo vital, dejar su huella para que quede aún después de que él se haya ido “aunque sólo quede tiempo en mi lugar”.
“Si quiero me toco el alma
Pues mi carne ya no es nada
He de fusionar mi resto con el despertar
Aunque se pudra mi boca por callar”
Y sigue describiendo la maravilla de ser artista, de alguien que si quiere “se toca el alma”, imagen dolorosa pero lejana a los que viven haciendo cálculos de stock o tecleando calculadoras. Y repite que si no se expresa, simplemente lo mejor de él, su arte, va a morir (y él un poco claro está) “aunque se pudra mi boca por callar”. 
“Ya lo estoy queriendo
Ya me estoy volviendo canción
Barro tal vez
Y es que esta es mi corteza
Donde el hacha golpeará
Donde el río secará para callar”
A los quince años qué puede saber uno de lo que será su vida, su destino, su futuro. Pero el flaco lo sabía, y lo quería. Quería volverse canción, dejar en la memoria de la posteridad no la anécdota más o menos interesante sobre su pasar por el mundo, sino la brillante simiente de su arte para que se multiplicara cada vez que su música fuera reproducida. “Ya lo estoy queriendo / Ya me estoy volviendo canción”. Y mientras el arte lo hace inmortal, trasciende su tiempo, el cuerpo, ese vestido destinado a la fosa, se vuelve en ella “Barro tal vez”, y después de eso, cuando los inocentes y repugnantes gusanos hagan lo suyo y la materia se disperse y luego se agrupe nuevamente para formar otra cosa se convertirá quizás en “la corteza / Donde el hacha golpeará / Donde el río secará para callar”.
Quince años. Escribir eso a los quince años. 
Hay un sentimiento. No sé si llamarlo envidia, porque tiene que ver con la admiración, con el asombro, con el amor tal vez. Más arriba mencioné el gol de Maradona a los ingleses. Cualquiera que se haya puesto los cortos y un par de botines y haya saltado al césped con la intención de hacer un gol o evitar que le hagan uno, ha mirado esa imagen y ha deseado ser Maradona, haber creado esa sinfonía en movimiento cuya trayectoria zigzaguea entre cuerpos rivales. Nadie al que le guste el fútbol puede evitar eso. 
Me pasa eso mismo con “Barro tal vez”. Me hubiera gustado escribirla yo. No hay mucho más que decir. O sí, avisarle al flaco, aunque no lea esto y aunque quizás ya lo sabía en 1965 a los quince años, que ya se convirtió en canción.

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