jueves, 12 de septiembre de 2013

El placer de escribir y el placer de pintar

por Andrés G. Muglia  / *imágenes del autor


Durante años fui víctima de una vocación compulsiva por dibujar. Una facilidad innata, tal como los que tiene inclinación por las matemáticas o por la costura, me facilitó el camino que casi, ya estaba trazado frente a mi. Desaprovechar la oportunidad de estudiar arte, con mis condiciones (repito, innatas nada por lo que jactarse) hubiese sido poco menos que un pecado. A los siete años escribía con la soltura de un troglodita, desparejas letras que parecían golpeadas por el lápiz antes que trazadas. Pero dibujaba con la pericia de un chico mucho mayor. No sería aventurado decir que para mi era más fácil dibujar que escribir, al menos en el concreto acto físico. Cuando dibujaba no poseía inventiva, ni creatividad, era sencillamente una fotocopiadora humana que copiaba todo lo que se le ponía adelante.
 
 
Cuando ya mayor salí del secundario se hizo natural, facilitado el hecho porque vivía en una ciudad sede de una de las mayores universidades públicas del país, que entrara a estudiar artes plásticas en la Facultad de Bellas Artes. No puede decirse que me haya ido mal. Al contrario, lo bien que me fue prefiguró quizás la engañosa ilusión de que cuando saliera de allí mi inserción en el mundo del arte sería algo sencillo. Lo cual, rotundamente, nunca ocurrió. En la universidad aprendí lo que iba a buscar: un cúmulo de técnicas y prácticas que desconocía. Entré dibujante y salí, tal vez pintor, no se si artista.


En paralelo a eso y desde la infancia fui, quizás por criarme en una casa de lectores en donde no faltaban libros (fui socio de una biblioteca casi antes de aprender a leer), ávido lector. Lo que, paradójicamente, no ayudaba a que mi letra y mi ortografía (que todavía es deplorable) mejorara. Como el que ve jugar al fútbol o cualquier otro deporte y desea automáticamente ponerse los cortos y salir a correr, la lectura provocó el deseo de escribir. Comencé, como empiezan todos, por el primer paso de la literatura (y puede que el último), la poesía. Mis primeros poemas en verso remedaban a los de Becquer, cuyas Rimas me sabía prácticamente de memoria. Cuando descubrí a Apollinaire en una biblioteca, y transcribí a máquina todo Alcoholes (ignoro por qué no lo fotocopié), me convertí en un poeta moderno y tiré por la ventana métrica y rima. Hasta hace pocos años tuve la saludable costumbre de escribir poesía, un modo muy puro de hacer literatura directo desde el sentimiento y sin la mediación de ideas lógicas, personajes, argumentos, escenarios, etc.
Las vueltas de la vida quisieron que unos amigos diseñadores crearan una revista y fue casi natural que me pidieran colaborar como "escritor". Allí, el poeta y apenas cuentista, se convirtió en articulista de arte y diseño. Tocaba la tecla que sabía tocar, la del arte, pero en un lenguaje inesperado, el de la escritura. Sumado a ello, con poco más de veinte años, ver lo que había escrito (¡CREADO!) impreso en una revista, y sobre un papel que no fuese de descarte y con el membrete de la administración pública en el reverso, era una sensación parecida a la de morder la manzana de Eva.

Creo que aquí se bifurcó un camino que con los años fue dividiendo sus ramas, hasta que las alejó tanto que ya no era posible transitarlas al unísono. El escritor comenzó a luchar con el pintor. Quizás tratar de describir (aunque el intento sea probablemente estéril) las diferencias que advierto entre la creación plástica y la literaria, pueda ayudar un poco a comprender la diversidad de estos dos caminos.

