Existen, ya se sabe pero vamos a decirlo, una infinidad de subgéneros literarios. Uno de los que más me ha atraído últimamente es el de los libros de viajes. Ya desde el enunciado advertiremos que la definición que engloba este tipo de literatura se bifurca marcadamente. Por un lado encontramos las guías para viajeros, simples folletos ilustrados destinados a señores afortunados que surcan mar y tierra para ir al encuentro de antiguos palacios e iglesias, centros de peregrinación profana o playas paradisíacas donde se bebe en cocos; y en donde porque el tiempo es dinero (y en el turismo más) es mejor ir avispado de lo que uno se puede perder y no andar lamentando a la vuelta lo que no vimos.
El otro caso es el de los auténticos libros de viajes. No meras reseñas o guías, sino descripciones de lugares, usos y costumbres de las sociedades originarias o adoptivas, apreciaciones del escritor, y hasta juicios de valor o comparaciones con las propias costumbres o paisajes de ese autor; a veces hasta el prejuicio. La cosa se hará más abundante todavía, pues un mismo sitio puede haber sido visitado por múltiples autores en épocas diversas; de modo que tendremos una serie de miradas transversales, como los cortes en un árbol talado que muestran sus cambios a lo largo de los años, que nos cuenten el crecimiento o la decadencia de un sitio. Si tomamos un lugar en particular, y acudimos a esas miradas diferentes, que tal vez pongan atención a otros intereses o tengan diversa sensibilidad sobre los mismos, iremos formando un laborioso rompecabezas que nos dará una idea; más rica, más profunda y quizás, más interesante que el lugar mismo.
Un buen libro de viajes debe tener la capacidad de evocar en el lector la imagen de un lugar que quizás nunca haya visto. Aunque en la actualidad, donde obtenemos al instante y gracias a Internet el rostro del cualquier ignoto pavote o la fotografía del rincón más recóndito del globo, es difícil que no tengamos perdida en la memoria una imagen o una construcción mental de cualquier lugar que se nos cite. Pero no ocurrirá esto mismo con descripciones diacrónicas a nuestra época. Difícilmente podamos guardar una imagen del jardín de invierno (luna artificial incluida) del rey Luis II de Baviera, o del gentío aglomerado en el palacio de cristal en la exposición universal de Londres en 1851, o de un safari africano de principio de siglo XX. Esa nueva (o muy vieja) e imposible dimensión del tiempo (además de la obvia geográfica) ofrece un condimento irresistible a cualquier crónica de viaje.
Por los azares de la literatura he visitado Hawai (se sobreentiende que figuradamente) al menos cuatro veces. La primera con Robert Louis Stevenson, quien fue, tal vez, uno de los más grandes escritores "marinos". La segunda de la mano de un mediocre volumen que describía el derrotero del famoso explorador y capitán James Cook. Luego vi el archipiélago a través de los ojos de Jack London, quien por 1912 construyó un velero y se lanzó al Pacífico en busca de aventuras (valga la contradicción). Y finalmente al compás de la pluma de Vicente Blasco Ibáñez, autor español que llegó allí a bordo de un paquebote en el año 1923.
Además de conocer las islas como exótico telón de fondo donde Tom Selleck correteaba malhechores en una Ferrari en los años ´80s., conozco el nacimiento del surf con pesadas tablas de madera con las que London se estroló repetidas veces en las playas de Honolulu. Imagino tranquilamente y sin mayor esfuerzo el penacho de humo de sus volcanes en perpetua actividad. También las nubes que estos volcanes atraviesan y que dos vientos contrarios (los alisios y otro que no recuerdo) hacen luchar entre ellas como si de espíritus rivales se trataran. He visitado por dos veces el célebre leprosario que aislaba a los enfermos en una isla y los hacía vivir lejos de una sociedad que les temía, en una comunidad de alegres y pacíficos freakes. Y puedo igualmente figurarme las olas enormes en las playas de Waikiki; en los tiempos actuales o en aquellos otros, cuando los nativos de piel cobriza y ancha nariz correteaban a las liberales ninfas del Pacífico cuya religión hacía del sexo parte de los ritos (bendito país!).
Ignoro minuciosamente el entramado de rutas, vuelos y esperados trasbordos que me llevarían a este lejano archipiélago. No tengo motivos para pesar que alguna vez estaré allí. Quizás tampoco tenga deseos. Sin embargo, puesto a una tarea inútil y sin consecuencias, creo poder hacer una semblanza bastante acertada de su playas de oscura arena volcánica, de sus tierras feraces y por momentos selváticas, de sus nativos sonrientes y atareados en hacer creer al occidental que es el primer occidental que ven sus ojos; y a quien sus manos le ofrecen vistosos collares de flores. Y todo este saber (por llamarle de algún modo), estéril por cierto, se acumula y persiste fijado con alfileres invisibles en una misma memoria que no recuerda el nombre sus compañeros de primaria o la topografía de su ciudad natal.
Es ocioso explicitar que en esa misma memoria están fijos diversos paisajes; que son comparados entre ellos cuando otro hace el ingreso por la puerta de la literatura. Se consideran por ejemplo diferencias y coincidencias entre el Ártico y la Antártida (a la que ya fui por lo menos cinco veces); o se cotejan los variados destinos de los misioneros católicos en el Japón, Misiones o Calcuta. Todo este sordo trajín interno, este tráfico nerd de viajes dentro de viajes que jamás se llevaron a cabo; está motivado por la misma fascinación que llevó a que los contemporáneos de Marco Polo lo convirtieran en un personaje célebre, cuando en realidad aquel aventurero apenas había entrevisto las costas (geográficas y culturales) del longevo imperio chino.
Uno de los rasgos más notable de Borges es que, ya de muy entrada edad y, sobre todo, a pesar de estar ciego, era un viajero entusiasta. Y no estamos hablando de un viajero literario, de un explorador (que lo fue y cómo) de un descubridor de literaturas foráneas; sino de un viajero concreto, con valijas, y trasbordos enojosos y cagaderas por comer picantes mexicanos. Es difícil pensar en un viajero sin ojos, o en el que sólo persista la percepción del color amarillo. Sin embargo esa costumbre o esa afición demuestra que tal vez no es necesario ver para conocer algo. O que quizás no es siquiera imprescindible viajar para viajar. O que el geográfico no es el traslado fundamental sino que el tránsito interno (no intestinal) lo es. O que la literatura opera el milagro de que lo contado sea tal vez más real que lo real.
Como sea no deja de ser estimulante pensar que para los ociosos, o para el ciudadano de bolsillos incapaces o cobardes, basta con estirar la mano y abrir una página, para pasar de un sillón mullido (y raído) a las planicies del Serengueti, o al insólitamente adverso cabo Crozier a -60°, o a nuestro propio terruño, pero dos o tres generaciones atrás, cuando nuestros abuelos o los abuelos de ellos hundieron un arado en el lugar donde hoy transitan trescientos mil automóviles por día.
"... la literatura opera el milagro de que lo contado sea tal vez más real que lo real." Bueno el artículo, y también algunas frases que surgen dentro de la totalidad de la idea. Hasta la próx.
ResponderEliminarGracias por leer y por tu comentario. Saludos!
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