lunes, 4 de marzo de 2013

PRINCIPIOS DEL CONOCIMIENTO HUMANO
TRES DIÁLOGOS ENTRE HILAS Y FILONÚS
George Berkeley
Orbis, Hispamérica, Buenos Aires, 1982.

   

Tiro al blanco

Canje de libros en una librería de usados cerca de la terminal de micros de la ciudad de La Plata. Canje leonino y absurdo de este solo libro por un bolso completo de fascículos de historia de la aviación y otras lindezas inclasificables.  El librero se reusó a aceptarlas y simplemente le propuse que le regalaba todo, jugando todo a un número. Picó el anzuelo el librero y dijo condescendiente: "Bueh, elegite un libro". Así se vino Berkeley para casa.

El autor

Berkeley era un obispo irlandés dedicado a la filosofía; siguiendo de algún modo aquella larga tradición fundada por Santo Tomás de Aquino que intentaba reunir la teología cristiana con la lógica aristotélica. Aunque Berkeley no era un escolástico (más bien lo contrario), sí podemos decir que intentaba encontrar a través de la razón un camino (paralelo al de la fe) a través del cual solventar la existencia de Dios. Llegar, en lugar del simple acto de fe que se contenta en creer en un Dios que todo lo crea, a una conclusión razonada que llegue al mismo fin pero a través de la razón.

De la historia personal de Berkeley tiene interés un episodio particular. En 1725 dejó la comodidad de su deanato para embarcarse en la aventura de crear una escuela misionera en las Bermudas. Con este fin partió a las colonias británicas en América, recalando cerca de la actual Rodhe Island, donde compró una finca. Siete años pasó allí esperando los fondos para su añorada escuela, tras lo cual volvió a Londres convencido de que estos nunca llegarían. Allí fue nombrado obispo en 1734.

El libro

Como todos los libros de filosofía, éste de Berkeley tiene que ser leído a la luz de sus antecedentes y sus influencias. En este sentido este pequeño volumen que compone bajo el nombre de Principios del conocimiento humano, no es más que llevar al extremo las ideas de los empiristas ingleses y sobre todo de Locke.

Estos dicen más o menos, para resumirlo un poco con trazo grueso, que el conocimiento humano y la razón deviene de la experiencia del hombre con el medio. Locke se opone a toda idea de innatismo, es decir, en pensar que el conocimiento humano o la capacidad de desarrollarlo vienen predeterminados desde el nacimiento mismo del individuo. El conocimiento del hombre está adquirido entonces por experiencia. En contra de Locke y Hume, los más destacados empiristas ingleses, cuyas ideas conducen hacia el ateísmo o al menos, hacia una revisión al concepto de Dios, Berkeley necesita de Dios para que la estructura a través de la cual explica la realidad se sostenga.

Berkeley parte del sujeto, y de la percepción a través de la cual el hombre adquiere la experiencia del mundo que lo rodea. La experiencia de la percepción del mundo por parte del hombre es fundamental, porque esta percepción, filtrada por las ideas preconcebidas y por las pasiones, dará verdadera razón de existencia a las cosas. Las cosas, para Berkeley, existen simplemente para ser percibidas por el hombre. Para este filósofo es extraño que durante tanto tiempo se halla pensado que las cosas tienen una existencia real fuera de la percepción humana. A tal extremo Berkeley lleva esta idea, que concluye que el ser de las cosas consiste, precisamente, en ser percibidas.  En tal caso, si seguimos esta línea de pensamiento, cuando cerramos los ojos ante la realidad percibida, ésta simplemente deja de existir.

Aquí entonces es cuando entra la idea de Dios a apuntalar esta realidad que se disolvería en la nada al dejar de ser percibida por alguien.

"…todo los cuerpos que componen la maravillosa estructura del universo, sólo tienen sustancia en una mente… por consiguiente, en tanto que no los percibamos actualmente, es decir, mientras no existan en mi mente o en la de otro espíritu creado, una de dos. O no existen en absoluto, o bien subsisten en la mente de un espíritu eterno…"

Y este espíritu no es otro que Dios. Es decir, este universo que se extinguiría con cada pestañeo de quien lo percibe, y que nacería de nuevo en todos sus detalles y complicaciones con cada percepción renovada del hombre; se mantiene allí cuando este deja de percibirlo, tan ordenado, impávido y campante, porque permanece en la mente de Dios, que lo preserva de la eventual distracción del hombre de carne y hueso que lo percibe. Así Dios hace que el universo permanezca indemne, ante la perspectiva opuesta y delirante de holocaustos y nacimientos sucesivos o superpuestos, si dependiera únicamente su existencia de la percepción de los hombres.

Enunciada así, la cosa es un  poco absurda. Pero en realidad, esto no es más que una simplificación de los postulados de Berkeley. Éste no afirma que los objetos reales no existen, sino que lo que no existe es lo que la filosofía escolástica llamaba materia prima, esto es un sustento que sumado a los accidentes producen las cosas. Es decir, la filosofía escolástica afirma que el objeto se compone de materia prima (una sustancia inextensa que no tiene forma) que toma precisamente esa forma por los accidentes. Berkeley dice, es absurdo pensar una materia sin accidente, es decir sin forma. Su existencia independiente no es más que una fábula. Por eso, se tiende a pensar que Berkeley niega la existencia de la materia; esto no es más que una simple malinterpretación de sus ideas. Para Berkeley materia y forma son una sola cosa que sólo puede ser adquirida a través de la experiencia, lo demás es chamuyo.

De querer refutar a Berkeley se podría aducir: por qué se toma Dios el trabajo de estructurar el universo a través de leyes comprobables (recordemos que en la época de Berkeley se habían impuesto en el mundo científico las teorías de Newton), en lugar de hacerlo funcionar a través de meros milagros aleatorios. Según Berkeley esta decisión divina no es más que para demostrar que a través del milagro de la vida, y de las complejas estructuras que se multiplican y se repiten para posibilitarla, existe una mente inteligente que ha trazado un plan supremo, un universo cuya lógica revela una intención superior.

La segunda parte del libro: Tres diálogos entre Hilas y Filonús, no es más que un diálogo imaginado entre dos interlocutores de los cuales uno defiende las ideas de Berkeley y el otro intenta refutarlas; esto al modo de los antiguos diálogos platónicos.

Conclusiones

Arthur Schopenhauer decía que el único mérito de la filosofía de Berkeley fue el de haber cambiado el eje del cual partía la filosofía para centrarlo en el sujeto. Recurso que retomaría por ejemplo Kant, en su famoso "giro copernicano".  Con todo, las ideas de Berkeley, en esencia simples, tienen además el atractivo bizarro de haber llevado las ideas de sus contemporáneos hasta la últimas consecuencias; en una especie de manierismo del pensamiento en el cual la existencia misma de la realidad fuera del sujeto es puesta en duda. El devenir mismo de la filosofía de la época hace pensar que este tipo de extremo era casi inevitable, en este caso Berkeley lo defendió, desde su lugar vinculado a la teología, con suficiente solvencia como para sostener, o al menos ser referencia ineludible de una parte de la filosofía posterior.

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