Cuando uno dibuja tiene la sensación placentera de estar siguiendo una melodía que dicta la cabeza, con la asistencia tersa y colaboradora de articulaciones y músculos. La línea: ondulada, quebrada, gruesa y expresiva o fina y sugerente, es una amiga que se mueve a nuestra indicación. Existe un placer físico y melodioso en el acto de dibujar. Existe un placer casi intenso en el acto de dibujar rápido. El boceto exige el movimiento decidido del que domina una herramienta. Eso se consigue con algo innato y mucha práctica, algunos pueden confundir esa suma con el talento; a esta altura no se si hacen bien o mal.


Si el dibujo es como la melodía de un ejecutante solista, la pintura es como tener la batuta de un director de orquesta. No sólo tenemos un color (o en realidad la total ausencia de color que es el negro) con qué jugar a los contrastes y las formas, sino que todos los colores del universo nos son presentado para que gocemos de ellos. El cambio es conmocionante y el haber dominado las artes del dibujo no nos convierte por fuerza en un pintor igual de efectivo. Por el contrario dominar la línea puede llegar a traer dificultad con los planos, que es en realidad de lo que se compone una pintura. Podría decirse que el dibujo y la pintura son expresiones o artes complementarios; podría decirse con la misma justicia que son opuestos.

Creo que nunca me convertí en pintor. Siempre fui un dibujante que pintaba. Con todo, con el mucho oficio de dibujante lograba (a juicio mío) resultados (no le pongamos calificativo). Pero en la pintura descubrí que ese placer casi físico que se obtiene al dibujar, crecía en intensidad cuando pintaba.

Como en la música, en el acto de pintar se adquiere un ritmo. En la música está preestablecido y en la pintura surge con la obra. Cuando la pintura es expresiva, como la que yo frecuentaba, ese ritmo puede hacerse intenso y llevar al cuerpo y la mente a un lugar muy diferente al que estaba en el punto de partida. Puede que esto (y soy peyorativo) sea difícil de entender para alguien que gasta ocho horas al día cargando planillas de Excel en una computadora, o que su trabajo sea aplicar una ley escrita hace cien años a un tipo que no le hizo caso o sencillamente la ignoraba, pero el acto de la creación plástica y especialmente el de la pintura, cuando la obra llega a su punto culminante (no necesariamente cuando se concluye) entrega un placer al pintor parecido a una suerte de éxtasis, de agotamiento, de explosión de la percepción (que se intensifica por el continuo y a veces tortuoso acto de componer con formas y colores) adentro del cuerpo.

Pero lo que la pintura da es directamente proporcional a lo que pide. Y este pacto a lo Fausto es difícil de pagar, pues exige algo de lo que a mi no me sobraba: creatividad. Si bien no estaba al principio de la línea, era algo más que una fotocopiadora humana, el acto de la creación plástica me exigía soltar a volar una imaginación que, puede que demasiado atenazada por los conocimientos académicos que había incorporado, o sencillamente (no vamos a andar buscando culpables) porque no estaba allí, me costaba encontrar. Creo que llegué a ser un pintor con estilo pero nunca un artista. El acto de la pintura cobra un peaje, y si uno no tiene con que pagarlo además de placentero se vuelve traumático. Yo creía que eso era ser artista, no se si estaba en lo cierto, pero elegí no seguir en ese tren. Tal vez algún día vuelva a retomarlo.

Paralelo a esto crecía mi vocación como escritor. Como si algo me dijera que tenía que proteger esa faceta de la educación formal, jamás tomé un curso, asistí a un taller literario ni pedí el menor consejo a alguien que pudiera parecerse a un docente en la materia. Esta tozuda y casi obtusa (lo reconozco) permeabilidad a la educación formal, hacen de lo que soy como escritor una pura y exclusiva responsabilidad mía. Soy un autodidacta de una punta a la otra de todas las líneas que he escrito, publicado o sin publicar; eso me da, es honesto confesarlo, una especie de orgullo atolondrado.

Es tanto el contraste entre mi formación en uno y otro campo, que no puedo sino atribuir a eso los resultados que he obtenido en cada uno y mi manera de experimentarlos. Tengo una nebulosa conciencia, casi una intuición, de que mi amor por la escritura surge por el hecho de que, en contraposición con mi expresión plástica, la escrita explota de creatividad. Creo que jamás he tenido el problema del temor a la hoja en blanco. Cuando me siento frente al teclado la palabras surgen y se concatenan como si me estuviesen siendo dictadas desde algún punto donde ya estaban escritas y esperando.


Todo esto puede sonar muy raro y fumado. Pero es exactamente así. Toda la constipación creativa que sufría de pintor, se ha convertido en esta logorrea escrita que me hace anotar a veces frases tan desafortunadas como esta última.

Me dispongo aquí a anotar la particularidad del acto creativo de la escritura tal como yo lo experimento, que se puede contrastar a lo que he comentado sobre la pintura.

A la hora de escribir podemos pensar de antemano un argumento, o una idea, o hasta tener anotado un bosquejo de lo que escribirá; lo cual es incluso recomendable en el caso de afrontar géneros como el de la novela. De cualquier modo, cuando el acto de la escritura se concreta surgen nuevas "ideas" que se irán sumando a lo planeado, agregando a una vez solidez y frescura al conjunto. El comillado en torno a la palabra ideas es a propósito de no encontrar un sustantivo que exprese qué es aquello que ocurre en el acto de la escritura, para que de pronto, casi sin haberlas pensado y mucho menos planeado, surjan frases enteras, perfectamente concebidas y estructuradas que poco o nada tengan que ver con el proyecto inicial. Incluso algunas de estas frases se vuelven base de un texto, un eje que nadie había calculado (ni el propio autor) y que puede dar un volantazo definitivo a una obra y dar al traste con todo el plan inicial.

Yo supongo que de esta experiencia, evidentemente reiterada en todos quienes se dedican a la escritura, deviene aquel mito griego de las musas. Porque no se puede entender bien este fenómeno desde el plano de la pura y dura lógica; no está mal, en un mundo que gobernaban señores que consultaban oráculos y pitonisas, inventar unas bellas doncellas celestes e inefables que dictaran sus canciones al oído del poeta. Mucho más ilógico es pensar que no hay nadie allí, ni siquiera el autor que desconoce donde se conciben tales hijos que él pare. Lo cierto es que de la propia mecánica de la escritura, de ese diálogo rápido que establece el escritor con el texto que surge de él, de ese oscuro y nebuloso lugar que media entre su cabeza y aquello que escribe (que no es todavía texto pero tampoco es ya pensamiento puro); de allí nace, cuando aparece, el verdadero arte (crudo, espontáneo, original y valioso) de la literatura. Así lo concibo y así creo que, aún siendo franco opositor a toda pretensión de verdad absoluta en cualquier terreno, ES.

Y en ese lugar o en esa acción que no se sabe dónde reside y que media entre escritor y escrito, reside el placer de la escritura. Es un placer diferente al que brinda la pintura. Menos físico y sensorial, más cercano a lo mental, pero no por ello menos excitante y satisfactorio. Es un placer de otro signo pero tan intenso como aquel. Tal vez más burgués. Tal vez menos de la materia y más del pensamiento. No lo se bien. Y tan mal lo se que ni siquiera puedo ser peyorativo o prejuicioso al respecto y pensar que el pensamiento está sobre la materia o viceversa. Todo esto que edifico en torno a algo que no se definir, es tan provisional y abstracto que sólo se puede salvar de la crítica (por un pelo) al considerarlo como una apreciación de índole MUY personal. 


Lo cierto es que en ese terreno que yo imagino salvaje, baldío pero no estéril sino por el contrario, pletórico de frutos jugosos, ese al que entró sólo la educación que yo mismo supe procurarle, de ahí surge lo que escribo. No se si el resultado es bueno o malo. A veces lo sospecho original, otras ni siquiera eso. A veces considero que la originalidad no es una virtud per se. Lo único que se. Lo concreto. Lo seguro. Es que cuando me siento frente a un teclado una fiesta comienza. Y estoy invitado yo solo. Yo y nadie más. Y está bien así.

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